Capítulo III

Con la cara pálida y el gesto de determinación, David tenía puestas sus manos sobre los hombros de Rosaleen.

—Te digo que todo irá bien —le decía—. Lo único que has de hacer es no perder la cabeza y seguir al pie de la letra mis instrucciones.

—¿Y si te cogen, David? Tú mismo me has dicho que eso entraba en lo posible.

—Es cierto, sí; pero no podrán retenerme largo tiempo si tú sigues firme en tus declaraciones.

—Haré lo que tú me digas.

—¡Así me gusta! No lo olvides. Mantente firme en que el cadáver no es el de tu marido Robert Underhay.

—Pero me harán preguntas y me obligarán quizás a decir cosas en contra de mi voluntad.

—No tengas miedo, no te las harán. Te repito que todo está bien.

—Todo está mal, querrás decir. ¿Cómo puede estar bien que pretendamos quedarnos con un dinero que no nos pertenece? Me he pasado las noches en vela pensando en eso, y sé que Dios nos castiga por nuestra maldad.

David la miró con el ceño fruncido. Siempre había desconfiado de sus acendrados sentimientos religiosos y ahora más que nunca temía que éstos dieran al traste con todos sus planes. Sólo había una cosa que hacer.

—Escucha, Rosaleen —le dijo con dulzura—. ¿Quieres verme colgado de una cuerda?

El terror la hizo abrir desmesuradamente los ojos.

—¡Oh, David, no digas eso! ¡No podrán! —exclamó.

—Sólo hay una persona que pueda hacerlo, y esta personas eres tú. Si tú admites sólo una vez, bien sea con un gesto, o de palabra, que el muerto pudiera ser Robert Underhay, con tus propias manos pones una soga alrededor de mi cuello. ¿Me comprendes bien?

La observación hizo su efecto. Le miró con ojos desencajados y contestó como en un gemido:

—¡Soy tan estúpida, David...!

—No, no lo eres. De todos modos, tampoco conviene que te las eches de lista. Tendrás que jurar solemnemente que el muerto no es tu marido. ¿Crees que podrás hacer eso?

Movió al cabeza afirmativamente.

—Pon cara de estúpida, si quieres. Haz ver que no entiendes bien las preguntas que te hagan. Eso no te ha de perjudicar. Pero no olvides mantenerte firme en todo cuanto te he advertido. Gaythorne estará a tu lado y te ayudará. Es un célebre criminalista y por eso he contratado sus servicios. Estará presente en el sumario e impedirá cualquier treta que intenten utilizar contigo. Y por lo que más quieras, no trates de mostrarte inteligente ni de pretender ayudarme con algo de tu propia cosecha.

—Lo haré así, David. Haré lo que tú me digas.

—Eso esperaba de ti. Cuando todo esto se haya acabado, nos iremos de aquí. Nos marcharemos al sur de Francia..., a Italia o a América si tú quieres. Mientras tanto, cuida un poco de tu salud. Déjate de perder noches devanándote los sesos. Toma esas píldoras de bromuro, o de lo que sea, que te ha recetado el doctor Cloade para dormir, alegra el espíritu, y no olvides que tenemos todavía un porvenir risueño ante nosotros.

—Ahora —dijo consultando su reloj— es hora de ir al Juzgado. La vista está señalada para las once.

Echó una detenida mirada a su alrededor. En aquella magnífica morada todo respiraba belleza, lujo, comodidad... Aromas que él había logrado aspirar con deleite durante el corto espacio de unos meses. Ahora... Tal vez esta mirada fuera su postrer adiós.

Se había encontrado de pronto en un laberinto sin salida. Pero no lo deploraba. Estaba acostumbrado a luchar.

Miró a Rosaleen e intuitivamente adivinó el interrogante impreso en su triste semblante.

—No fui yo quien le mató, Rosaleen —dijo—. Te lo juro por todos los santos que hay en tu calendario.

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