Capítulo XI

A la mañana siguiente el superintendente Spence empleaba las mismas palabras que Frances se pusiera en la boca:

—Así, pues, volvemos a estar donde estábamos —dijo, acompañándolas con un profundo suspiro—. Tenemos que saber quién es en realidad Enoch Arden. Es preciso.

—Eso puedo decírselo yo, superintendente —respondió Poirot.

—¿Usted?

—Sí, se llama Charles Trenton.

—¿Charles Trenton?

El superintendente lanzó un agudo silbido.

—¡Uno de los Trenton! —continuó—. Casi apostaría a que fue la señora de Jeremy Cloade la que le indujo a representar ese papel. Claro que esto sería un poco difícil de probar. Conque Charles Trenton, ¿eh? Ese hombre me trae algunos recuerdos a la memoria.

—Es posible. Tiene antecedentes penales —asintió Poirot.

—Lo que yo me figuré. Petardista de hotel, si mal no recuerdo. Acostumbraba a hospedarse en el Ritz. Después procedía a comprarse toda clase de joyas y artículos de lujo. ¿Quién habría de sospechar de un hombre con un flamante «Rolls Royce» a la puerta? Sus talones eran aceptados sin discusión. ¡Además su porte y sus modales! Solía continuar con sus correrías durante cosa de una semana, y cuando ya las sospechas empezaban a agudizarse, nuevas amistades, y desaparecía como por arte de encantamiento... ¿Charles Trenton? ¡Hum...!

Y contemplando a Poirot, añadió:

—Hay que reconocer que es usted un genio descifrando charadas.

—¿Qué tal va usted en su caso contra David Hunter?

—Hemos tenido que soltarle. Sabemos que hubo una mujer con Arden aquella noche. No sólo porque lo dijera esa vieja estrafalaria que usted mencionó, sino porque Jimmy Pierce, que se retiraba a su casa, después de tomar unas cuantas copas, poco después de las diez, vio a una mujer salir de la posada de «El Ciervo» y dirigirse a la cabina telefónica que hay frente a la estación de Correos. Dijo que era una mujer a quien no conocía y que con toda seguridad residía en «El Ciervo». «Un pichón londinense», así fue como la calificó.

—¿Estaba cerca de ella?

—Sí. Chaquetilla de mezclilla, pantalones, un pañuelo naranja alrededor de la cabeza y una cara que parecía un cuadro pintado al óleo. Coincide con la descripción de la vieja.

—Sí, así, parece.

Poirot frunció el entrecejo.

—Bueno —preguntó Spence—. ¿Quién era, de dónde venía y adonde iba? Usted conoce nuestro servicio de trenes. A las 9,20 y 10,30 pasan los dos últimos. Uno para Londres y el otro en dirección contraria. ¿Podía acaso esa mujer haber estado dando vueltas por el pueblo durante toda la noche y haber tomado, sin ser vista el de las 6,18 de la mañana? ¿Tenía algún automóvil? ¿Se marcharía andando? Hemos investigado todas las posibilidades sin obtener el menor resultado.

—¿Qué hay del tren de las 6,18?

—Va siempre abarrotado de hombres, en su inmensa mayoría. De haberlo tomado, alguien se hubiese dado cuenta de su presencia, en especial tratándose de un tipo de mujer tan extravagante. Dudo que viniese y saliese en coche porque un automóvil no dejaría de llamar la atención en Warmsley Vale en estos tiempos. No tengo más remedio que reconocer que nos hallamos completamente despistados.

—¿Nadie recuerda haber visto un coche vagar por estos alrededores?

—Sólo el del doctor Cloade que salió a visitar un paciente en Middingham. De haberse tratado de otro y ocupado por una forastera, no habría faltado quien hubiese podido darnos toda clase de informes.

—¿Y por qué dice usted «una forastera»? —preguntó pausadamente Poirot—. Un hombre ligeramente bebido y a cien yardas de distancia difícilmente hubiese reconocido a una persona de la villa con quien tuviese gran intimidad, máxime si ésta iba vestida en forma que no fuese la habitual en ella.

Spence le echó una mirada interrogadora.

—¿Podía ese Pierce haber reconocido a Lynn Marchmont, pongo por caso? —añadió aquél.

—Lynn Marchmont estaba en la Casa Blanca con su madre a la hora en que hablamos.

—¿Está usted seguro?

—La señora de Lionel Cloade, la del doctor, dijo que habló con ella por teléfono a eso de las diez y diez. Rosaleen Cloade estaba en Londres. A la señora de Jeremy... ¡Caramba! ¡A ésta nunca se la ha visto con pantalones ni con potingues en la cara! Además, no tiene nada de joven.

—¡Oh, mon cher! —Poirot se incorporó ligeramente para hablar—. En una noche oscura, y en una calle débilmente iluminada, es difícil adivinar los años de una cara que se encuentra transfigurada bajo la máscara del maquillaje.

—Oiga usted, Poirot —dijo Spence—. ¿Quiere usted decirme de una vez qué es lo que pretende insinuar?

El detective volvió a recostarse y cerró perezosamente los ojos.

—Unos pantalones, una chaqueta de mezclilla, un pañuelo para envolverse la cabeza, una cantidad considerable de pintura, y luego una barrita de labios que cae y rueda bajo la cómoda. Todo muy sugestivo.

—Lo menos que usted se figura es que es el oráculo de Delfos —gruñó el superintendente—. No es que yo sepa qué es eso del oráculo de Delfos, pero Graves dice saberlo y veo que de poco le ha servido en su carrera policíaca. ¿Tiene usted alguna otra declaración críptica que hacer, señor Poirot?

—Le dije ya —contestó éste— que el caso era incongruente por demás. Como ejemplo mencioné que el propio cadáver era en sí un rompecabezas. Al menos, si lo considerábamos como el de Underhay. Underhay era, según descripciones, un hombre un tanto excéntrico y caballeroso, chapado a la antigua y apegado a la tradición. El hombre que se hospedaba en «El Ciervo» era un chantajista, carecía de caballerosidad, no era ni reaccionario ni anticuado, ni podía observarse en sus costumbres excentricidad alguna. No podía ser, por tanto, Underhay. Lo interesante es que, aun siendo así, Porter lo identificara como el tal Robert Underhay.

—¿Y por eso fue a ver a la mujer de Jeremy?

—No. Fue el extraordinario parecido que encontré entre ambos. Por lo visto el perfil es un sello distintivo de la familia Trenton. Permitiéndome un pequeño juego de palabras diré que, como Charles Trenton, el cadáver encajaba perfectamente en este rompecabezas. Pero quedan aún varias preguntas por hacer. ¿Cómo es que David Hunter, temerario y violento como todos sabemos, se dejara intimidar tan fácilmente por un chantajista vulgar? Otro, pues, que al parecer actuaba fuera de su papel. Después tenemos a Rosaleen Cloade. Su comportamiento en general es incomprensible, pero hay algo en particular ahí que me llama poderosamente la atención. ¿Por qué ese miedo constante? ¿Por qué ha de creer que por el mero hecho de que su hermano no esté a su lado para protegerla, haya de sucederle algo? Debe haber una razón. Y su temor no es precisamente el de perder su fortuna, no; es algo peor que todo eso. Es miedo a perder su propia vida.

—iPor Dios, señor Poirot, no irá usted a decirme que...!

—No olvidemos, Spence, que, como acaba usted de decir, volvemos a estar donde estábamos. Mejor dicho, que son los Cloade los que vuelven a estar donde estaban. Robert Underhay murió en África y la vida de Rosaleen Cloade es el obstáculo que se levanta entre ellos y la posesión de la fortuna del viejo Gordon.

—Yo sólo digo lo siguiente. Rosaleen Cloade tiene hoy veintiséis años, y aunque de mente un tanto inestable es fuerte y goza de una excelente salud. Puede perfectamente llegar a los setenta, y aun a los ochenta si me apura. ¿No cree usted, superintendente, que cuarenta y cuatro años son muchos años de espera?

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