Capítulo III

—¡Dinero! —dijo Lynn.

Rowley Cloade asintió con la cabeza. Era un mocetón de anchas espaldas, piel tostada por el sol, profundos ojos azules y un cabello rubio como el oro. Todo en él respiraba una calma que no parecía ser congénita, sino más bien una resultante de su experiencia. Usaba de la reflexión donde otros se complacían con la rapidez en la réplica.

—Sí, sí —dijo—. Todo parece reducirse a eso en estos tiempos.

—Creí que los agricultores habían salido bien librados con la guerra.

—No digo lo contrario, aunque no tanto como vosotros os figuráis. Dentro de un año volveremos a estar donde estábamos, con la diferencia de que los jornales son más altos, los peones poco dispuestos y todo el mundo descontento, sin que nadie sepa dónde está su verdadero lugar. A menos, como es natural, que pudiese uno trabajar en gran escala. El tío Gordon lo sabía muy bien y estaba decidido a que así se hiciera.

—¿Y ahora...? —preguntó Lynn.

Rowley se sonrió sarcásticamente.

—Ahora —contestó— la viuda de Gordon irá a Londres a gastarse dos mil libras en un abrigo de pieles.

—¡Eso es criminal!

—¡Oh, no!

Calló unos instantes y después prosiguió:

—También a mí me gustaría regalarte un abrigo de pieles, Lynn.

—¿Qué tal es ella, Rowley?

Trataba, por lo visto, de obtener un juicio lo más reciente posible.

—La verás esta noche en la fiesta que dan el tío Lionel y la tía Kathie.

—Ya lo sé, pero me gustarla oír tu opinión. Mamy dice que es medio tonta.

Rowley meditó la respuesta.

—No diré que la intelectualidad sea su fuerte, pero creo que su aparente imbecilidad se debe más bien al espantoso cuidado que parece poner en todo.

—¿Qué clase de cuidado?

—Por lo que yo me imagino, unas veces por el de su acento, que es de un desesperante sabor irlandés; otras por el de los cubiertos apropiados que deben usarse y, otras, en fin, por el de cualquier alusión literaria que pudiese hacerse en su presencia.

—¿Quieres decir que es una ignorante?

—Al menos no es una señora, si eso es lo que has querido dar a entender. Tiene unos ojos preciosos y un cutis como la seda (supongo que sería esto lo que deslumbraría al tío Gordon), sin contar ese extraordinario candor que caracteriza todos sus actos y que a mi juicio no es fingido..., aunque muy bien pudiera serlo. Se limita siempre a permanecer como hipnotizada y dejar que David haga en todo sus veces.

—¿David?

—Sí, su hermano. Hombre por lo visto muy ducho en cierta clase de manipulaciones y no creo que sienta gran simpatía por ninguno de nosotros.

—¿Y por qué habría de sentirla? —replicó Lynn con acritud; y añadió al ver la expresión de sorpresa que Rowley puso en su mirada—: Quiero decir que me figuro que eres tú quien no parece simpatizar con él.

—No lo niego. Y espero que te sucederá a ti lo mismo cuando le conozcas. No es de nuestra clase.

—Tú no puedes prejuzgar mis reacciones, Rowley. He visto mucho mundo en estos últimos tres años y el concepto que hoy tengo de hombres y cosas ha variado considerablemente.

—Ya me figuro que habrás corrido más mundo que yo.

Estas palabras, pronunciadas con toda la sencillez, tuvieron la virtud de descomponer a Lynn, que le miró con cólera.

Un algo, semejante a un velado reproche, había vibrado en ellas.

Él devolvió la mirada sin mostrar la más insignificante señal de emoción. No había sido nunca fácil, recordaba bien Lynn, intentar bucear en el pensamiento de Rowley.

¡Qué mundo más inconsecuente!, debió pensar Lynn. Hubo un tiempo en que eran los hombres quienes iban a la guerra y las mujeres las que permanecían en sus hogares. Pero aquí los papeles parecían haberse trocado.

De los dos jóvenes, Rowley y Johnny, uno había de quedarse forzosamente en la granja. Lo echaron a suertes, y fue a Johnny Vavasour a quien tocó partir. Pero después de su llegada a Noruega, se recibió la noticia de su muerte; Rowley apenas si había conseguido alejarse una o dos millas de lugar de sus desvelos durante aquellos largos años de guerra.

Y en cambio, ella, Lynn, había estado en Egipto, en el Norte de África, en Sicilia..., y bajo el fuego del enemigo en más de una ocasión.

Se preguntó de pronto si todo aquello no habría podido influir de un modo u otro en la suerte de Rowley, y...

Emitió entre dientes una risita nerviosa.

—Todo parece estar un tanto revuelto, ¿no te parece?

—No lo sé —contestó Rowley—. Depende de...

—Rowley —titubeó un instante—, ¿te importó acaso que... quiero decir..., Johnny?

Una mirada de él que tenía la frialdad y dureza del acero puso fin a sus divagaciones.

—¡Dejemos en paz a Johnny! La guerra ya ha terminado y puedo decir que he sido un hombre de suerte.

—¿Le llamas suerte... a haberte librado de ir al frente?

—Y no poca, ¿no te parece a ti?

No sabía qué interpretación dar a estas palabras. La voz de Rowley, aunque suave, tenía inflexiones de filo de navaja.

—Pero, naturalmente —añadió con una sonrisa—, para las que como tú vienen del teatro de la guerra, les ha de ser difícil acomodarse a la vida tranquila del hogar.

—¡Eres un estúpido, Rowley! —replicó con violencia.

Ni ella misma comprendió la razón de su súbita irritabilidad. ¿Sería acaso —se preguntó— porque reconocía un fondo de verdad en las palabras de Rowley?

—¿Por qué no dejamos esta discusión y hablamos de nuestro matrimonio? —dijo éste—, a menos..., digo yo..., que no hayas cambiado de modo de pensar.

—¿Por qué lo dices?

—No lo sé.

—¿Crees, acaso..., que yo no soy la misma de siempre?

—No, exactamente.

—¿O eres tú, quizá, quien lo ha pensado mejor?

—No, Lynn. La vida del campo no deja tiempo libre para pensar en los cambios.

—Entonces dices bien. ¿A qué pensarlo más? ¿Cuándo quieres que nos casemos?

—¿Te parece bien en junio?

—Conformes.

Volvieron a quedarse silenciosos. A despecho de todo, Lynn se sintió profundamente deprimida. Y, sin embargo, Rowley seguía siendo el que siempre fue: afectuoso, sin empalagos emotivos y, como siempre, parco.

Ambos se amaban. Se habían amado siempre, pero pocas veces había sido el amor el tema de sus charlas. ¿A qué, pues, pretender introducir ahora cambios en su idiosincrasia?

Se casarían en junio, vivirían en Long Willows (un bonito nombre a juicio de Lynn) y nunca más volvería ella a intentar levantar el vuelo. Esto en el sentido que para Lynn tenían estas palabras. La excitación del tendido e izado de planchas; el rugir de quillas surcando mares y olor de polvo de parafina y de ajos; el tumulto y algarabía de gentes de los más remotos rincones del globo; la presencia de flores exóticas, de rojas ponsetias que se yerguen altivas en polvorientos jardines...; el interminable hacer y deshacer de maletas y baúles y aquel eterno sobresalto ante la incertidumbre del mañana.

Todo esto parecía haber terminado. Lynn Marchmont había vuelto al hogar. «Ha vuelto, el marinero, ha vuelto de la mar...» «Pero ya no soy la misma Lynn», pensó.

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