Capítulo IX

Hacía una hermosa mañana. Los pájaros cantaban en lo alto de las ramas y Rosaleen, bajando a tomar su desayuno, ataviada con un sencillo traje campestre, se sentía feliz.

Las dudas y temores que en los últimos días le asaltaran parecían haberse desvanecido. David estaba de buen humor, riendo y bromeando constantemente. Su visita a Londres el día precedente debió haber dado resultado satisfactorio. Al terminar el suculento refrigerio llegó el correo.

Traía siete u ocho cartas para Rosaleen. Facturas, peticiones para obras pías, alguna que otra invitación local... nada digno de especial mención.

David apartó dos cartas que hacían referencias a pequeñas cuentas y abrió una tercera.

Tanto el texto de la carta como la dirección del sobre estaban a máquina. Decía así:


«Mi querido señor Hunter:

Ante el temor de que el contenido de esta carta pudiese afectar profundamente a "la señora Cloade", he juzgado prudente comunicárselo primero a usted. Quiero decirle, en pocas palabras, que he tenido noticias del capitán Robert Underhay, cosa que, como espero, ha de ser motivo de regocijo para su hermana. Estoy hospedado en el mesón "El Ciervo", y si usted se digna venir aquí esta noche, tendré sumo gusto en hablar con usted sobre el particular.

Suyo,

Enoch Arden.»


Un grito ahogado salió de la garganta de David. Rosaleen levantó la cabeza, sonriendo, pero su gesto trocóse en expresión de alarma.

—¿Qué te pasa, David? —preguntó con sobresalto.

Tomó la carta que aquél le alargaba en silencio y la leyó detenidamente.

—Pero David..., no comprendo..., ¿qué es lo que quiere dar a entender?

—¿No sabes leer acaso?

Ella miró tímidamente.

—David..., ¿quiere esto decir que?... ¿Y qué es lo que vamos a hacer ahora?

Él pensaba intensamente, barajando cuantas soluciones plausibles podía exigir el caso.

—No tienes por qué preocuparte, Rosaleen —dijo al fin—. Yo me encargo de esto.

—¿Pero puede acaso significar que?...

—Te he dicho que no te preocupes, tonta. Déjamelo a mí. Lo que tienes que hacer es sólo lo siguiente. Prepara una de tus maletas y sal sin perder tiempo para Londres. Vete directamente al pisito que tenemos allí preparado y no te muevas de él hasta recibir noticias mías. ¿Has comprendido?

—Sí, sí; claro que he comprendido, pero...

—Haz lo que te he dicho.

Sonrió tratando de despertar su confianza.

—Sube a prepararlo todo. Te acompañaré a la estación. Puedes tomar el tren de las diez y treinta y dos. Dile al encargado de los pisos que no deseas ver a nadie. Que si alguien llama preguntando por ti, le diga que has salido de la ciudad. Dale una linda propina. ¿Entendido? No debe dejar subir a nadie, excepto a mí.

—¡Oh! —exclamó Rosaleen, cubriéndose la cara con las manos.

Después levantó la vista y miró a David con ojos embellecidos por el temor.

—Vamos, vamos, muchacha; ¿no ves que se trata sólo de un ardid? Por lo visto estás poco familiarizada con esta clase de juegos. Éste es mi fuerte, querida. Montar las guardias. Quiero quitarte del paso para obrar con más libertad, eso es todo.

—¿No puedo quedarme aquí contigo, David?

—Claro que no, Rosaleen. Piensa un poco y verás que necesito estar solo para verme con ese hombre, sea quien sea...

—¿No crees que pudiera ser... que pudiera ser...?

—Yo no creo nada en este momento. Lo primero que has de hacer es alejarte de aquí. Vamos, sé una buena niña y no sigas insistiendo.

Ella dio la vuelta y abandonó la habitación.

David volvió a mirar la carta que tenía en la mano y frunció el entrecejo.

Su discreción, cortesía y cuidadoso fraseo podían significar cualquier cosa. Una ingenua petición de alguien que se encontrase en un apuro. También una velada amenaza. Releyó de nuevo las frases con gran atención. «He tenido noticias del capitán Underhay...» «He juzgado conveniente comunicárselo primero a usted...» «Tendré sumo gusto en hablar con usted sobre el particular...» «La señora Cloade». ¿A qué aquellas intrigantes comillas que aparecían sobre el nombre?... «La señora Cloade.»

Miró la firma. Enoch Arden. Algo se agitaba en su mente... Quizás un recuerdo poético... el versículo de algún poema.

Cuando David penetró aquella noche en el vestíbulo de la hostería de «El Ciervo» estaba vacío, como de ordinario. Sobre la puerta que aparecía a su izquierda había un rótulo que decía: «Salón de café». Sobre la de la derecha otro, con la siguiente inscripción: «Salón de descanso», y más al fondo una tercera puerta en la que se leía la represiva advertencia de: «Sólo para huéspedes.» Un pasillo a la derecha conducía al bar, desde donde llegaba el sofocante murmullo de voces y carcajadas. Una especie de garita de cristal ostentaba el pomposo nombre de «Oficina» y en ella había un timbre de mano convenientemente colocado junto a la ventanilla.

Algunas veces, como bien lo sabía David por experiencia, había que tocarlo cuatro o cinco veces antes de conseguir que alguien se dignase contestar a la llamada, el vestíbulo de «El Ciervo» estaba tan desierto como seguramente lo estaría la isla en que naufragó Robinson.

David tuvo más suerte, pues a la tercera llamada apareció por el pasillo que conducía al bar la corpulenta figura de la señorita Beatrice Lippincott, dándose unos golpecitos en los rebeldes rizos de su peinado a la pompadour. Se introdujo en la garita y saludó a David con una almibarada sonrisa.

—Buenas noches, señor Hunter. Parece que hace un poco de frío esta noche, ¿verdad?

—Sí, así parece. Dígame. ¿Tiene usted por casualidad entre sus huéspedes alguno que se llame Arden?

—Déjeme que recuerde —dijo la señorita Lippincott haciendo como si pensase, gesto que siempre adoptaba, convencida de que así lograba aumentar la importancia de su mesón—. ¡Ah, sí! El señor Enoch Arden, número 5. Primer piso. No puede equivocarse, señor Hunter. Suba usted y no se adentre por la galería, sino que debe usted torcer a la izquierda y bajar tres escalones. Allí es.

Siguiendo esta complicada dirección, David llamó a la puerta señalada con el número 5 y una voz contestó desde el interior: «Adelante».

Penetró y cerró la puerta tras de sí.

Saliendo de la oficina, Beatrice llamó:

-iLily!

Una muchacha glanduliforme, con risita convulsiva y una tez de color pálido de grosella cocida, respondió a la llamada.

—¿Quiere usted tomar mi puesto unos momentos, Lily? Tengo que subir a preparar unas ropas de cama.

—Sí, señorita Lippincott.

Lanzó una de sus escalofriantes risitas y añadió suspirando con arrobamiento:

—¡Qué «tipazo» el señor Hunter! ¿Verdad, señorita?

—He visto en la guerra muchos como él —contestó con gesto displicente Beatrice Lippincott—. Sobre todo entre los aviadores, pero no podía una fiarse mucho de los cheques que extendían. Muchas veces había que apelar a procedimientos drásticos para poderlos cobrar. Sin embargo, sigo siendo muy particular en cuanto a ese punto. Lo que quiero es clase. No importa lo demás. Un caballero es siempre un caballero, aunque se vea precisado a guiar un par de mulas.

Con esta enigmática peroración, Beatrice dejó a Lily y se dirigió escaleras arriba.

Dentro del cuarto número 5, David Hunter se detuvo frente a la puerta y se quedó mirando al hombre que había firmado la carta con el nombre de Enoch Arden.

Cuarentón, algo derrotado, aunque conservaba huellas de pasado esplendor y, al parecer, hombre difícil de manejar. Esto fue a grandes rasgos lo que David pudo colegir.

Arden fue el primero en hablar.

—¡Hola, Hunter! —dijo—. Siéntese. ¿Qué le apetece? ¿Whisky?

Por la discreta variedad de botellas que desplegó y el fuego que ardía en el hogar en esta fría noche de primavera, dedujo David que Arden gustaba de vivir lo menos incómodamente posible. Sus ropas, si bien de corte un tanto continental, las llevaba con clásica desenvoltura inglesa. Hasta su misma edad parecía estar en perfecta armonía con el conjunto...

—Gracias —contestó David—. Tomaré whisky.

—Usted dirá: «cuánto»—dijo, sirviéndole.

—Basta. Poco seltz, por favor.

Esta maniobra preliminar semejaba a la que emplean dos perros que sé encuentran y que giran en busca de posición ventajosa, dispuestos a ser amigos o a lanzarse el uno contra el otro para despedazarse sin piedad.

—¡Salud! —dijo Arden.

—¡Salud! —contestó David.

Bebieron un sorbo y dejaron después sus vasos sobre la mesa; había terminado el primer «round».

El hombre que se llamaba a sí mismo Enoch Arden insinuó:

—¿Se sorprendió usted al recibir mi carta...?

—Si he de hablarle con franqueza —contestó David—, le diré que no he acabado de entenderla.

—¿No...? Es posible.

—Según parece, conoció usted al primer marido de mi hermana, a Robert Underhay.

—Sí, mucho.

Arden sonreía mirando al techo y lanzando densas bocanadas de humo.

—Tanto —prosiguió— como humanamente pueda conocerse a un hombre. Usted no lo conoció, ¿verdad, Hunter?

—No.

—Es mejor, que sea así.

—¿Qué quiere usted decir?

—Querido amigo —dijo Arden, con melosidad—, quiero decir que eso simplifica notablemente la cuestión. Le pido perdón por haberle ocasionado la molestia de tener que venir a esta casa, pero...

Se detuvo un breve instante.

—Me pareció el único modo —continuó— de evitar que llegara a conocimiento de Rosaleen. Hubiera sido una crueldad innecesaria.

—Al grano.

—A él voy. ¿No se le ha ocurrido a usted pensar alguna vez..., cómo lo diremos..., que había algo sospechoso en la muerte de Underhay?

—¿Quiere usted acabar de una vez con sus circunloquios?

—Lo haré así. Underhay, como supongo no ignora, tenía una idea muy particular de las cosas. Por razones de caballerosidad, o por otras quizá de índole muy diferente, le convino hace algunos años que el mundo le tuviera por muerto. Era muy hábil en el manejo de las gentes que trabajaban a sus órdenes y nada le hubiese costado hacer circular una historia que corroborase la veracidad de este detalle. Todo lo que Underhay tuvo que hacer es aparecer a unas mil millas de distancia, bajo un nombre diferente, por supuesto.

—Todo eso me parece algo fantástico —replicó David.

—¿Ah, sí? ¿De veras?

Arden se inclinó hacia delante y le dio unas ligeras palmadas en las rodillas.

—Supóngase por un momento, Hunter, que fuese verdad lo que digo. ¿Me entiende? Que fuese verdad.

—Exigiría primero una prueba convincente de ello.

—¿Qué tal le parecería la de que Underhay en persona se presentase en Warmsley Vale?

—Al menos, sería concluyente —contestó David, con sequedad.

—Sí, sí, concluyente, ¡qué duda cabe!, pero un poco desagradable para la viuda de Gordon Cloade, que automáticamente dejaría de serlo, ¿no le parece?

—Mi hermana —atajó David— se volvió a casar con perfecta buena fe.

—No digo lo contrario ni lo he puesto en duda un solo instante. De nada podría culparse a su hermana, y estoy seguro de que el juez compartiría esa misma opinión.

—¿El juez? —contestó David, con aspereza—. ¿Qué tiene aquí que ver el juez?

—No, no, nada —contestó Arden, como tratando de excusarse—. Lo decía por lo de la bigamia.

—¿Quiere usted decir de una vez lo que pretende? —estalló David, con violencia.

—No se excite, por favor. Lo que quiero es que arrimemos todos un poco el hombro y veamos la forma de sacar el mayor provecho de la situación. En especial por lo que concierne a su hermana. A nadie le gusta cierta clase de publicidad, y Underhay ha sido siempre un perfecto caballero.

Y añadió después de una pausa:

—Y sigue siéndolo.

—¿Que sigue siéndolo?

—Eso he dicho.

—¿Dice que Robert Underhay vive? ¿Dónde está?

Arden se incorporó ligeramente y habló con tono confidencial.

—¿Tiene usted verdadero empeño en saberlo? ¿No sería mejor, acaso, que lo ignorase, de momento? Tratemos de razonar. Para usted y para Rosaleen, Underhay ha muerto en África. Demos esto como sentado. Pero si vive, nada debe saber del nuevo matrimonio de su esposa, pues de otro modo se habría presentado inmediatamente, máxime sabiendo, como quizá ya sepa, que ésta había heredado una cuantiosa fortuna. Underhay es hombre con un rígido concepto del honor y es probable que no le guste la idea de que su esposa herede un dinero que en justicia no le corresponde.

Se detuvo.

—Es posible también —añadió— que Underhay nada sepa acerca del segundo matrimonio de su esposa. El pobre, por lo que supongo, debe estar en las últimas.

—¿A qué llama usted «las últimas»?

Arden movió la cabeza con pesimismo.

—Mal de dinero y de salud. Necesita atención médica, tratamientos especiales. Todo, como es natural, costosísimo.

Esta última palabra, pronunciada con toda sencillez, parecía encerrar la clave de aquel aparente misterio. Era la palabra por la que había estado esperando ansiosamente David.

—¿Costosísimo?

—Sí. Desgraciadamente, todo cuesta dinero en estos tiempos. Underhay, ¡pobre diablo!, está prácticamente en la miseria.

Y añadió después de una pequeña pausa:

—Nada tiene, con excepción de lo que pudiera esperar de...

No terminó la frase. David echó una inquisitiva mirada a su alrededor y no vio más bagajes que la pesada mochila que colgaba de una de las sillas.

—No sé por qué se me figura —dijo con voz un tanto desagradable— que Robert Underhay no es el caballero que ha pretendido usted pintarme.

—Lo fue al menos —aseguró el otro—. Es la vida la que muchas veces nos convierte en cínicos.

Volvió a detenerse.

—Gordon Cloade —prosiguió con repugnante melosidad— era lo que podía llamarse en realidad un hombre acaudalado, y el espectáculo de la exagerada riqueza suele despertar los instintos más bajos del hombre.

David Hunter se levantó.

—He encontrado ya la respuesta que debo darle —dijo—. Que no me interesan sus lamentos y que puede usted repetírselos, si quiere, a su amigo.

Sin el más ligero asomo de contrariedad, contestó Arden, sonriente:

—Me figuré que diría usted algo por el estilo.

—No es usted sino un vulgar chantajista y no me asustan sus baladronadas.

—Muy bien. Quiere decir que no teme a las consecuencias que la divulgación de la noticia podría acarrearle, ¿verdad? Quizá tenga que arrepentirse de su precipitada determinación. Pero no tema, no pienso divulgarlo. Me limitaré a dirigirme a quienes me recibirán con los brazos abiertos. A los Cloade. Suponga por un momento que vaya a ellos y les diga: "¿Les gustaría saber que el difunto Robert Underhay se encuentra vivo y gozando de excelente salud?" ¿No cree usted que saltarían de gozo al oírlo?

David le respondió desdeñosamente:

—Si espera usted sacar dinero de ellos, está aviado. Ni aun exprimiéndoles lograría usted un solo chelín.

—Pero podría conseguir de ellos una especie de pacto compromisario. Una cantidad en metálico el día que se probara que Robert Underhay estaba vivo, que la viuda de Gordon Cloade seguía siendo la señora Underhay y que, en consecuencia, el testamento de Gordon Cloade, hecho antes de su muerte, seguía siendo válido ante los ojos de la Ley...

—¿Cuánto?

La contestación vino con la misma precisión y claridad.

—Veinte mil.

—Ni pensarlo. Rosaleen sólo dispone de una renta vitalicia y no puede tocar el capital.

—Entonces, diez mil. Eso lo puede encontrar con facilidad. Tendrá infinidad de alhajas, como es natural.

David se sentó, pensativo.

—Está bien —dijo de pronto.

Su interlocutor pareció desconcertarse un instante. Su victoria había sido en extremo fácil.

—¡Nada de cheques...! —atajó— todo en billetes de Banco.

—Tendrá usted que darnos tiempo para conseguir el dinero.

—Le daré cuarenta y ocho horas.

—Hágalo usted hasta el próximo martes.

—Es usted bastante precavido por lo que veo.

—Depende de la persona con quien me juego los cuartos.

David abandonó la habitación y se dirigió escaleras abajo con la cara congestionada por la cólera.

Beatrice Lippincott salió del cuarto señalado con el número 4. Había una puerta de comunicación entre éste y el 5, hecho que difícilmente podía ser notado por el ocupante del 5, debido al guardarropa colocado precisamente frente a ella.

La señorita Lippincott tenía los ojos brillantes y las mejillas arreboladas. Con mano trémula se dio unos toques en su complicado peinado.

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