Capítulo XII

Acababa de salir de la Comisaría de Policía cuando vio a la «tía Kathie» que, presurosa y con un montón de bolsos de compra en la mano, se dirigía hacia él.

—¡Es horrible lo que acabo de oír de Porter! —dijo casi sin aliento al llegar a su lado—. No puedo por menos de creer que su concepto de la vida debió ser completamente materialista. ¡Claro! ¿Qué podía esperarse de un soldadote? Tengo entendido que pasó muchos años en la India, pero me temo que no sacaría ningún provecho de las oportunidades espirituales que allí encontraría. Todo se habría reducido a pukkas[6], a chota hazris[7] y a tiffins[8]. ¡Y pensar que podía haber llegado a sentarse como un chela[9] a los pies de alguno de los gurús[10]!. ¡Qué pena, señor Poirot, haber perdido una oportunidad así!

La «tía Kathie» movió tristemente la cabeza, y al hacerlo debió aflojar la presión de sus manos, pues se abrió uno de los bolsos dejando caer unas prosaicas postas de bacalao que Poirot se apresuró a recoger del suelo. En su agitación la «tía Kathie» dejó resbalar un segundo bolso, de donde saltó una lata de dorado jarabe que inició una alegre carrera a lo largo de la pronunciada pendiente de la High Street, recorriendo un buen trecho.

—¡Oh, gracias, señor Poirot! —dijo, tomando el bacalao.

El detective había salido corriendo tras la fugitiva lata.

—¡Qué atolondrada soy! —añadió al llegar aquél—. Pero créame que la noticia es como para descomponer a cualquiera. Ese desgraciado... sí, es pegajoso, pero no quisiera ensuciar su pañuelo. Gracias de todos modos, señor Poirot. Como decía, la verdadera vida es lo que llamamos muerte, y viceversa muerte es lo que llamamos vida. No me sorprendería ver el cuerpo astral de alguno de mis amigos que ya están en el Más Allá. A lo mejor se cruza usted con cualquiera de ellos en la calle. Sin ir más lejos, la otra noche...

—Permítame... —interrumpió Poirot empujando el bacalao que amenazaba con desbordarse de nuevo—. ¿Decía usted que...?

—Hablaba de los cuerpos astrales. Pedí, como usted sabe, dos monedas de a penique, porque yo sólo tenía en mi monedero de las de a medio penique. Ya me pareció en aquel momento que la cara que tenía delante me era familiar, sólo que no conseguí colocarla en su sitio, como si dijéramos. Ni aun ahora lo consigo, pero estoy segura de que era alguien que había roto ya sus lazos terrenales. Es admirable la forma en que son enviados, aunque sólo sea para darnos unos peniques y ayudarnos a que podamos hacer una llamada telefónica. Pero... ¿en qué estoy pensando? ¡Mire usted la cola que hay en Peacock! Con seguridad que deben estar repartiendo crema o panecillos vieneses. ¡Dios quiera que no llegue tarde!

La señora de Lionel Cloade atravesó apresuradamente la calle y se incorporó a la fila de mujeres que con cara torva esperaban armadas de paciencia a la puerta de la tienda del repostero.

Poirot siguió calle abaje. No se volvió en dirección a la posada, sino que encaminó sus pasos hacia la parte en que se hallaba la Casa Blanca.

Tenía ansias de hablar con Lynn Marchmont y sospechaba que ésta participaría también de un deseo análogo con respecto a él.

Hacía una hermosa mañana. Una de esas templadas y espléndidas mañanas de primavera que el propio verano envidiaría.

Poirot abandonó la carretera real. Vio el sendero que pasando por Long Willows le conduciría a Furrowbanks. Era el camino que Charles Trenton habría seguido sin duda el día anterior a su muerte. Colina abajo se había encontrado con Rosaleen Cloade, que marchaba en dirección contraria. No la había reconocido, cosa natural no siendo Robert Underhay, ni ella a él por la misma razón. Pero ella juró, al ser requerida a ver el cadáver, que no había visto a aquel hombre en su vida. ¿Lo dijo acaso temerosa de que su reconocimiento pudiese haberle traído alguna molesta complicación? ¿O es que sumergida quizás en profundos pensamientos no se dignara siquiera levantar la vista al hombre que en aquel momento pasaba por su lado? Si así fue, ¿cuál sería la causa de su abstracción? ¿Rowley Cloade?

Poirot se desvió por la vereda privada que llegaba hasta la Casa Blanca. El jardín de ésta ofrecía un aspecto encantador. Tenía arbustos, ébanos de Europa, y en el centro un retorcido y frondoso manzano. Bajo él, acostada en una cómoda silla plegable de lona, estaba Lynn Marchmont.

Ésta se incorporó súbitamente al oír la voz de Poirot que con tono grave le dio los consabidos «Buenos días».

—Me ha asustado usted, señor Poirot. No lo oí llegar. ¿Conque sigue usted aquí, en Warmsley Vale?

—Sí. Así parece.

—¿Y por qué?

Poirot se encogió de hombros.

—Éste es un agradable rincón que invita a descansar y yo quiero descansar, aunque sólo sea unos días.

—Me alegro de que así sea.

—¿No me pregunta usted, como el resto de su familia, cuándo me vuelvo a Londres, y espera ansiosa la respuesta?

—¿Está seguro de que ellos quieren que se marche de aquí?

—Así lo dan a entender al menos.

—Pues yo no.

—Me lo figuro. ¿Y puede saberse por qué, mademoiselle?

—Porque me parece que aún no está usted del todo satisfecho. Me refiero a que no cree usted en la culpabilidad de David Hunter.

—¿Tanto desea usted su inocencia?

Vio un ligero tinte rosa abrirse paso a través de su bronceada piel.

—Naturalmente. No me gusta ver a un hombre ahorcado por actos que no cometió.

—¡Sí, sí, naturalmente!

—La policía tiene prejuicio contra él por la forma en que él los trata. Eso es lo malo de David. Parece que se complace en hostigar a todo el mundo.

—La policía no le es tan hostil como usted se figura, señora Marchmont. El prejuicio estaba en la mente de los que constituían el Jurado. Rehusaron hacer caso a las advertencias del juez. Fallaron en su contra y la policía no tuvo más alternativa que la de arrestarle. Pero puedo decirle, sin temor a equivocarme, que están muy lejos de estar satisfechos con el cargo que se ha hecho en contra de Hunter.

Ella preguntó con afán:

—¿Cree usted que le pondrán en libertad?

Poirot hizo un gesto de duda.

—¿Quién cree usted que lo hizo, señor Poirot?

—Había una mujer aquella noche en «El Ciervo» —contestó evasivamente el detective.

—Acabaré por no entender nada —exclamó Lynn, desesperada—. Cuando creíamos que aquel hombre era Robert Underhay, todo parecía ir como una seda. ¿Por qué dijo el comandante Porter que era Robert Underhay, no siéndolo? ¿Por qué se suicidó después? Ahora resulta que volvemos a estar donde estábamos.

—¡Es usted la tercera persona a quien oigo decir esas mismas palabras!

—¿Ah, sí? —preguntó sorprendida.

Y añadió:

—¿Y usted qué hace a todo esto, señor Poirot?

—¿Yo? Hablar a la gente. Eso es todo.

—¿Pero no les hace usted preguntas acerca del crimen?

Poirot movió negativamente la cabeza.

—-No, me limito a... ¿cómo le diré...? a recoger chismografías.

—¿Y eso le sirve de algo?

—A veces sí. Se sorprendería usted de lo que en pocas semanas he logrado saber acerca de las vidas y milagros de muchos residentes en Warmsley Vale. Sé por dónde acostumbra a ir la gente, las personas con quienes se encuentran y, a veces, hasta lo que llegan a hablar. Por ejemplo, sé que nuestro Enoch Arden tomó el sendero para la villa pasando por Furrowbanks deteniéndose allí para hacer unas preguntas, y que no llevaba más equipaje que una voluminosa mochila sobre las espaldas. Sé que Rosaleen Cloade pasó una hora con Rowley en la granja y que aquélla, contrariando a su tristeza habitual, se había sentido muy feliz.

—Sí, ya me lo contó Rowley. Me dijo que parecía una niña a quien se le hubiese dado una vacación.

—¡Bien! Conque dijo eso, ¿eh?

Poirot se detuvo y luego prosiguió:

—Sí, me he enterado de una infinidad de cosas. De los apuros que pasan algunas personas, entre ellas usted y su madre.

—Lo nuestro no es ningún secreto —dijo Lynn—. Todos hemos tratado de obtener dinero de Rosaleen. Es eso a lo que usted se refiere, ¿verdad?

—No fue eso lo que dije.

—¡Pues es verdad! Y supongo que también habrá usted oído cosas acerca de mí, de Rowley y de David.

—¿Es cierto que va usted a casarse con Rowley Cloade?

—¿Yo? Daría cualquier cosa por saberlo... Eso era precisamente lo que trataba de decidir el día que, inesperadamente, me encontré con David junto al bosquecillo. En mi cabeza bullía esa constante pregunta. ¿Me casaré? Hasta el humo de la chimenea de un tren que en aquel momento cruzaba por el valle parecía querer burlarse de mí, formando en el cielo un gigantesco signo de interrogación.

La cara de Poirot adquirió una curiosa expresión que Lynn interpretó equivocadamente.

—¿Pero no comprende usted, señor Poirot, lo difícil que es para mí resolver esta situación? No se trata ahora de David, no. Se trata de mí. Yo he cambiado. He estado ausente tres años, casi cuatro, y al volver me encuentro con que no soy la misma que era al partir. Las gentes que vuelven a lo suyo han cambiado y han de reacomodarse si esperan que todo torne a su normalidad. ¡No es posible salir, vivir otra vida... y no cambiar!

—Está usted equivocada —le dijo Poirot—. La tragedia de la vida es precisamente que nadie quiere cambiar.

Ella se le quedó mirando sin acertar a comprender sus palabras. Él insistió.

—No le quepa a usted duda de que es como yo le digo.. ¿Por qué se fue usted, en primer lugar?

—¿Por qué? ¡Qué sé yo! Me fui a la «Wrens» a prestar servicio. —Sí, sí, ¿pero por qué precisamente a la «Wrens»? Usted estaba comprometida a casarse con Rowley. Estaba usted enamorada de él. ¿No podía usted haberse quedado aquí y haber trabajado en Warmsley Vale?

—Claro que sí. Pero yo quería otra cosa...

—Ya lo sé. Lo que usted quería era marcharse. Simplemente marcharse, ver mundo, cambiar de vida... Huir de Rowley Cloade, en una palabra. ¡Y ahora está usted inquieta, impaciente, porque persiste en usted la idea de alejarse de aquí!

—Cuando estaba en Oriente, suspiraba por volver a mi casa —gritó Lynn, tratando de defenderse.

—¡Sí, sí, buscando siempre un lugar distinto a aquel en que uno se halla! Y eso le seguirá ocurriendo constantemente. Usted quiso forjar en su mente un tipo de Lynn Marchmont ansiosa de volver a su hogar, y el retrato que le salió no ha respondido a la realidad porque la Lynn Marchmont que usted imaginó no era la real, sino la Lynn Marchmont que usted en el fondo hubiera querido ser.

—¿Así, pues, según usted, no estaré nunca satisfecha en ninguna parte?

—No he dicho tanto. Pero sí le digo que si usted se marchó, fue porque estaba descontenta de su compromiso con Rowley, como sigue estándolo en la actualidad.

Lynn cortó unas briznas de hierbas y se puso a masticarlas, distraída.

—Tiene algo de mefistofélica su ciencia de saber leer en el corazón humano, señor Poirot.

—Es mi métier, señorita —contestó modestamente el detective, y volviendo a su tono anterior, añadió:

—Pero queda aún otra verdad que por lo visto no está usted dispuesta a admitir.

—Se refiere usted a David Hunter, ¿verdad? —preguntó Lynn fogosamente—. ¿Usted cree que estoy enamorada de David?

—Sólo usted puede contestar a esa pregunta —murmuró discretamente Poirot.

—Ni siquiera yo puedo contestarla. Hay algo en David que me repele..., pero algo también que me atrae.

Quedó silenciosa unos momentos y después añadió:

—Estuve hablando ayer con el que fue su general. Se había enterado del arresto de David y se presentó inmediatamente dispuesto a ayudarle en cuanto pudiese. Me contó cosas verdaderamente temerarias de David, asegurándome que era el soldado más valiente que había tenido bajo su mando. Sin embargo, señor Poirot, y a pesar de todas sus alabanzas, tuve la impresión de que en su interior no estaba muy seguro de que David no fuese capaz de cometer un delito así.

—¿Y usted no está segura, tampoco?

Lynn dibujó en su cara una patética sonrisa.

—No. ¿Cree usted que puede amarse a un hombre en quien no pueda depositar una mujer su confianza?

—Desgraciadamente, sí.

—No he sido nunca leal con David, precisamente por esta razón. He dado siempre crédito a multitud de habladurías que han ocurrido por el pueblo en el sentido de que David no era en realidad David Hunter, sino un mero amigo de Rosaleen, y me sentí avergonzada, al oír decir al general que había conocido a David de niño en la verde Irlanda.

C'est épatant! —exclamó Poirot— la facilidad con que la gente toma el rábano por las hojas.

—¿Qué quiere usted decir?

—Simplemente lo que he dicho —contestó—. Dígame: ¿recibió usted una llamada telefónica de la señora Cloade, me refiero a la esposa del doctor, la noche en que se cometió el asesinato?

—Sí.

—¿Por qué motivo?

—Nada importante. Un embrollo que se había armado con algunas de sus cuentas.

—¿Sabe usted si habló desde su propia casa?

—No, porque el teléfono estaba estropeado. Tuvo que valerse de uno público.

—¿A las diez?

—Algo así.

—¡Algo así! repitió Poirot, pensativo.

Y luego dijo, procurando dulcificar un poco el tono

de su voz:

—Ésa no fue la única llamada que tuvo usted aquella noche, ¿verdad?

—No —contestó secamente Lynn.

—David Hunter llamó desde Londres, ¿verdad?

—Si.

—Supongo que también querrá usted saber lo que dijo.

—Sí, aunque comprendo que no me asiste derecho alguno para...

—No se preocupe —le atajó Lynn—. Se lo diré con gusto. Me dijo que se marchaba para no volver. Que no era un hombre digno de mí y que nada en el mundo, ni aun yo, podía hacerle cambiar.

—Y como era posible que esto fuese verdad, no le debió hacer mucha gracia la noticia, ¿verdad? —preguntó Poirot con acento de picardía.

—Espero que cumpla su palabra, si sale absuelto, por supuesto, y que ambos se marchen para América o donde sea, de una vez y para siempre. Será el modo de que dejemos de pensar en ellos y de que aprendamos a resolver, sin ayuda de nadie, nuestras propias dificultades. ¡De que cese de una vez nuestra malquerencia!

—¿Malquerencia?

—Sí. La sentí por primera vez la noche de la fiesta en casa de la tía Kathie. Quise atribuirla a mi reciente llegada y a que quizá perdurase en mí aquella especie de aversión que sentía por todo cuanto me rodeaba. Pero no. Vi que era un sentimiento del que participaban todos los de mi familia por igual. Malquerencia... por Rosaleen. Deseos de verla muerta. ¡Es horrible, lo sé, sentir una cosa así por una persona que, al fin y al cabo, no nos ha hecho ningún mal!

—Su muerte, en medio de todo, es lo único que podría beneficiar a todos ustedes —dijo Poirot con un tono de voz frívolo y práctico a la vez.

—¿Económicamente, quiere usted decir? Su simple presencia en estos contornos nos ha hecho más daño que el que pudiera usted imaginar. No es bueno envidiar a nadie, tener que mendigar sus favores, sentir repugnancia por ella... Allí la tiene usted ahora en Furrowbanks, sola. Parece un espectro, muerta de terror, parece... ¡oh...! parece que vaya a perder la razón. ¡Pero no quiere nuestra ayuda! La de ninguno de nosotros. Mamy le pidió que viniese a vivir en nuestra casa. Tía Frances la invitó a ir a la suya. Hasta tía Kathie se ofreció a hacerle compañía en Furrowbanks... ¡Pero es inútil! No quiere aceptar nada de nosotros. Ni siquiera ha querido ver al general Conroy. Creo que ahora está enferma, como consecuencia de sus angustias y de su miedo, claro está; pero aquí nos tiene usted sin poder hacer nada por ella.

—¿Lo ha intentado usted? ¿Usted, personalmente?

—Sí —contestó Lynn—. Estuve ayer a verla y le pregunté si podía ayudarle en algo. Me miró y de pronto se puso a temblar y a llorar como una desesperada. «Usted menos que nadie», exclamó señalándome temerosamente con el dedo. Supongo que es David quien le ha aconsejado que se quede en Furrowbanks. Rowley le llevó mantequilla y huevos de Long Willows. Es por lo visto el único de la familia a quien tolera. Le dio las gracias y le dijo que era muy amable. Y hay que reconocer que Rowley lo ha sido siempre con ella.

—Hay siempre gentes —dijo Poirot— por las que uno siente sin darse cuenta una profunda simpatía, casi diría piedad.

Sin terminar la frase, se puso súbitamente en pie.

—Señorita, es preciso que vayamos a Furrowbanks —exclamó.

—¿Quiere usted que le acompañe?

—Si está usted dispuesta a ser generosa y comprensiva...

—Lo estoy —contestó Lynn sin vacilar—. No le quepa duda que lo estoy.

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