Capítulo VII

—Rowley, ¿puedes prestarme quinientas libras?

Rowley miró sorprendido a Lynn. Allí estaba ella en pie, temblorosa, sin aliento por la carrera que acababa de dar, la cara pálida como la cera y los labios fuertemente apretados.

Él contestó con dulzura y en el mismo tono de voz que empleaba al acariciar a sus caballos:

—Calma, calma, muchacha. Vamos a ver. ¿Qué es lo que te pasa?

—Necesito quinientas libras.

—Lo mismo podría decir yo, si vamos al caso.

—Te hablo en serio, Rowley. ¿Puedes o no prestarme quinientas libras?

—Lo veo un poco difícil. Mi cuenta en el Banco está sobrepasada. Esa nueva tractora...

—Sí, sí, ya lo sé... —le interrumpió, tratando de suprimir los detalles de carácter agrícola—. ¿Pero podrías encontrar ese dinero si te encontraras en un apuro? ¿Sí?

—¿Para qué lo quieres?

—Para dárselos a aquél —dijo, señalando con un brusco movimiento de cabeza en dirección a la cumbre de la colina.

—¿Para Hunter? ¿Y qué demonios te traes tú...?

—Es por mamy. Es ella quien se lo ha pedido prestado. Andaba un poco apretada de dinero.

—¿Y quién no lo está en estos tiempos?

Parecía haber cierta conmiseración en el tono de su voz.

Pero añadió:

—Mala suerte. Me gustaría ayudarle en algo, pero no puedo.

—Me irrita sólo el pensar que haya tenido que recurrir a David.

—Un momento, muchacha. Es Rosaleen, quien en realidad adelanta el dinero. Y después de todo, ¿por qué no ha de hacerlo?

—¿Qué por qué no? ¿Y eres tú quién me lo pregunta, Rowley.

—No veo por qué Rosaleen no haya de venir en nuestro auxilio de vez en cuando. El viejo Gordon nos prestó un flaco servicio al largarse del mundo sin testar. Yo creo que si se le explican las cosas con claridad, Rosaleen será la primera en comprender que es obligación suya el ayudarnos.

—¿Has pedido tú algo prestado, acaso?

—No, yo no. Pero mi caso es diferente. Yo soy un hombre y no puedo andar pidiendo dinero a las mujeres. No estaría ni medianamente bien.

—¿Pero es que no comprendes que lo que no quiero es verme en situación de tener que agradecer nada a David Hunter?

—¿Y por qué has de estarlo? No es su dinero.

—Como si lo fuera. Rosaleen no hace nada sin contar primero con su aprobación.

—Pero no es suyo legalmente hablando.

—En resumidas cuentas, que no puedes dejarme ese dinero, ¿verdad?

—Óyeme, Lynn. Si estuvieses en un verdadero apuro, con deudas o ante un caso de extorsión, quizá me decidiese a vender una parte de mis tierras o del ganado aun a riesgo del perjuicio que esto me habría de ocasionar. Sabes que estoy con el agua al cuello; y si a todo esto añades el estado de incertidumbre en que nos ha colocado el gobierno con sus gravámenes e impuestos ya me dirás lo que puedo hacer.

Lynn dijo con amargura:

—Nada, ya lo sé. Si Johnny hubiese vivido...

—¡Te he dicho que dejes a Johnny en paz! -restalló él con violencia—. ¡No vuelvas a mencionar ese nombre!

Ella se le quedó mirando con estupor. Estaba fuera de sí, congestionado y con la cara como una amapola.

Lynn se volvió y se alejó lentamente en dirección a la Casa Blanca.

—¿No puedes devolver ese dinero, mamy?

—Imposible. Me fui derecha al Banco, cobré y me faltó tiempo para pagar a Arthurs, a Bodgham y a Kanebworth. Este último se estaba poniendo ya muy impertinente. ¡Qué alivio, querida! Hacía días que no lograba pegar los ojos. He de reconocer que Rosaleen se portó conmigo como nunca me lo hubiese esperado.

—Y supongo que continuarás visitándola ahora —añadió Lynn, con amargura.

—No creo que sea ya necesario, hija mía. Sabes muy bien que trataré de economizar cuanto pueda. Claro que todo está muy carísimo y va de mal en peor.

—Como forzosamente ha de ocurrimos a nosotros, que no tendremos otro remedio que continuar mendigando.

Un vivo rubor cubrió las mejillas de Adela Cloade.

—No creo que sea la forma más apropiada de describir nuestra situación, Lynn. Le expliqué a Rosaleen que siempre habíamos dependido de Gordon.

—Cosa que nunca debiéramos haber hecho, y mucho menos decirlo. Tiene derecho a despreciarnos.

—¿Quién?

—¿Quién ha de ser? Ese odioso David Hunter.

—¿De veras? —dijo la señora Marchmont con dignidad—. ¿Y qué puede importarnos a nosotros su opinión? Afortunadamente no estaba en Furrowbanks esta mañana, porque de otro modo no cabe duda que hubiese tratado de sugestionar a esa muchacha. La tiene completamente dominada.

Lynn desvió el curso del tema.

—¿Qué quisiste dar a entender, mamy, cuando en la primera mañana de mi llegada a esa casa me dijiste, hablando de él: «Eso, admitiendo que fuese su hermano.»

—¿Eso? —la señora Marchmont parecía un tanto desconcertada—. Pues..., nada, rumores que corrieron por la localidad.

Lynn seguía escuchando en silencio. La señora Marchmont carraspeó unos instantes y prosiguió:

—Este tipo de mujeres, de aventureras, acostumbran siempre ir acompañadas de un hombre de dudosos antecedentes. Supongamos que ella dijera a Gordon que tenía un hermano en Canadá, o donde fuera, y que quería telegrafiarle comunicándole su casamiento. Este hombre se presenta. ¿Cómo podía saber Gordon, infatuado como estaba, si era en realidad su hermano? Así las cosas, no vacila en aceptarle en su compañía y juntos viajan y juntos hacen su aparición en Londres.

—No lo creo. ¡No lo creo! —atajó Lynn con firmeza.

La señora Marchmont levantó la mirada.

—¿Ah, no...? —interrogó irónicamente.

—No —contestó Lynn, levantando aún más el tono de su voz—. Ninguno de ellos es como dices. Y aun suponiendo que ella fuese una de tantas hembras frívolas como hay por el mundo, habrás de admitir que tiene un corazón bondadoso por demás.

La señora Marchmont se limitó a replicar con dignidad:

—No es preciso que chilles tanto para defenderla.

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