Capítulo XVI

En una atmósfera saturada de malevolencia y odio inyectó Poirot una pequeña dosis de la suya de comprensión y afecto.

—¿Hay agua hirviendo en la marmita? —inquirió.

—Sí —contestó Rowley, atontado aún.

—Entonces... ¿sería usted tan amable de hacerme una taza de café...? O de té, si es más cómodo...

Hércules Poirot sacó un pañuelo limpio de uno de sus bolsillos, lo empapó con agua fría, lo exprimió y se acercó a Lynn.

—Déjeme usted que le ponga esto alrededor del cuello, mademoiselle. Tengo también un imperdible. ¡Ajajá! Esto le aliviará bastante el dolor.

Hablando todavía con dificultad, Lynn dio las gracias. La cocina de Long Willows... la presencia en ella de Poirot..., todo le parecía un sueño. Se sentía horriblemente mal. Consiguiendo ponerse en pie, y ayudada por Poirot, llegó hasta una de las sillas, donde se sentó. Poirot preguntó:

—¿Está ya el café?

—Sí —contestó Rowley.

Lo trajo. Poirot sirvió una taza, que se apresuró a ofrecer a Lynn.

—Óigame —dijo Rowley—. Creo que no se ha dado usted perfecta cuenta de lo que ha ocurrido aquí. He intentado estrangular a Lynn.

—¡Tché, tché, tché...! —respondió Poirot, con sonidos inarticulados encaminados al parecer a reprochar sólo el mal gusto demostrado por Rowley en su incomprensible atentado.

—Tengo dos muertes sobre mi conciencia —prosiguió Rowley—. La suya hubiese sido la tercera, de no haber llegado usted.

—Bebamos el café —interpuso evasivamente Poirot—, y no hablemos de muertes. No es conversación agradable para la señorita Lynn.

Ésta bebió el suyo con dificultad. Estaba fuerte y caliente, lo cual contribuyó a aliviarle un tanto los dolores que sentía.

—Se encuentra usted mejor, ¿verdad? —preguntó Hércules Poirot.

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

—Bien. Entonces podemos hablar, y al decir podemos, he querido decir que no soy el único que va a hacer uso de la palabra.

—Perdone que sea yo el que empiece —dijo gravemente Rowley—. ¿Sabe usted, acaso, que fui yo quien mató a Charles Trenton?

—Sí —respondió Poirot—. Hace algún tiempo que lo sé.

La puerta se abrió de pronto. Era David Hunter.

—¡Lynn! —exclamó—. Nada me dijiste de que...

Se detuvo como aturdido mirando alternativamente a cada uno de los presentes.

—Otra taza —pidió Poirot.

Rowley sacó una del aparador. La tomó Poirot, y una vez llena, se la entregó a David.

—Siéntese —dijo a éste—. Beberemos tranquilamente nuestros cafés, y después escuchen todos la conferencia que, en materia de crimen, va a darles en estos momentos Hércules Poirot.

Echó una mirada a su alrededor y sonrió complacido.

Lynn pensó para sí:

«Esto es algo fantástico. Algo así como una pesadilla.»

Todos parecían estar sometidos al influjo de aquel hombre estrafalario sin más distintivo personal que sus largos mostachos. Allí estaban sentados obedientemente, Rowley, el matador; Lynn, la víctima, y David, su adorado; todos con sus respectivas tazas de café en la mano.

—¿Qué es lo que causa el crimen? —requirió retóricamente Hércules Poirot—. Aunque no lo parezca, esta pregunta envuelve un problema de difícil solución. ¿Qué estímulos se necesitan para cometerlo? ¿Qué innatas predisposiciones es preciso tener? ¿Son todos, acaso, capaces de él, de alguna forma de crimen, al menos? Y qué sucede, esto es lo que yo me he venido preguntando desde el comienzo, qué sucede cuando gente que ha estado resguardada siempre contra todos los riesgos de la vida, pierde de pronto esa protección?

«Estoy hablando, como ustedes comprenderán, de los Cloade. Sólo hay uno de ellos aquí presente, y esto me permite hablar con mayor libertad. Este problema me ha fascinado desde el principio. Aquí tenemos el caso de una familia entera a la que las circunstancias han impedido desenvolverse por sus propios medios. Aunque cada miembro de ella tiene su propio modus vivendi o su profesión, no han podido escaparse nunca a la acción de esa especie de sombra protectora. Jamás han experimentado ansia o temor. Han vivido en perpetua seguridad, seguridad a mi juicio artificial y falta de naturalidad.

Suspiró y continuó diciendo:

—Lo que yo quiero decirles es que no hay modo de conocer el carácter humano hasta que no llega el momento de la prueba. Para la mayor parte, ésta viene a esa edad asaz temprano en que el hombre se ve obligado a mantenerse en pie, valiéndose de su propio esfuerzo, a enfrentarse con toda clase de peligros y de dificultades y a emplear sus propios medios de defensa. Rectos unos, equivocados otros, nos indican la calidad del frágil barro de que estamos hechos.

Dio un respiro de sosiego y prosiguió:

—Pero los Cloade no tuvieron oportunidad de conocer sus flaquezas hasta el preciso momento de verse desposeídos de esta protección, y obligados, casi sin preparación alguna, a hacer frente a la adversidad. Una cosa, sólo una cosa, se alzaba entre ellos y la recuperación de su seguridad anterior, y ésta era la vida de Rosaleen Cloade. Tengo la absoluta seguridad de que ni un solo Cloade habrá dejado de pensar, aunque sólo haya sido por una fracción de segundo: «Si Rosaleen muriese...»

Lynn se estremeció. Poirot se detuvo, como si quisiera darles tiempo para meditar serenamente la significación de sus palabras. Después prosiguió:

—El pensamiento de la muerte, mejor dicho, de su muerte, pasó por las mentes de todos, de esto estoy en lo cierto. Pero hubo alguien que al de la muerte, asociara también el pensamiento del asesinato y hasta el de sentirse capaz de llevarlo a la práctica.

Sin la menor alteración en su voz, se volvió a Rowley y le preguntó sin rodeos:

—¿Pensó usted alguna vez en matarla?

—Sí —respondió aquél sin vacilar—. El día en que se presentó en la granja. Estábamos solos, y tentado estuve de hacerlo. ¡Me hubiera sido tan fácil...! Parecía tierna y sentimental, y bonita como las terneras que yo acostumbro a enviar al mercado. También éstas lo son y sin embargo, no dejamos de sacrificarlas. Me extrañaba que no se mostrase ese temor que siempre parecía acompañarla. De haber podido leer en mi pensamiento cuando me acerqué a darle lumbre valiéndome de su propio encendedor, quizá lo hubiera tenido y aquella vez sí que con verdadero fundamento.

—Supongo que ese encendedor que acaba usted de mencionar se lo dejó ella olvidado en su casa. Así se comprende que más tarde se encontrase en su poder.

Rowley asintió con un ligero movimiento de cabeza.

—No sé por qué no la maté —añadió—. Con lo fácil que me hubiese sido simular un accidente o algo por el estilo.

—Porque no era su tipo de crimen —explicó Poirot—. Esa es la razón. El hombre a quien usted mató, lo mató en un acceso de furia, sin querer siquiera hacerlo, por lo que presumo.

—En eso no se equivoca. Le pegué un puñetazo en la mandíbula y fue a dar la cabeza contra el borde del guardafuegos de mármol de la chimenea. Quedé aterrado cuando me convencí de que estaba muerto.

De pronto echó una sorprendida mirada a Poirot.

—¿Cómo se enteró usted de eso? —exclamó.

—Creo —respondió Poirot— que he podido reconstruir la escena con relativa precisión. De todos modos, corríjame si me equivoco. Usted fue a la fonda de «El Ciervo» aquella noche, ¿verdad?, y Beatrice Lippincott le contó los detalles de la conversación sostenida en el cuarto número 5. A continuación se dirigió, como ya ha declarado, a casa de su tío Jeremy, que, como abogado, podía darle algún consejo sobre la situación. Algo le debió ocurrir allí para que de pronto se decidiese a renunciar a sus planes de consulta. Yo sé en qué consistió ese algo. Usted vio un retrato...

Rowley asintió.

—Sí, estaba sobre la mesa. Lo miré y al punto comprendí el por qué la cara de aquel hombre me había sido desde el primer momento tan familiar. Esto me hizo caer en que quizá Jeremy y Frances habían utilizado alguno de sus parientes para conseguir extraer dinero de Rosaleen. La ira me hizo que todo lo viera rojo ante mí. Me fui derecho al cuarto número 5 de la posada y le dije a aquel hombre que era un impostor. Él se echó a reír y me dijo que de todos modos David iría aquella noche a entregar el dinero. Volvieron a nublárseme los ojos al verme traicionado por elementos de mi propia familia. Le dije que era un marrano y le pegué. Lo demás ya no me hace falta repetirlo.

Hubo una pequeña pausa, pasada la cual añadió Hércules Poirot:

—¿Y qué más?

—Ah, ¿lo del encendedor? Debió caérseme del bolsillo. Lo llevaba conmigo con objeto de devolvérselo a Rosaleen en la primera oportunidad que tuviese. A juzgar por las iniciales D. H. que había sobre él, más que a Rosaleen parecía pertenecer a David. Desde aquella fiesta en casa de tía Kathie, comprendía que..., ¿pero a qué hablar de esto ahora? Sólo sé que hubo momentos en que creí que iba a volverme loco. Todavía tengo mis dudas de si lo estoy o no, en realidad. Primero la partida de Johnny..., después la guerra. Hay cosas de las que no puedo hablar sin temor a perder la razón. Después Lynn, y este hombre. Arrastré el cuerpo de aquel individuo hasta el centro de la habitación y lo puse boca abajo. Después cogí las tenazas y... bueno, ¿para qué más detalles? Procuré limpiar todas las huellas de mis dedos, limpié el guardafuegos y machaqué el reloj de pulsera después de haber colocado sus manecillas señalando a las nueve y diez. Le quité la tarjeta de racionamiento y todos los papeles que llevaba consigo por temor a que éstos pudieran identificarle. Después salí convencido de que con lo hecho y la historia de Beatrice, no sería difícil que las sospechas recayeran sobre David. Sería mi coartada.

—Y después —añadió Poirot— vino usted a mí. Fue una bonita comedia, ¿verdad?, esa que usted representó pidiéndome que buscara gente que conociese a Underhay. Ya se me alcanzaba que Jeremy Cloade habría repetido a su familia todo cuanto oyera de boca de Porter. Durante cerca de dos años, han estado ustedes alimentando la secreta esperanza de que tarde o temprano acabaría por aparecer Robert Underhay. Esta idea fue la que ejerció una poderosa influencia en las manipulaciones espiritistas de la señora de Lionel Cloade, inconscientemente quizá, pero que sirvieron para provocar un incidente, muy significativo y revelador por cierto.

Poirot dio una mirada al vacío y siguió:

Eh bien!, aquí es donde llega el momento en que empiezan a volverse las tornas. Hasta aquí yo no había hecho sino el papel de tonto, cosa por la cual hube de felicitarme después. Sí, allí en el cuarto de Porter, éste me ofrece un cigarrillo y dice después, dirigiéndose a usted: «Usted no fuma, ¿verdad?»

«¿Cómo sabía él que usted no fumaba, cuando se suponía que era aquélla la primera vez que se encontraban? Fui un imbécil al no haberme dado cuenta en aquel preciso momento de que algo debió de haberse convenido ya previamente entre ustedes y él. ¡Por eso parecía tan nervioso aquella mañana! ¡Y yo, como un bobalicón, llevando al comandante Porter a identificar el cuerpo de Robert Underhay! ¡Muy divertido! ¿No les parece? ¿Pero a quién creen ustedes que le ha llegado ahora el turno de reírse?

Dirigió una mirada de enfado a todos los presentes y prosiguió:

—El comandante Porter debía tener todavía ciertos escrúpulos de conciencia y no le pareció bien declarar bajo juramento en una causa por asesinato contra David Hunter en que la culpabilidad del procesado iba a depender grandemente de la identificación del cadáver del asesinado.

—Me escribió comunicándome su intención de retirarse de todo este asunto —dijo pausadamente Rowley—. ¿No comprendía, el muy imbécil, que no estábamos ya a tiempo de retroceder? Me decía en su carta que prefería suicidarse a declarar en falso en un caso de asesinato y quise visitarle de nuevo para ver si encontraba el modo de introducirle un poco de sentido común en aquella mollera. La puerta de la casa estaba abierta. Subí... y ya saben ustedes con lo que me encontré. No puedo describir la sensación que yo experimenté en aquellos momentos. Me creí ya doblemente asesino... ¡Si hubiese esperado sólo unas horas...! ¡Si al menos se hubiese decidido a escucharme...!

—¿No recogió usted ningún papel, por casualidad?

—Sí. Una nota para el juez. Decía simplemente que era falso cuanto había declarado en la encuesta y que el cadáver no era el de Robert Underhay. La destruí después de leerla.

Rowley pegó un fuerte puñetazo sobre la mesa.

—¡Todo lo ocurrido me parece una horrible pesadilla! —dijo con desaliento—. Había empezado algo, y no tuve más remedio que seguir adelante. Buscaba dos cosas, recuperar mi dinero para no perder a Lynn... y encontrar el modo de hacer desaparecer a Hunter. De pronto, no sé cómo, las cartas parecieron volverse a favor de éste. No sé qué historia de una mujer, una mujer que al decir de alguien habló con Arden después de la hora en que, en principio se fijó como la presunta de su muerte. Esto es algo que todavía no he podido comprender. ¿Qué mujer? ¿Cómo pudo nadie hablar con Arden después de muerto?

—Es que no ha habido nunca tal mujer —replicó Hércules Poirot.

—Pero, señor Poirot —exclamó Lynn—, ¿no recuerda usted lo dicho por la vieja? Ella la vio. Y la oyó.

—Sí, ella vio y oyó. ¿Pero a quién? Vio a alguien en pantalones, con una chaqueta de mezclilla, la cabeza envuelta en una especie de turbante color naranja, una cara casi oculta bajo un espeso maquillaje, y todo, además, a la luz de unas mortecinas lámparas, y oyó una voz de hombre que al volver a entrar otra vez «aquella pécora» en el cuarto número 5, decía: «Lárguese usted de aquí, niña.» Todo muy ingenioso, ¿verdad, señor Hunter? —dijo volviéndose plácidamente a David.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó éste con aspereza.

—Es a usted a quien voy a contar ahora una pequeña historia. Usted fue a la posada de «El Ciervo» a eso de las nueve de la noche. No fue usted a matar, sino a pagar. ¿Qué es lo que usted se encuentra? Que el hombre que ha tratado de extraer por malas artes su dinero está tendido en el suelo, víctima al parecer de una particularísima forma de atentado. Su mente es muy rápida, señor Hunter, y al punto comprende que se halla usted en un inminente peligro. Nadie le ha visto entrar, así lo cree, y su primera idea es salir cuanto antes, coger el tren de las 9,20 para Londres, y jurar, si preciso fuera, no haber estado un solo momento por las cercanías de Warmsley Vale. Pero para poder alcanzar dicho tren, le es preciso correr a través de los campos y al hacerlo se encuentra usted inesperadamente con Lynn Marchmont. Desde allí ve el humo de la locomotora en el valle y se da cuenta de la inutilidad de su intento. También ella lo ha visto, y cuando usted le dice que son las nueve y cuarto, ella acepta su declaración sin vacilar.

»Para dejar en ella la impresión de que usted ha conseguido alcanzar el tren, apela usted a un ingenioso ardid, aunque en realidad admitiendo que habría de trazar un nuevo plan si trataba de desviar las sospechas que forzosamente habrían de recaer sobre usted. Después se dirige usted a Furrowbanks, entra usted silenciosamente en la casa valiéndose de su propia llave, procede usted a caracterizarse en forma un tanto teatral valiéndose de las prendas y pinturas de su hermana, y sale sin olvidar llevarse consigo una de sus barritas para los labios.

«Vuelve usted a la posada a una hora apropiada, consigue usted atraer la atención de la vieja que está sentada en el saloncillo de residentes, y cuyas peculiaridades son harto conocidas de todos los frecuentadores de «El Ciervo». Luego sube usted al cuarto número 5. Sale usted al pasillo cuando oye usted que aquélla se dispone a retirarse a sus habitaciones, hace que le vea de nuevo, y luego vuelve usted a entrar rápidamente diciendo en voz alta, como si fuera Arden quien hablara: «¡Haga el favor de largarse de aquí, niña!»

Poirot se detuvo.

—Muy ingenioso, ¿verdad? —recalcó.

—¿Es eso verdad, David? —gritó Lynn—. ¡Responde!

Éste se echó a reír y contestó:

—Sí, mujer. Y conste que no lo hice del todo mal. Hubieras visto la cara que puso aquel esperpento de vieja.

—¿Pero cómo puede ser que estés aquí a las diez y me telefonees desde Londres a las once?

—Las explicaciones corren a cargo del señor Poirot —observó—. Del hombre que todo lo sabe. ¿Puede usted decirnos cómo lo hice?

—Muy fácil —respondió aquél—. Usted llamó a su hermana a Londres desde una de las garitas públicas y le dio ciertas instrucciones específicas. A las once y cuatro minutos exactamente, ella pide una conferencia con el número 34 de Warmsley Vale. Cuando la señorita Marchmont acude al aparato, la empleada de la central registra la llamada y añade sin duda las consabidas palabras de «Llamada de Londres», «Habla Londres», o algo por el estilo.

Lynn asintió.

—En aquel momento Rosaleen cuelga su aparato. Usted —dijo volviéndose a David— anota cuidadosamente la hora, llama al número 34, ve que éste contesta, aprieta el botón A, dice «Le llaman de Londres» con voz ligeramente desfigurada, y a continuación empieza a hablar. El lapso de un minuto o dos en las llamadas telefónicas de estos tiempos no es extraño y, así exactamente, debió de comprenderlo Lynn.

Ésta dijo con toda calma:

—¿De modo que fue por eso precisamente por lo que me llamaste?

El tono de frialdad con que pronunció estas palabras desconcertó a David, que volviéndose a Poirot hizo un ademán de rendición.

—Veo que efectivamente lo sabe usted todo y que es inútil seguir tratando de engañarle. He de confesar que tuve miedo y que hube de devanarme los sesos buscando una solución a aquel conflicto. Después de telefonear a Lynn, caminé cinco millas hasta Desleby y allí tomé el primer tren que pasó para Londres. Pude entrar en el piso sin ser visto por nadie y a tiempo para desarreglar un poco la cama y tomar el desayuno junto con Rosaleen. No me pasó nunca por la cabeza que la policía hubiese podido sospechar de ella. Ni, como es natural, tampoco de nadie en particular. Sólo Rosaleen y yo podríamos haber tenido un motivo para matar a Arden.

—En eso precisamente —interpuso Poirot— es en lo que ha estribado nuestra gran dificultad. En la cuestión del motivo. Usted y su hermana lo tenían para matar a Arden, como toda la familia Cloade, para hacer lo propio con Rosaleen.

David replicó con acritud:

—Entonces insiste usted en que fue asesinato y no suicidio.

—¡Claro! Se trata de un crimen cuidadosamente premeditado y planeado. Alguien sustituyó por morfina el polvo que había en uno de los sellos que ella tomaba para poder dormir.

—¿Morfina? —exclamó David, frunciendo el entrecejo—. No querrá usted dar a entender que fuese Lionel Cloade quien...

—¡Oh, no! —dijo Poirot—. Meditándolo bien, cualquiera de los Cloade podía haber hecho la sustitución. La tía Kathie tiene acceso constantemente al botiquín de su marido. Rowley estuvo en Furrowbanks llevando huevos y leche. También estuvieron la señora Marchmont y el señor Jeremy Cloade. Y aun Lynn Marchmont si no me equivoco. Y todos, y cada uno de ellos, sin excepción, tenían un motivo.

—Lynn no lo tenía —aulló David.

—Dice usted que todos teníamos nuestro motivo... —dijo pensativamente Lynn.

—Sí —prosiguió Poirot—. Eso era precisamente lo que hacía el caso difícil. David Hunter y Rosaleen Cloade tenían un motivo para haber matado a Arden, y sin embargo, ninguno de los dos lo hizo. Ustedes los Cloade, en cambio, tenían motivos para matar a Rosaleen, y tampoco lo hicieron. Todo, pues, ha ocurrido como yo decía, al revés. Rosaleen Cloade ha sido asesinada por el hombre que más tenía que perder con su muerte.

Volvió ligeramente la cabeza y anunció:

—Usted fue quien la mató, señor Hunter...

—¿Yo? —exclamó sarcásticamente el aludido—. ¿Y quiere usted decirme por qué regla de tres iba yo a matar a mi propia hermana?

—Por la sencilla razón de que no lo era. Rosaleen Cloade murió en aquel bombardeo de Londres, hará aproximadamente unos dos años. La mujer a quien usted mató era una chica irlandesa llamada Eileen Corrigan, cuya fotografía acabo de recibir hoy por correo.

Añadiendo la acción a la palabra, extrajo un retrato de uno de sus bolsillos. Con la celeridad del rayo David se apoderó de él y salió disparado cerrando tras de sí la puerta con estrépito. Rowley no perdió tiempo en seguirle pisándole los talones.

Quedaron solos Lynn y Poirot.

—¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! —gritó ésta, brillándole unas lágrimas en las pupilas.

—Sí, lo es. Usted sólo quiso ver la mitad de la verdad cuando en su mente empezó a germinar la duda de que en realidad fuese su hermana. Admítalo y verá con qué facilidad encajan las piezas de este, al parecer, complicado rompecabezas. Esta Rosaleen era una católica (la esposa de Underhay no lo era), con la conciencia turbada por el remordimiento y enamorada como una tonta de David. Imagínese por un momento lo que por la cabeza de éste debió pasar aquella noche del «blitz» al ver a su hermana muerta, a Gordon Cloade agonizando... toda una vida de regalo y comodidades que se desvanecían en un instante. Luego ve a la muchacha, más o menos de la misma edad que Rosaleen, la única superviviente con excepción de su persona, y sólo inconsciente a causa de la explosión. No hay duda que ha debido hacerle el amor con anterioridad, como tampoco de que podrá, con tacto, someterla fácilmente a su voluntad. Debe de haber tenido un gran partido entre las mujeres —añadió secamente Poirot, sin mirar a Lynn, que se sonrojó súbitamente—. Es un oportunista que no desprecia modo alguno de conseguir la fortuna, e identifica a la criada como a su propia hermana. Cuando ésta vuelve en sí, se lo encuentra al lado de la cama. Un poco de adulación sirve para que ella acepte, sin esfuerzo, su nuevo papel en la vida.

»Pero imagínese su consternación al ver llegar la primera carta que Trenton escribe desde la posada. Hacía ya tiempo que en mi fuero interno venía haciéndome esta pregunta: "¿Será acaso Hunter del tipo de hombres que se dejan amilanar fácilmente por un chantajista vulgar?" Por un lado parecía sospechar que el hombre que trataba de "sablearle" fuese en realidad Robert Underhay. ¿Pero a qué continuar con la sospecha cuando su propia hermana habría podido sacarle de la duda sin temor a equivocarse? ¿Y por qué mandarla precipitadamente a Londres sin darle tiempo siquiera a echar un vistazo a aquel hombre? Sólo podía existir una razón. El temor de que, de ser Underhay, fuese él quien la viera a ella y descubriese el engaño. Sólo había una solución. Pagar y preparar la rápida huida.

»Pero de pronto el misterioso chantajista es hallado muerto en sus habitaciones y el comandante Porter identifica el cadáver como el del capitán Robert Underhay. Nunca en su vida se ha encontrado David Hunter en situación más apurada. Y lo que es aún peor: la muchacha empieza a resquebrajarse. Algo empieza a remorderle en la conciencia y da muestras de peligrosa debilidad. Tarde o temprano acabará por hacer una confesión que hará que David acabe por dar con sus huesos en la cárcel. Por otra parte, las exigencias amorosas de aquélla son cada día más apremiantes y molestas. Él se había enamorado de usted y decide terminarlas de una vez. ¿Cómo? Eliminando a Eileen. Sustituye por morfina los polvos que ha prescrito el doctor Cloade y se los hace tomar sugiriéndole cuantos temores puedan despertar en ella la sola mención del nombre de los Cloade. No recaerá sospecha alguna sobre David Hunter, pensó, ya que la muerte de su hermana habría de traer como consecuencia lógica la pérdida de su propio bienestar.

»Era ésta su carta de triunfo: la falta de motivo. Como ya le dije, este caso ha estado lleno desde su principio de paradojas y contradicciones.

Se abrió la puerta y entró el superintendente Spence.

Eh bien? —preguntó con ansia Poirot.

—Ya está encerrado —contestó aquél.

—¿Dijo algo... algo? —inquirió Lynn con voz apagada.

—Nada. Que había pasado muy buenos ratos y que para lo que le había costado, no podía quejarse.

—Es curioso —añadió el superintendente— cómo acaban por hablar, y siempre en el momento más oportuno. Y no es que yo no se lo advirtiera, pero me contestó: «Déjese de monsergas. Soy un jugador y sé cuándo he perdido la última apuesta.»

Poirot murmuró:

—«Hay una marea en la vida de los hombres cuya pleamar puede conducirlos a la fortuna...» Sí, unas veces la marea sube... pero otras baja..., y esta última puede transportarnos de nuevo al mar.

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