Capítulo XI

No sin cierta sorpresa, Rowley se decidió a abrir el sobre malva que sostenía entre las manos. «¿Quién demonios, se preguntaba, podía escribirle empleando aquella clase de papel que desde los comienzos de la guerra había desaparecido por completo?»


«Querido señor Rowley», leyó.

«Espero me perdonará la libertad que me tomo al dirigirle estas líneas, pero he creído conveniente hacerlo, pues me ocurren cosas que no dudo le ha de gustar conocerlas.»


Observó lo subrayado con curiosidad.


«Recuerde que la otra noche estuvo usted en mi casa preguntando por cierta persona. Si se sirve usted darse un salto por "El Ciervo", tendré sumo gusto en darle a usted recientes informaciones acerca de ella. Todos los de por aquí hemos comentado con disgusto la suerte que al fallecimiento de su pobre tío Gordon corrió su fortuna.

«Vuelvo a repetirle que perdone mi atrevimiento, en la seguridad de que no ha de pesarle lo que le indico.

»Suya siempre,

Beatrice Lippincott.»


Rowley se quedó mirando la misiva, su mente ardiendo en un mar de especulaciones. ¿De qué demonios querría hablar la buena Bea? Conocía a Beatrice Lippincott desde su niñez. Había comprado siempre el tabaco en la tienda de su padre y sostenido largas conversaciones con ella tras el mostrador. Aún recordaba ciertos rumores que habían corrido acerca de ella con motivo de una larga ausencia suya de Warmsley Vale. Había estado fuera cosa de un año, y a la gente le dio por decir que fue a ocultar el estado en que quedó a consecuencia de unos ilegítimos amores. Verdad o no, lo cierto es que su conducta fue siempre irreprochable y que gozaba en el pueblo de respetuosa popularidad.

Rowley consultó su reloj. Habla decidido acudir a la cita de «El Ciervo» y saber qué era lo que Beatrice estaba tan animosa de comunicarle.



Eran sólo minutos después de las ocho cuando Rowley penetraba en el mesón por la puerta que comunicaba con el salón de bebidas. Después de los consabidos saludos e inclinaciones de cabeza, se dirigió resueltamente al mostrador y pidió una cerveza. La señorita Beatrice no tardó en acercársele radiante de satisfacción.

—Me alegro de verle por aquí, señor Rowley Cloade.

—Buenas noches, Beatrice. Gracias por su mensaje.

Ella le dirigió una mirada significativa.

—Estaré con usted dentro de unos momentos, señor Rowley.

Él asintió con un ligero movimiento de cabeza, y se entretuvo en beber a cortos sorbos el contenido de su vaso mientras Beatrice acababa de servir a sus parroquianos. Luego ésta dio una señal de llamada y acudió Lily a reemplazarla en sus funciones.

Beatrice murmuró en voz baja:

—¿Quiere usted seguirme, señor Rowley?

Le condujo a lo largo de un corredor y penetraron en una pequeña habitación en cuya puerta había un rótulo que decía: «Privado». Su interior estaba exageradamente recargado con sillones de felpa, una radio, que funcionaba a toda voz, una multitud de objetos de porcelana y un pierrot, bastante desvencijado, por cierto, que parecía columpiarse sobre una de las butacas.

Beatrice Lippincott cerró la radio y ofreció a Rowley uno de sus felpudos asientos.

—Me alegro de que haya venido, señor Rowley —principió diciendo—, pues tengo que comunicarte algo que espero ha de ser para usted de sumo interés conocerlo.

Pronunciaba las palabras con una satisfacción que a las claras indicaba la gran trascendencia de cuanto habría de seguir a este significativo preámbulo.

Rowley le preguntó con discreta curiosidad:

—Bien. ¿Qué ocurre?

—Usted conoce al caballero que se hospeda en casa, ¿verdad? Me refiero al señor Arden..., aquel por quien me preguntó usted el otro día...

—Sí.

—A la noche siguiente de venir usted, apareció el señor Hunter pidiendo verle.

—¿El señor Hunter?

Esto parece interesante, debió de pensar Rowley, que se incorporó en su asiento.

—Sí, señor Rowley. Número 5, dije yo, y el señor Hunter se encaminó escaleras arriba. Como usted comprenderá, esto me sorprendió, pues creía que el señor Arden era forastero y que no conocía a nadie en Warmsley Vale. El señor Hunter venía con cara de pocos amigos, detalle al que, de momento, no presté atención.

Se detuvo para tomar aliento, mientras Rowley se limitaba a seguir escuchando sin pronunciar palabra. No era hombre que gustara de dar prisas a nadie. Quien quisiese tomar su asiento, podría hacerlo sin la menor objeción por parte de él.

Beatrice continuó con aire digno:

—Poco más tarde tuve ocasión de subir al cuarto número 4 para inspeccionar las toallas y la ropa de cama. Éste está precisamente al lado del número 5 y da la circunstancia que entre ambos existe una puerta de comunicación que no se ve desde el cuarto número 5 por estar oculta por un guardarropa que la cubre por completo. De ordinario esta puerta permanece cerrada, pero no sé por qué circunstancias aquella noche la encontré entreabierta.

Rowley seguía escuchando impasible, haciendo sólo pequeños gestos de asentimiento.

«Fue Beatrice, sin duda, quien debió abrirla —pensó—, como fue la curiosidad y no las toallas y las sábanas lo que la impulsó a subir y enterarse de lo que ocurría en el cuarto número 5.»

—Y así fue, señor Rowley, como, sin querer, hube de enterarme de toda la conversación que medió entre los dos. Créame que me hubiesen podido ahogar con un cabello...

«Un respetable cabello», pensó Rowley para sí.

Beatrice hizo una sucinta relación de cuanto había oído y Rowley escuchó con la expresión bovina que le era peculiar. Al terminar, quedóse aquélla mirándole.

Pasaron sus buenos dos minutos antes que Rowley volviera del ensimismamiento en que había quedado sumido. Después se levantó para marcharse.

—Gracias, Beatrice —dijo—. Un millón de gracias.

Y sin añadir comentario alguno, abandonó la habitación, dejando a Beatrice como un globo que de pronto empezara a desinflarse.

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