Capítulo X

Eran ya pasadas las ocho cuando Poirot llegó a la fonda. Encontró una nota de Frances Cloade suplicándole que fuese a verla, cosa que hizo sin perder un momento.

Estaba esperándole en un salón en el que no había estado nunca con anterioridad. Las abiertas ventanas daban a un murado jardín con numerosos perales ya en flor. Había floreros con tulipanes sobre las mesas. El viejo mobiliario lucía dando pruebas de su constante bruñido, y los bronces del guardafuegos y utensilios de avivar la lumbre lanzaban áureos destellos.

Era, pensó Poirot, una hermosa sala.

—Hace poco dijo usted que yo le necesitaría, señor Poirot. Tenía usted razón. Tengo que hacer una confesión y creo que es usted la persona más indicada para oírla.

—Siempre es más fácil decir las cosas a personas que de antemano las conoce, señora.

—¿Usted sabe lo que yo le voy a decir?

Poirot hizo un gesto afirmativo.

—¿Desde cuándo...?

Poirot se adelantó a contestar la preguntar que había quedado sin formularse.

—Desde el momento que vi la fotografía de su padre. Los rasgos fisonómicos parecen ser muy pronunciados en su familia, señora Cloade. Nadie dudaría del parentesco que existe entre él y usted. Y ese mismo parecido se encuentra entre el hombre que se presentó en Warmsley Vale bajo el nombre de Enoch Arden.

Ella suspiró. Más que suspiro parecía un doloroso quejido.

—Sí..., tiene usted razón, aunque el pobre Charles trataba de disimularlo con una poblada barba. Era mi primo, señor Poirot. El «garbanzo negro» de la familia. No le he tratado mucho, pero recuerdo que de niños acostumbrábamos a jugar juntos. Y ahora..., ahora soy yo la causante de su muerte brutal.

Permaneció silenciosa unos momentos, que Poirot aprovechó para decir suavemente:

—¿Quiere usted contarme...?

Frances hizo un esfuerzo para sobreponerse.

—Sí, es algo que no debo guardar por más tiempo dentro de mí. Estábamos desesperados por la falta de dinero. Ahí es donde mi historia empieza. Mi marido..., mi marido se vio de pronto en una grave dificultad. La peor que puede suceder a un hombre cuando se precia de tal, y sin más perspectiva que el escándalo, la deshonra y la prisión. Tenga usted presente, señor Poirot, que en el plan que yo tracé y llevé a ejecución, nada tuvo que ver mi marido. Era atrevido y sé que éste nunca hubiese dado su consentimiento. A mí, en cambio, me gusta jugar con el peligro. No tengo quizá sus escrúpulos. Permítame que le diga, primero, que acudí a Rosaleen para solicitar de ella un préstamo. No puedo decirle si de haberla encontrado a solas hubiese logrado mi propósito. Lo que sí sé es que llegó su hermano de muy mal temple, y que se burló de mí y me insultó, así lo creí al menos, innecesariamente. Esto acabó por exacerbarme y decidí no guardarles ya la menor consideración y seguir adelante con mi proyecto —Frances Cloade soltó un breve suspiro—. Antes de continuar quiero poner en su conocimiento que hace cosa de un año mi marido me contó una historia que había oído referir en el club. Según creo, estaba usted también allí y eso me evita el tener que repetirle ciertos detalles. De ella se desprendía que cabía la posibilidad de que el marido de Rosaleen estuviese vivo aún, cosa que, como usted comprenderá, le hubiese privado a ésta de todo derecho a disfrutar de la fortuna de Gordon. No pasaba, como digo, de ser una remota posibilidad, pero lo cierto es que se aferró a nuestros cerebros haciéndonos concebir la idea de buscar el modo de convertirla en realidad. Charles, mi primo, perseguido como siempre por la mala fortuna, se hallaba no lejos de aquí. Había estado en la cárcel. No era hombre de grandes prendas morales, pero se había portado como un héroe en la guerra. Le hice la proposición. Se trataba de un chantaje, ¡a qué negarlo!, y creí que lo peor que nos hubiese podido ocurrir era que David Hunter no se decidiese a caer en la trampa. No tenía temor alguno a la denuncia, porque sé que pájaros como ése no acostumbran a recurrir a la policía.

Su voz se hizo más dura.

—Todo parecía salir a pedir de boca. David picó el anzuelo. Charles, como es natural, no podía representar en absoluto su papel de «Robert Underhay». Rosaleen podía desenmascararle en cualquier momento. Afortunadamente la marcha de ésta a Londres dejó a Charles libre, dispuesto a llevar las diez mil libras el martes último cuando...

Su voz se quebró.

—Debíamos haber supuesto que David era un hombre peligroso. Lo cierto es que el pobre Charles ha muerto y que ya nunca más se borrará de mí la idea de que fui yo quien en realidad le asesinó.

Bajó lentamente la cabeza y calló.

—¿Fue usted también —preguntó Poirot— quien indujo al comandante Porter a que identificara a su primo como «Robert Underhay»?

—¡No! ¡Se lo juro! ¡Eso no! Nadie más sorprendida que yo cuando vimos que el comandante Porter declaraba que Charles, ¡Charles!, era Robert Underhay. No podía dar crédito a mis oídos. Aun hoy no acabo de comprender los motivos que pudieran impulsarle a mentir.

—Alguien debió haber ido a ver al comandante Porter, y le convenció, o le sobornó, para que declarara que aquél era el cadáver del capitán Underhay. ¿No lo cree usted así?

—Pero yo, no. Ni creo que tampoco Jeremy. Ninguno de los dos podíamos dar un paso semejante. ¡Casi me atrevo a esperar que eso le parecerá algo completamente absurdo! ¿Cree usted que porque no me detuve ante la idea del chantaje, tampoco me detendría ante el fraude? En mi concepto media un abismo entre ambas acciones. En conciencia, nos correspondía una parte de la fortuna de Gordon y estaba decidida a hacer prevalecer nuestros derechos fuese como fuese, ¡a las buenas o a las malas! Pero de eso a fabricar pruebas para despojar a Rosaleen de lo que en justicia pudiese corresponderle... ¡Oh, no, no, señor Poirot! ¡Yo no sería capaz de una cosa así! ¡Créame, se lo suplico!

—Habré de admitir, al menos —dijo pausadamente Poirot—, que cada cual tiene su modo peculiar de pecar. La creo, señora.

Después la miró con fijeza.

—¿Sabe usted, señora Cloade, que el comandante Porter se ha pegado un tiro esta misma tarde?

Frances se echó hacia atrás con un gesto de terror en la mirada.

—¡Oh, no, señor Poirot! ¡No!

—Sí, señora. El comandante Porter, como usted ve, era au fond una buena persona. Estaba económicamente con el agua al cuello y cuando la ocasión se presentó, no pudo resistir la tentación de aprovecharla. Como muchos, creería que el derecho a la vida era una plena justificación moral para gran parte de sus actos. Debía tener en su mente un serio prejuicio contra la mujer con quien se casara su amigo Underhay. Consideraba que el trato que había dado a éste dejaba mucho que desear. Y ahora, esta pequeña vampiresa sin entrañas se había casado con un millonario y logrado su fortuna con grave detrimento de los intereses de todos sus familiares. Había llegado la ocasión de poder poner unas cuantas chinitas en su camino, bien merecidas por cierto, y no quiso desaprovecharla, máxime cuando esto podría redundar en su propio beneficio. Cuando los Cloade recuperaran sus derechos, pensaría, él no dejaría de tener su parte... Sí, comprendo, la tentación. Pero como muchos de su tipo, carecía de imaginación. Se mostró abatido, muy abatido, en la encuesta. Cualquiera podía notarlo. En plazo no muy lejano tendría que volver a repetir la mentira, y esta vez bajo juramento. No sólo eso; un hombre había sido arrestado y acusado de asesinato, y la identificación del cadáver podía constituir una prueba poderosa en que poder sustentarse su acusación. Se fue a su casa, meditó fríamente la situación y escogió el único camino que a su juicio le quedaba por seguir.

—¿Dice usted que se pegó un tiro?

—Sí.

Frances murmuró.

—¿Y no dijo quién... quién?

Poirot movió la cabeza lentamente de un lado para otro.

—Tenía su código de honor. No había ninguna referencia en cuanto a la persona que podía haberle instigado a cometer un perjurio.

Mientras hablaba no cesó de observar a Frances. Hubo un instante en que pareció ver en ella como un destello de alivio o de relajamiento en la tensión. De todos modos, pensó, hubiese sido lo más natural.

Ella se levantó y dirigióse a la ventana.

—Así, pues, volvemos a estar donde estábamos —dijo.

Poirot se afanaba por adivinar lo que bullía en el cerebro de aquella mujer.

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