Capítulo XIII

Tardaron sólo cinco minutos en llegar a Furrowbanks. La vereda del extenso jardín de la casa serpenteaba por un declive cuidadosamente bordeado por una espesa hilera de rododendros. Gordon Cloade no había economizado trabajo ni dinero alguno para convertir a Furrowbanks en un verdadero rincón de ensueño. La doncella que salió a responder a su llamada quedó sorprendida al verlos y manifestó su duda sobre la posibilidad de que pudiesen ver a la señora Cloade. La señora, dijo, no se había levantado todavía. Sin embargo, les condujo a la sala, y se fue escaleras arriba con el mensaje de Poirot.

Éste miró a su alrededor. Estaba haciendo un estudio comparativo entre esta sala y la que poseía Frances Cloade, tan íntima y tan en consonancia esta última con el carácter de su dueña. La sala de Furrowbanks era estrictamente impersonal, sólo hablaba de lujo, asociado, no obstante, a un impecable buen gusto. Gordon Cloade sólo se había cuidado de que todo lo que hubiese en la habitación fuese de la mejor calidad y de indiscutible valor artístico. No había en ella signo alguno de selectividad, o de inclinación personal de su ocupante. Rosaleen Cloade no había estampado en el lugar muestras de su capricho o individualidad.

Había vivido en Furrowbanks con el mismo despego hacia cuanto le rodeara que hubiese mostrado un turista cualquiera alojado en un hotel como el Ritz o el Savoy.

—Me gustaría saber —pensó Poirot— si las otras...

Lynn rompió la cadena de sus pensamientos preguntándole qué pensaba y qué era lo que le hacía parecer tan preocupado.

—El fruto del pecado, señorita, dicen que es la muerte. Aunque veo que, a veces, es también el lujo y el bienestar. ¿Pero valdrá esto, en realidad, la pena de desviar el curso de una vida? ¿De...?

Cortó sus razonamientos al ver a la doncella que, olvidando toda su compostura, bajaba las escaleras con cara de terror y entraba en la sala balbuceando ininteligiblemente unas palabras.

—¡Oh, señora Marchmont! ¡Oh, caballero...! La señorita... arriba... creo que está muy mal. No habla. No he podido despertarla... ¡Y tiene las manos muy frías!

Poirot giró sobre sus talones y salió precipitadamente de la habitación seguido de la doncella y Lynn, y subió las escaleras y entró en un cuarto con la puerta abierta que aquélla señaló y que cerró cuidadosamente tras de sí tan pronto como todos estuvieron en su interior.

Era un espacioso y elegante dormitorio. El sol entraba a torrentes por una de las ventanas iluminando unas artísticas alfombras que cubrían casi totalmente el suelo.

Sobre una cama de madera yacía Rosaleen, dormida al parecer. Su cabeza estaba ligeramente inclinada sobre la almohada y unas largas y oscuras pestañas parecían acariciar suavemente sus mejillas. Una de sus manos estrujaba con fuerza un pañuelo y en su cara, en general, había una expresión de placidez de niño que se queda dormido tras un prolongado llanto.

Poirot cogió una de sus manos con objeto de tomarle el pulso. Estaba fría como el hielo.

—Debe de llevar así ya unas horas —le dijo a Lynn—. Murió seguramente mientras dormía.

—¡Oh, señor! ¿Y qué cree usted que debemos hacer ahora? —exclamó la doncella, rompiendo a sollozar.

—¿Quién era su doctor?

—El tío Lionel —respondió Lynn.

—Telefonee inmediatamente al doctor Cloade —dijo Poirot a la doncella.

Salió ésta con los ojos aún llenos de lágrimas y Poirot empezó a inspeccionar la habitación. Había una pequeña cajita de cartón sobre la mesilla de noche con la siguiente inscripción: «Para tomar una en el momento de acostarse.» Abrió la caja envolviéndola primero con un pañuelo. En su interior quedaban aún tres sellos. Se dirigió después a la chimenea y luego a una mesita escritorio. La silla había sido empujada a un lado. Sobre aquélla había una carpeta abierta y en ella una hoja de papel emborronada con una serie de garabatos que recordaban la escritura de un niño de pocos años. Decía así:


«No sé qué hacer... No puedo seguir así por más tiempo... He sido tan mala... Tengo que confesarlo todo a alguien y recuperar la tranquilidad... Empezaré diciendo que no fue nunca mi idea hacer mal a nadie. No sabía siquiera lo que iba a ocurrir. Debo ponerlo todo por escrito...»


Las palabras terminaban con una línea parecida a un prolongado guión. La pluma seguía donde seguramente había sido abandonada. Poirot volvió a releer el contenido del papel mientras Lynn, al lado de la cama, seguía contemplando a la muerta.

De pronto la puerta se abrió con estrépito y David Hunter entró jadeante en la habitación.

—¡David! —exclamó Lynn—. ¡Te han soltado al fin! ¡No sabes cuánto me alegro!

Sin hacer caso de sus palabras, la apartó con brusquedad y se inclinó sobre la pálida figura de Rosaleen.

—¡Rosa! Rosaleen... —gritó.

Tocó su mano yerta y después se volvió a Lynn con ojos encendidos por la cólera.

—¡Por fin la habéis matado! ¿verdad? —dijo, acentuando deliberadamente sus palabras—. ¡Por fin os habéis desembarazado de su carga! Primero lo hicisteis conmigo tratando de enviarme a la horca con una serie de pruebas muy hábilmente preparadas y ahora, entre todos, habéis conseguido también eliminarla a ella. ¿O acaso ha sido la obra de uno solo? ¡No me importa quién! ¡Lo cierto es que la habéis matado! ¡Queríais su cochino dinero, ya lo tenéis! ¡Ya sois ricos, pandilla asquerosa de asesinos! No fuisteis capaces de matarla mientras estuve a su lado, pero al verla sola e indefensa comprendisteis que había llegado vuestra oportunidad... ¡y supisteis aprovecharla!

Se detuvo unos instantes y añadió con voz baja y temblorosa:

—¡Asesinos!

—¡No, David! —gritó Lynn—. Estás en un error. No hay ninguno de nosotros que sea capaz de una bajeza semejante.

—Uno de vosotros la mató, Lynn Marchmont. ¡Lo sabes tan bien como yo!

—Te lo juro, David. Te lo juro que no hay uno solo de mi familia que sea capaz de una cosa así.

La fiereza de su mirada pareció atenuarse un tanteo.

—Quizá no hayas sido tú, Lynn...

—No digas quizá. ¡No he sido yo, David, te lo juro!

Hércules Poirot se adelantó unos pasos y tosió significativamente. David se volvió hacia él.

—Creo —dijo Poirot— que exagera usted un poco la nota de su dramatismo. ¿Por qué saltar a la conclusión de que su hermana fue asesinada?

—¿Quiere usted decir que no lo fue? ¿Llama usted a esto —dijo señalando el cuerpo que yacía sobre la cama— una muerte natural? Rosaleen sufría de los nervios, pero tenía una constitución envidiable.

—Ayer noche —añadió Poirot— estuvo aquí escribiendo antes de acostarse...

David se dirigió a la mesa y se inclinó sobre la hoja

de papel.

—No lo toque —le advirtió Poirot.

David leyó lo escrito.

Después levantó la cabeza y dijo, mirando inquisitivamente a Poirot.

—¿Está usted sugiriendo, por casualidad, la idea de suicidio? ¿Por qué había de suicidarse Rosaleen?

La voz que respondió a esta pregunta no fue la del detective. Fue la del superintendente Spence, cuya voluminosa figura acababa de dibujarse en el marco de la puerta.

—Supongamos que la señora Cloade no estuviese en Londres el martes, como usted dijo, sino en Warmsley Vale. Supongamos también que había ido a visitar al hombre que trató de hacerle un chantaje. Y supongamos por fin, que en un acceso de furor lo matase.

David le miró con ojos congestionados por la cólera.

—Mi hermana estuvo en Londres el martes por la noche y allí la encontré yo a las once.

—Sí —replicó Spence—. Eso es lo que usted dice, señor Hunter. Y estoy seguro que usted se aferrará como una sanguijuela a su historia. Pero eso no quiere decir que los demás estemos obligados a admitirla. De todos modos —dijo señalando al cuerpo exánime de Rosaleen—, nada se puede hacer. Este caso ya no podría encomendarse a los Tribunales de Justicia.

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