Capítulo VI

Poirot abandonó la Comisaría de Policía profundamente preocupado. A medida que caminaba, sus pasos iban haciéndose cada vez más lentos. Al llegar a la Plaza del Mercado, se detuvo y miró a su alrededor. Allí estaba la casa del doctor Cloade con la deslustrada placa sobre la puerta, y un poco más allá la oficina de Correos. Al otro lado, la de Jeremy Cloade, y frente a Poirot, y un tanto retirada, la Iglesia Católica Romana, modesta, pero humilde violeta, comparada con el agresivo esplendor de la Santa María, que se erguía arrogante en medio de la plaza como proclamando la supremacía de la religión protestante.

Movido por un impulso, Poirot se encaminó por el sendero que conducía a la Iglesia Católica, y quitándose el sombrero penetró en su interior. Hizo una genuflexión frente al altar y se arrodilló tras una de las sillas. Sus rezos fueron interrumpidos por el sonido de unos sofocados sollozos.

Volvió la cabeza. Al otro lado del pasillo estaba arrodillada una mujer vestida con oscuro ropaje y la cara hundida en las palmas de las manos. Poco después se levantó, y con ojos enrojecidos aún por el llanto, se dirigió hacia la puerta. Poirot la siguió visiblemente interesado. Había reconocido en ella a la persona de Rosaleen Cloade. Se detuvo en el pórtico, tratando, sin duda, de recobrar su compostura, y fue allí donde Poirot se le acercó.

—¿Puedo ayudarle en algo, señora? —le preguntó con delicadeza.

No sólo no mostró sorpresa por la intromisión, sino que contestó con la simplicidad de un niño a quien domina una profunda congoja:

—No. No hay nadie que pueda ayudarme.

—Se encuentra usted en grave apuro, ¿no es así?

—Se han llevado a David... y me he quedado completamente sola. Dicen que fue él quien mató a... ¡y eso no es verdad! ¡No es verdad!

Se quedó mirando a Poirot y añadió:

—Usted estaba hoy en el juzgado, ¿no es cierto? Sí recuerdo haberle visto allí.

—Sí, estuve, y ahora me consideraré el hombre más dichoso si puedo ayudarle en algo, señora.

—Tengo miedo. David me dijo que yo estaría segura mientras él estuviese a mi lado. Pero ahora no está y... Me dijo que todos deseaban mi muerte. ¡Es horrible tener que oír estas cosas, pero que es la pura verdad!

—Vuelvo a repetirle que estoy gustosamente a su servicio, señora.

—Gracias, pero nadie puede ya ayudarme. Ni siquiera me queda el consuelo de poderme confesar. Tengo que cargar sola con todo el peso de mi maldad. Estoy dejada de la mano de Dios.

—Dios nunca abandona a sus hijos, señora —le dijo cariñosamente Poirot—. Eso lo sabe usted muy bien, hija mía.

De nuevo miró a Poirot con ojos angustiados y melancólicos.

—Tendría, primero, que confesar mis pecados... ¡Si sólo pudiese hacerlo!...

—Usted vino a la Iglesia precisamente para eso..., ¿no es así?

—Vine sólo para buscar un consuelo en la fe. ¿Pero qué consuelo puedo esperar si soy una pecadora?

—Todos somos pecadores.

—Pero tendría que arrepentirme... Tendría primero que decir...

Se volvió a tapar la cara con las manos.

—¡...las mentiras que me he visto obligada a decir!..

—¿Dijo usted alguna mentira acerca de su marido? ¿Acerca de Robert Underhay? Fue éste quien en realidad fue asesinado en «El Cuervo», ¿no es cierto?

Ella se enderezó súbitamente y miró con cautela y suspicacia a Poirot.

—¡No era mi marido! —dijo con acritud—. ¡Ni siquiera se le parecía!

—¿Dice usted que el muerto no se parece a su marido?

—No —contestó ella en actitud de reto.

—Entonces, dígame, ¿cómo era su marido?

Los ojos de Rosaleen se clavaron unos instantes en los del detective. Sus facciones se endurecieron.

Y gritó:

—¡No quiero seguir hablando con usted!

Y añadiendo el dicho al hecho, se alejó a lo largo del sendero en dirección a la plaza.

Poirot no intentó seguirla. Se limitó a mover significativamente la cabeza y a sonreír con satisfacción.

—¡Ah, vamos! —dijo—. ¿Con que ésas tenemos, eh?

Y siguió lentamente por el mismo camino tomado por Rosaleen.

Al llegar a la plaza, y tras un momento de vacilación, decidió remontar la High Street hasta llegar a la posada de «El Ciervo», cuyo edificio casi lindaba con las primeras huertas de las afueras.

En la puerta de ésta se encontró a Rowley Cloade y Lynn Marchmont. Poirot miró a la muchacha con interés. Hermosa mujer, pensó. E inteligente, sin duda. No precisamente del tipo que a él le gustaban. Prefería algo más suave, más femenino. Lynn Marchmont, en su opinión, tenía un marcado sabor moderno, aunque también hubiera podido considerarla como una de las llamadas de la corte «isabelina». Mujeres que pensaban por cuenta propia, que empleaban un lenguaje bastante libre y que sólo admiraban la temeridad y la audacia en el hombre.

—Estamos muy agradecidos a usted, señor Poirot —dijo Rowley—. Me gustaría saber cómo hace usted esos juegos de manos.

«¡Y no había sido otra cosa, en realidad —pensó Poirot—, que un sencillo juego de manos que consistía en conocer una respuesta antes de que se hubiese hecho la pregunta! Comprendí que para el ingenuo Rowley la aportación de Porter, extraída a su entender poco menos que de la nada, tenía tanta importancia como los conejos que un habilidoso prestidigitador pudiese extraer del fondo de uno de sus mágicos sombreros.»

Poirot no trató de aclararle el misterio. Era humano, después de todo, que un mago no revelase a un auditorio sus secretos.

—Lynn y yo le estaremos eternamente agradecidos —añadió Rowley.

Pero Lynn no parecía, a juicio de Poirot, participar de ese entusiasmo. Había huellas de insomnio en sus ojos y un movimiento nervioso en sus dedos, que no cesaban de frotarse y entrelazarse unos con otros.

—Esto ha de poner una gran diferencia en nuestra futura vida matrimonial —dijo Rowley Cloade.

—¿Cómo lo sabes? —contestó Lynn con acritud—. Quedan todavía una infinidad de detalles por resolver.

—¿Van ustedes a casarse? ¿Cuándo?

—En junio.

—¿Y llevan ustedes mucho tiempo prometidos?

—Casi seis años —contestó Rowley—. Lynn acaba de licenciarse de las «Wrens».

—¿Está acaso prohibido casarse en las «Wrens»?

Lynn contestó brevemente:

—Estuve en el servicio de ultramar.

Poirot se dio cuenta de un súbito fruncimiento en las facciones de Rowley, que añadió a continuación:

—Será mejor que nos despidamos, Lynn. Estamos entreteniendo al señor Poirot y quizá desee prepararse para volver a la ciudad.

Poirot respondió sonriente:

—Es que no pienso volver a la ciudad.

—¿Cómo?

Rowley quedó como petrificado.

—Voy a quedarme aquí, en «El Ciervo», por unos días.

—Pero..., pero, ¿por qué?

C'est un beau paysage —dijo plácidamente Poirot.

—Sí, comprendo... —interpuso vacilante Rowley—. Pero... ¿no tiene usted trabajo, acaso?

—Sí, pero tengo también unos ahorritos —añadió—, y éstos me permiten no tener necesidad de ejercitarme con exceso. Puedo disponer libremente de mi tiempo y dejarme llevar por mi imaginación que, dicho sea de paso, me arrastra en estos momentos en dirección a Warmsley Vale.

Vio a Lynn Marchmont levantar la cabeza y quedársele mirando fijamente. Rowley, creyó, parecía visiblemente preocupado.

—Usted juega al golf, ¿verdad? —preguntó éste—. Si es así, tiene usted un magnífico hotel en Warmsley Heath. Esa fonda no es un lugar recomendable para un hombre como usted.

—Mi interés —insistió Poirot— está centrado precisamente en Warmsley Vale.

Lynn dijo entonces:

—Vámonos, Rowley.

Éste la siguió de mala gana. Al llegar a la puerta se detuvo, y retrocediendo rápidamente, se acercó de nuevo a Poirot.

—Han arrestado a David Hunter después de la encuesta —le dijo en voz baja—, ¿cree usted que está bien lo que han hecho?

—No tenían otra alternativa, mademoiselle, después de haber oído el veredicto.

—He querido decir si usted le cree culpable.

—¿Y usted, qué cree? —replicó Poirot.

La llegada de Rowley puso fin al diálogo y la cara de Lynn volvió a recuperar su impavidez.

—Adiós, señor Poirot —murmuró—. Espero que volveremos a vemos.

—Ahora lo dudo —dijo Poirot para sí.

Después, y previo convenio con la señorita Beatrice Lippincott de quedarse con uno de los cuartos, volvió a salir. Sus pies le llevaron esta vez a la casa del doctor Lionel Cloade.

—¡Oh! —exclamó la «tía Kathie», retrocediendo un paso al abrir la puerta—. ¡El señor Poirot!

—A su servicio, madame —Poirot se inclinó—. He venido a presentarle mis respetos.

—Ha sido usted muy amable en venir a vernos. Bien... ¿qué hace usted aquí parado? Pase y siéntese. Espere... Quitaré de aquí este libro de madame Blavatsky... ¿Una tacita de té? Le advierto que las pastas no son muy buenas. Hubiese querido ir a comprarlas a la casa Peacock, pero esa dichosa encuesta ha acabado por trastornarnos la rutina de todos los menesteres caseros, ¿no lo cree usted así?

Poirot se limitaba a admitir cuanto ella decía.

Se le había antojado que la noticia de su permanencia en Warmsley Vale no le había hecho mucha gracia a Rowley Cloade. Los modales de la «tía Kathie» tampoco parecían acomodarse al característico ritual que acompaña siempre a una bienvenida. Le miraba con aire de estar casi al borde del colapso. Inclinándose misteriosamente a su oído, murmuró unos instantes con acento de conspiradora:

—Espero que no dirá usted nada a mi marido acerca de mi consulta sobre..., ¡vamos, sobre lo que ya usted sabe!

—Mis labios están sellados, señora.

—Quiero decir que..., que no tenía la menor idea en aquel momento de que ese trágico Robert Underhay pudiese aparecer de pronto en Warmsley Vale. Todavía me parece una coincidencia demasiado extraordinaria.

—Hubiera sido más sencillo que el «tablero de invocaciones» le hubiese guiado directamente a la posada de «El Ciervo», ¿no le parece?

La sola mención del «tablero de invocaciones» le hizo alegrar el semblante.

—La forma cómo se suceden las cosas en el mundo de los espíritus es a veces incomprensible —dijo—. Pero creo que todo ello tiene siempre una finalidad. ¿No cree usted que cuanto acontece en la vida obedece siempre a un motivo?

—¡Claro, señora! Aun el hecho de estar yo aquí sentado en estos momentos obedece a un motivo.

—¿Ah, sí? —la señora Cloade quedó un tanto perpleja—. Sí, sí, lo supongo... Estará usted aquí de paso para Londres, ¿verdad?

—No. Pienso quedarme unos cuantos días en Warmsley Vale. En la posada de «El Ciervo».

—¿En la posada de «El Ciervo»? Pero si es ahí precisamente donde... Pero, señor Poirot, ¿cree usted que es aconsejable lo que va usted a hacer?

—He sido guiado precisamente a esa posada —dijo solemnemente el detective.

—¿Guiado? ¿Qué quiere usted decir?

—Guiado por usted.

—Pero si yo nunca di a entender... quiero decir que nunca tuve idea de... ¡Es todo tan fúnebre! ¡Tan!... ¿No lo cree usted así?

Poirot movió la cabeza tristemente y con amabilidad replicó:

—He estado hablando con Rowley Cloade y la señorita Marchmont. Tengo entendido que piensa casarse dentro de poco.

La atención de la «tía Kathie» se desvió de pronto.

—Oh, Lynn! —exclamó—. ¡Lynn es una muchacha angelical! Y luego tan lista y tan ordenada. ¡Lo contrario precisamente que yo! ¡Cuánto daría por tener una muchacha como Lynn a mi lado! Merece ser feliz. Rowley, hay que reconocerlo, es un buen muchacho en toda la extensión de la palabra, pero... ¿cómo diré yo?... un poco insulso para una mujer que ha visto tanto mundo como Lynn. Rowley, como usted sabe, pasó los años de la guerra pegado a su terruño. No porque fuera un cobarde, ¡nada de eso!, sino porque es un hombre de ideas hasta cierto punto limitadas.

—Seis años de relaciones es prueba de mutuo afecto.

—¡Y que usted lo diga! Pero estas muchachas de ahora, cuando vuelven a casa, están siempre inquietas, y si da la casualidad de que se encuentran con alguien, alguien que haya llevado una vida azarosa...

—¿Como David Hunter, por ejemplo?

—Que conste que no hay nada entre ellos, ¿eh? —se apresuró a interponer la «tía Kathie»—. Absolutamente nada. Estoy segurísima de ello. Hubiera sido horrible enamorarse de un hombre que después resultase ser un asesino. ¡Oh, no, señor Poirot! No se vaya usted con la idea de que pueda existir algo entre Lynn y David. Al contrario. Estaban siempre como perro y gato. Lo que yo he querido decir es... ¡espere!, creo que es mi marido el que viene. Por favor, señor Poirot, no se olvide usted de mi advertencia: ni la más insignificante alusión a nuestra primera entrevista. Mi pobre marido sufre tanto cuando... ¡Oh, Lionel, cariño!, aquí te presento al señor Poirot, que tan habilidosamente consiguió que el comandante Porter viniese a ver el cadáver.

El doctor Cloade parecía cansado y huraño. Sus ojos, de un azul pálido y pupilas de un brillo febril, vagaban distraídamente de un objeto a otro de la habitación.

—¿Cómo está usted, señor Poirot? —dijo—. ¿De marcha ya para la ciudad?

«Mon Dieu! —pensó para sí—. Otro que por lo visto tiene prisa en facturarme para Londres.» Y en voz alta añadió plácidamente:

—No, pienso permanecer todavía dos o tres días en «El Ciervo».

—¿En «El Ciervo»? ¿La policía, acaso, le ha pedido que se quede?

—No. Ha sido una idea completamente mía.

—¿Ah, sí?

De los ojos del doctor pareció brotar una inquisitiva mirada.

—¿No está usted satisfecho, quizás? —añadió, con interés.

—¿Qué es lo que le hace pensar eso, doctor Cloade?

Gorjeando algo acerca del té, la señora Cloade abandonó la habitación.

—Usted tiene el presentimiento —añadió el doctor— de que ha habido algún error en el curso de esta encuesta, ¿verdad?

Poirot quedó sorprendido.

—Es curioso que sea usted precisamente quien lo diga —contestó—. ¿No será usted, acaso, quien participa de esa misma opinión?

—No. Quizá se trate sólo de una sensación de falta de verismo. En los libros leemos que los chantajistas suelen ser siempre vapuleados, pero... ¿ocurre eso mismo en la vida? Aparentemente, la respuesta es que sí.

—¿Hay algo, en el aspecto médico, que a su juicio no sea enteramente satisfactorio? Tenga en cuenta que mi pregunta no tiene carácter oficial.

—No, no lo creo —contesto el doctor después de meditar unos instantes.

—¿No? Pues yo sí.

Cuando quería, la voz de Poirot parecía adquirir una cualidad casi hipnótica. El doctor Cloade frunció el entrecejo y añadió con tono vacilante:

—Claro que yo no tengo experiencia en casos judiciales, y que el dictamen médico no tiene el hermetismo que muchos se figuran. Somos falibles, como también lo es la medicina. ¿Qué es un diagnóstico? Una mera suposición basada en conocimientos insuficientes y en ciertos síntomas, indefinidos las más de las veces, que nos conducen a mil variadas suposiciones. Quizá yo esté bastante acertado en diagnosticar un sarampión porque en el curso de mi vida he visto centenares de casos de esa enfermedad y conozco, casi al dedillo, la variada gama de sus signos y síntomas. Pero difícilmente encuentra usted lo que a los libros les ha dado por llamar «el caso típico» del sarampión. He tenido también otras curiosas experiencias: he visto el caso de una mujer que a punto de ser operada de apendicitis se encontró con que lo que en realidad tenía era un paratifus. También el de un niño con una afección en la piel y diagnosticado por un joven y concienzudo doctor como de un caso grave de insuficiencia vitamínica, ¡y luego un veterinario de la localidad demuestra a su madre que todo es debido al contagio de un herpes que tiene el gato con el que el niño acostumbra a jugar! Los doctores, como todos los demás, son siempre victimas de la idea preconcebida. Aquí tenemos el caso de un hombre, obviamente asesinado, y a quien se encuentra tumbado en el suelo con unas pesadas tenazas junto a él; parecía ilógico suponer que hubiese sido golpeado con otra cosa que no hubiese sido el mencionado instrumento. Y, sin embargo, hablando en el supuesto de una completa inexperiencia en cabezas machacadas, yo hubiera sospechado algo completamente diferente, de algo no tan liso y redondo como los pomos del mango de las tenazas, de algo... ¡no sé cómo decirlo...! Algo que tuviese un borde afilado... Un ladrillo, pongo por ejemplo.

—Usted no dijo nada de eso en el sumario.

—No, porque en realidad no pasa de ser una mera suposición. Jenkins, el cirujano de la policía, quedó satisfecho y su opinión es la que cuenta en este caso. Pero ahí está la idea preconcebida: las tenazas que se encuentran al lado del cuerpo. ¿Pudieron haberse inferido las lesiones con aquella arma? Claro que sí. Pero si a usted se le hubiesen enseñado sólo las heridas y se le hubiese preguntado qué era lo que podía habérselas causado..., no sé..., creo que le habría sido difícil contestar a menos que se imaginase a dos personas distintas, una pegándole con el ladrillo y otra con las tenazas.

El doctor hizo una pausa, miró a Poirot y movió la cabeza con visibles muestras de disgusto.

—No sé qué decirle más —concluyó.

—¿No podía haberse caído contra un objeto cortante?

—Estaba boca abajo en el centro de la habitación y sobre una antigua alfombra de Axminster.

Se detuvo al oír los pasos de su esposa.

—Ahí está ya Kathie con sus brebajes —exclamó con un bufido.

«La tía Kathie» entró balanceando una bandeja totalmente cubierta de tazas y potes, medio pan y un poco de jalea, de aspecto nada recomendable, y que había que mirar con lente en el fondo de una descomunal dulcera.

—Creo que está todavía caliente —dijo levantando con cuidado la tapa de la tetera y escudriñando en su interior para cerciorarse.

El doctor Cloade bufó de nuevo y murmuró entre dientes:

—¡Porquerías!

Y sin hacer más comentarios, abandonó la habitación.

—¡Pobre Lionel! Tiene los nervios desquiciados desde la guerra. Ha trabajado con exceso. Con tantos doctores en el frente, no tenía punto de reposo. No sé cómo está vivo siquiera. Claro que esperaba retirarse tan pronto como viniese la paz. Estaba ya todo convenido con Gordon. Su afición, ¿sabe usted?, es la Botánica, con preferencia las hierbas medicinales que empleaban en la Edad Media. Está escribiendo un libro acerca de ellas. Esperaba haber podido disfrutar de tranquilidad y haberse dedicado a las investigaciones científicas. Pero, después, cuando Gordon murió de la forma que murió... Usted sabe muy bien cómo están las cosas, señor Poirot. Todo son impuestos. El pobre no ha podido retirarse como quería, y esto ha acabado de amargarle. Es injusto, ¿no lo cree usted así? Eso de que Gordon muriera sin testar, hizo tambalear mi fe. No le vi ninguna finalidad. Me pareció todo, ¿cómo lo diré?, una equivocación.

Lanzó un profundo suspiro que pareció aliviarla un tanto.

—Pero he recibido reiteradas promesas del Más Allá: «Ten coraje y paciencia», me han dicho, «y encontrarás el modo de resolver tu situación». Y realmente, cuando el simpático comandante Porter se adelantó hoy a declarar de aquella manera tan convincente que el cadáver no era otro que el de Robert Underhay, comprendí que al fin había conseguido encontrar el modo. Es admirable, ¿verdad, señor Poirot?, cómo todo acaba por resolverse satisfactoriamente.

—Hasta el propio asesinato —murmuró Poirot.

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