Capítulo IX

Equipado con las necesarias credenciales de Jeremy Cloade, Poirot logró obtener contestación a sus preguntas. Todas eran concluyentes. La casa había quedado totalmente destruida. El solar se había limpiado recientemente con vistas a la reconstrucción. No había habido supervivientes, con excepción de David Hunter y la señora Cloade. Los tres criados de la casa: Frederick Game, Elisabeth Game y Eileen Corrigan, habían muerto instantáneamente. Gordon salió con vida, pero murió camino del hospital sin recuperar el conocimiento. Poirot tomó nota de los nombres y direcciones de los parientes más cercanos de la servidumbre.

—Es posible —dijo— que alguno de éstos haya hecho comentarios entre sus amigos que puedan conducirnos a informaciones de las que tan faltos andamos.

El paso siguiente lo dio Poirot en dirección a la casa en que vivía el comandante Porter. Recordaba, por declaración espontánea de éste, que había sido uno de los encargados de la Defensa Pasiva y que bien pudiera ser que hubiese estado de guardia aquella noche y que supiese algo del incidente de Sheffield Terrace.

Tenía además otros motivos que le impulsaban a ir a ver al comandante Porter.

Al volver la esquina de la calle Edge, se sorprendió de ver a un policía de uniforme plantado precisamente en la escalerilla de la casa que él pretendía visitar. Un grupo de curiosos, niños en su mayoría, se agolpaban frente a la puerta. El corazón de Poirot latió con sobresalto al interpretar los signos que éstos hacían.

—No se puede entrar aquí, caballero —dijo.

—¿Qué ha ocurrido?

—No es usted de la casa, ¿verdad?

Poirot movió la cabeza negativamente.

—¿A quién deseaba usted ver, si puede saberse?

—A un señor a quien llaman el comandante Porter.

—¿Es usted amigo suyo?

—No, estrictamente, lo que pudiese llamarse un amigo, ¿por qué?

—Porque tengo entendido que ese caballero se ha pegado un tiro. ¡Ah! Aquí parece que viene el inspector.

La puerta se había abierto, y dos figuras aparecieron en su marco. Una era la del inspector local, y la otra la del sargento Graves, del recinto de Warmsley Vale. Éste reconoció a Poirot e hizo la presentación.

—Pase usted, señor Poirot —dijo el inspector.

Los tres volvieron a entrar en la casa.

—Recibimos una llamada telefónica —explicó el sargento Graves—, y el superintendente Spence me envió a que recogiera informes.

—¿Suicidio?

—Sí —contestó el inspector—. Un caso clarísimo. No sé si el haber declarado en la encuesta debió perturbar también su cerebro, pero tengo entendido que estaba atravesando una situación económica bastante crítica. Se mató con su propio revólver.

—¿Está permitido subir? —preguntó.

—A usted sí, no faltaba más. Acompañe usted al señor Poirot, sargento.

—Sí, señor.

Graves le condujo al primer piso. Estaba todo como Poirot lo dejara la última vez que lo vio; las desgastadas alfombras, los libros... El comandante Porter estaba sentado en el espacioso sillón. Su actitud era perfectamente natural. Su brazo derecho pendía a lo largo del cuerpo sobre la alfombra; directamente debajo de él estaba el revólver. En el ambiente flotaba todavía el acre olor de la pólvora.

—Creen que esto ocurrió hará unas dos horas —siguió explicando Graves—. Nadie oyó el disparo. La dueña de la casa estaba fuera.

Poirot contemplaba con las cejas fruncidas la inmóvil figura y la chamuscada piel que rodeaba el pequeño orificio abierto en la sien.

—¿Tiene usted alguna idea de los motivos que pudieron impulsarle a cometer una cosa así? —preguntó el sargento.

Tenía un cierto respeto por Poirot, por la deferencia con que el superintendente siempre le trataba, pero en su fuero interno le consideraba sólo como uno de esos misteriosos charlatanes que todo lo creen saber.

Poirot le respondió como ensimismado:

—Sí..., sí. Hubo un motivo poderoso. Eso salta a la vista.

Su mirada se dirigió a una pequeña mesa que daba al lado izquierdo del comandante. Sobre ella había un sólido cenicero de cristal, una pipa y una caja de palitos fosfóricos. Nada en resumen. Sus ojos siguieron recorriendo la habitación. Después se detuvieron en un abierto «buró».

Los papeles estaban en sus correspondientes casilleros. Una pequeña carpeta con armazón de cuero ocupaba el centro de la mesa. A un lado, una bandejita de metal con una pluma y dos lápices, y al otro una caja de «clips» y un libro de sellos.

Todo en la habitación revelaba el espíritu de meticulosidad y orden de su ocupante.

Y, sin embargo, algo faltaba, pensó Poirot. ¿Qué? ¡Ah, sí...!

—¿No dejó alguna nota, o carta, para el juez?

Graves movió la cabeza negativamente y dijo:

—No. Era lo menos que podía esperarse de un ex oficial del ejército.

—¡Es curioso! —exclamó Poirot.

Era extraño, verdaderamente, que un hombre metódico como el comandante Porter no hubiese dejado siquiera una nota, pensó el detective.

—Será un golpe para los Cloade —dijo Graves—. Tendrán que buscar otro que haya conocido íntimamente a Underhay.

Y añadió después de unos momentos de vacilación:

—¿Hay algo más que desee usted ver, señor Poirot?

Éste negó con un gesto y ambos abandonaron la estancia.

En la escalera se encontraron con la dueña de la casa. Parecía gozar con su estado de agitación y no hubo necesidad de forzarla para conseguir un minucioso relato de cuanto supiese sobre lo ocurrido. Graves escurrió astutamente el bulto y dejó a Poirot que cargara solo con el chaparrón.

—No puedo respirar bien —principió diciendo la mesonera—. Seguramente es algo del corazón. Mi padre padecía de angina de pecho y murió repentinamente al atravesar un día el mercado de Celedonia. Creí que me iba a ocurrir lo propio, cuando encontré esta tarde el cadáver del comandante. No sospeché nunca una cosa así, por más que hacía tiempo que le veía con el ánimo un tanto deprimido. Creo que por preocupaciones de dinero, y porque no comía tampoco lo suficiente para vivir. Y no es que yo no me ofreciera a ayudarle..., pero ya sabe usted cómo son estos militares retirados. Parece que ayer tuvo que ir a un pueblo de Oatshire, creo que Warmsley Vale, a declarar en un sumario judicial, y esto debió trastornarle la cabeza. Volvió con una cara que daba miedo y se pasó la noche paseándose arriba y abajo por su habitación. Se trataba de un amigo a quien habían asesinado. ¡Pobrecillo! Hoy salí como siempre a hacer mis compras y a guardar turno para lo del pescado, y cuando volví y subí a preguntarle si quería una taza de té, me lo encontré inmóvil en el sillón y con el revólver a poca distancia de la mano. Me dio un vuelco el corazón y salí disparada a llamar a la Policía. ¿Dónde va ir a parar el mundo así, pregunto yo?

—A convertirse en un lugar reservado sólo para los fuertes, señora. Los demás, créame a mi, no hacemos en él maldita falta.

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