Capítulo XIV

—No admitirá nunca —decía Spence, mirando a Poirot que estaba sentado frente a él, mesa por medio, en su oficina de la Comisaría de Policía—, aunque me consta que lo sabe, que fue ella quien le mató. Resulta curioso la mucha atención que hemos dado a su coartada y lo poco que hemos dado en cambio a la de ella. Sin embargo, no tenemos corroboración alguna de Rosaleen de que se hallara aquella noche en su pisito de Londres, con la excepción de la palabra de él. Sabíamos por el curso del proceso que sólo había dos personas que tuviesen motivos para desear la muerte de Arden: David Hunter y su hermana Rosaleen. Y yo, como un tonto, pensaba sólo en él y sin preocuparme en lo más mínimo por ella. El hecho es que parecía una infeliz hasta si cabe un poco trastornada, y quizás eso explique en parte mi equivocación. Probablemente David Hunter se apresuró a facturarla para Londres por esa misma razón. Quizá comprendiera lo peligroso que hubiese sido dejarla a solas siquiera un solo minuto. Y otra cosa curiosa. No es la primera vez que la he visto pasearse con una chaqueta de hilo color naranja y aun con combinación de chaqueta, boina y un pañuelo del mismo color. Y, sin embargo, cuando la señora Leadbetter describió a la joven que ella vio, con la cabeza envuelta en un pañuelo color naranja, no se me ocurrió ni por pienso que ésta pudiese ser la señora de Gordon Cloade. Hasta creo que en aquel momento no debió estar en sus cabales y que no fue, por lo tanto, completamente responsable de sus actos. La forma cómo se describió la escena de la iglesia demuestra que no tenía la conciencia muy limpia.

—No la tenía en realidad —contestó Hércules Poirot.

Spence prosiguió pensativamente:

—Debió de atacar a Arden en un momento de frenesí. Supongo que él no tendría la menor noción de lo que podría ocurrirle, ni tomaría precaución alguna ante una mujer tan insignificante.

Rumió por unos instantes en silencio y añadió:

—Hay otra cosa también que me gustaría saber. ¿Quién fue el que instigó a Porter a mentir de aquella manera? Usted dice que no fue la señora Jeremy Cloade, pero yo le apostaría a que lo fue.

—No —replicó Poirot—. No fue la señora de Jeremy Cloade. Ella misma me lo aseguró y yo la creo. Yo también he sido un tanto estúpido en ese punto. Debía haberlo sabido mucho antes. Fue el mismo Porter quien me lo dijo.

—¿Que Porter se lo dijo?

—Indirectamente, como es natural. Ni siquiera se dio cuenta de lo que hizo.

—Bien, ¿qué fue?

Poirot inclinó cómicamente la cabeza.

—¿Me permite primero, que le haga dos preguntas?

El superintendente quedó sorprendido.

—Haga usted las que quiera —contestó.

—Esos sellos para dormir que había en la cajita encontrada sobre la mesilla de noche, ¿qué son?

La sorpresa del superintendente subió de punto.

—¿Ésos? Nada. Son inofensivos. Bromuro. Para calmar los nervios. Tomaba uno cada noche. Los analizamos, como usted comprenderá, y nada había en ellos de particular.

—¿Quién los recetó?

—El doctor Cloade.

—¿Cuándo los prescribió?

—Oh, hace ya algún tiempo.

—¿Qué veneno fue el que la mató?

—No tenemos todavía el informe, pero no creo que haya mucha duda acerca de ello. Morfina, y en dosis bastante fuerte.

—¿Se encontró alguna morfina en su poder?

Spence miró curiosamente a su interlocutor.

—No. ¿Por qué lo pregunta, señor Poirot?

—Pasaré ahora a mi segunda pregunta —contestó evasivamente—. David Hunter solicitó una conferencia telefónica con Lynn Marchmont, desde Londres, a las once y cinco de la noche del martes. Usted dice que comprobaron desde el departamento de Shepherd's Court. ¿Hubo otras llamadas de fuera?

—Una. A las diez y cuarto. También desde Warmsley Vale. Se hizo desde la cabina de uno de los teléfonos públicos.

—¡Ah, vamos!

Poirot quedó pensativo unos instantes.

—Bueno, ¿qué más quiere usted saber, señor Poirot?

—¿Contestaron a esta última llamada que usted dice? La encargada de la central, quiero decir, ¿obtuvo respuesta del número de Londres?

—Ya sé a dónde va usted a parar —dijo pausadamente Spence—. Debió haber alguien en el piso. No podía ser David Hunter porque a esa hora él estaría todavía en el tren. Así, pues, es posible que fuese Rosaleen Cloade. Y si es así Rosaleen no podía haber estado en «El Ciervo» cinco minutos antes. Lo que usted quiere dar a entender, señor Poirot, es que la mujer del pañuelo de color naranja no pudo haber sido en modo alguno Rosaleen Cloade y que, por lo tanto, tampoco pudo ser ella quien matara a Arden. Pero entonces, ¿por qué se suicidó?

—La respuesta a eso es muy sencilla —respondió Poirot—. No hubo tal suicidio. Rosaleen Cloade fue asesinada.

—¿Quééé...?

—Asesinada, fría y premeditadamente.

—¿Pero quién mató a Arden? Hemos descartado a David.

—Tampoco fue David.

—¿Y ahora elimina usted a Rosaleen? Que me emplumen si lo entiendo. David y Rosaleen son los únicos sobre los que puede recaer la sospecha de tener un motivo.

—Sí —replicó Poirot—. Un motivo. Fue esto precisamente lo que nos despistó. Si A tiene un motivo para matar a C y B lo tiene para matar a D, ¿cree usted que hay lógica en suponer que A matará a D, B y C?

Spence lanzó un gruñido.

—Un momento... un momento, señor Poirot, porque no he acabado todavía de comprender lo que ha querido usted decir con esas «Aes», esas «Bes» y esas «Ces».

—Es un poco complicado —dijo Poirot—. Muy complicado, porque, como usted ve, tiene usted aquí dos clases completamente diferentes de crimen, y por consecuencia tiene que haber, debe haber, dos tipos, también diferentes de criminal. Introduzcamos el Primer Asesino y a continuación el Segundo Asesino.

—Por favor, señor Poirot, no me acote usted a Shakespeare —gruñó el superintendente—. Esto no es un drama del tiempo de la reina Isabel.

—Al contrario. Es completamente «shakesperiano». Tiene todas las emociones, emociones humanas, en que Shakespeare se hubiese deleitado: celos, odios, acción rápida y apasionada... «Hay una marea en la vida de los hombres cuya pleamar puede conducirnos a la fortuna...» Alguien parece haberse atenido al sentido de esos versos, superintendente. Asir a su paso a la oportunidad, y utilizarla en beneficio propio, eso ha sido logrado, triunfalmente por cierto, ¿y he de añadir que bajo sus propias narices?

Spence se frotó con rabia su apéndice nasal.

—¡Por lo que usted más quiera, señor Poirot —gritó exasperado—, dígame, si es posible, qué es lo que quiere usted dar a entender con todo este embrollo!

—Seré claro, límpido como el cristal. Aquí tenemos tres muertos, ¿no es así? Supongo que en esto estará usted conforme. ¿Sí o no?

Spence le echó una mirada de basilisco.

—¡Claro que estoy conforme...! No me saldrá usted con el cuento de que uno de los tres está todavía vivo.

—No, no —dijo Poirot—. Están muertos. Pero contésteme a esto: ¿cómo murieron? ¿Cómo, digamos, clasificaría usted sus muertes...?

—Con respecto a eso, usted ya conoce mis puntos de vista, señor Poirot. Un asesinato y dos suicidios. Pero según acaba usted de decir, el último suicidio no es un suicidio. ¿Qué es, pues? ¿Otro asesinato?

—Según mis deducciones —respondió el detective—, ha habido un suicidio, un accidente y un asesinato.

—¿Accidente? ¿Quiere usted decir que la señora Gordon Cloade se envenenó accidentalmente? ¿O que fuese accidental el tiro que se disparó el comandante Porter?

—No —contestó Poirot—. El accidente fue la muerte de Charles Trenton, conocido también por el nombre de Enoch Arden.

—¿Accidente llama usted a eso? —estalló el superintendente—. ¡Accidente! ¿Un asesinato claro como la luz, en que la cabeza de un hombre ha sido machacada a fuerza de golpes, y le llama usted accidente?

Sin dejarse impresionar por la agresividad del superintendente, Poirot respondió con calma:

—Al decir accidente, he querido significar que no hubo intención de matar.

—¿Ningún intento de matar, cuando un cráneo ha quedado reducido materialmente a un estado de pulpa? ¿Quiere usted dar a entender que fue atacado por un lunático?

—Eso es algo que se aproxima a la verdad, aunque no en el sentido que usted le quiere dar.

—La señora de Gordon es la única que tiene la cabeza un poco trastornada en nuestro caso. Claro que también la señora de Lionel Cloade está como un cencerro, pero nunca se ha mostrado violenta. En cuanto a la señora de Jeremy, ni hablar. Es la sensatez y el equilibrio en persona. Y a propósito. ¿Dice usted que no fue la señora de Jeremy Cloade quien sobornó al comandante Porter?

—No. Yo sé quién fue. Como ya he dicho, fue el propio Porter quien involuntariamente me lo hizo saber. Una simple observación... ¡hubiera merecido que me apalearan por no haberme dado cuenta a tiempo!

—¿Y después fue su lunático ABC quien asesinó a Rosaleen?

La voz de Spence iba haciéndose cada vez más escéptica.

Poirot movió la cabeza enérgicamente.

—En modo alguno. Aquí es donde hace mutis nuestro Primer Asesino y entra el Segundo. Éste es un crimen completamente diferente. No hay en él pasión ni arrebato. Es el asesinato frío, premeditado, yo le aseguro que poco he de valer o he de ver a ese asesino balanceándose en el extremo de una cuerda.

Se puso en pie mientras hablaba y se encaminó en dirección a la puerta.

—¡Eh! —gritó Spence—. Tiene usted que darme todavía algunos nombres.

—No. Dentro de muy poco podré satisfacer su curiosidad. Tengo primero que recibir una carta de allende el mar.

—No me venga usted hablando como uno de esos que echan la buenaventura... ¡Eh, Poirot!

Éste había desaparecido.

Atravesó la plaza y se fue directamente a casa del doctor Cloade.

Fue la señora Cloade quien abrió la puerta y, como siempre, dio un respingo al ver a Poirot. Éste no perdió el tiempo en inútiles cumplidos.

—Señora —dijo—. Tengo que hablar con usted.

—Claro, claro. Tenga la bondad de pasar. No había terminado aún la limpieza, pero en fin...

—Quiero preguntarle algo. ¿Cuánto tiempo hace que su marido es un devoto de la morfina?

La «tía Kathie» rompió instantáneamente a llorar.

—¡Dios mío! Yo creí que nadie llegaría a enterarse... Principió durante la guerra. ¡Estaba tan cansado y sufría además, de una neuralgia tan terrible...! Hace ya algún tiempo que está tratando de rebajar la dosis... y lo ha conseguido. Eso es lo que le hace parecer tan irritable algunas veces.

—Ésa es una de las razones por las que necesita dinero, ¿verdad?

—Supongo que sí, ¡oh, por Dios, señor Poirot! Me ha prometido muy solemnemente que muy pronto se pondrá en cura.

—Cálmese, señora, y contésteme a una última pregunta. La noche que usted telefoneó a la señorita Marchmont salió a hacerlo desde la cabina pública que hay frente a la oficina de Correos, ¿no es así? ¿Encontró usted a alguien en la plaza aquella noche?

—¡Oh, no, señor Poirot, a nadie!

—Pero tengo entendido que hubo usted de pedir dos piezas de penique, pues sólo tenía usted en su bolso de las de medio penique.

—¡Ah, sí! Tuve que pedírselas a la mujer que en aquel momento salía también de la caseta.

—¿Qué aspecto tenía esa mujer?

—No sé cómo decírselo. A mí me pareció una especie de cupletista. No sé si sabrá usted lo que quiero decir. Llevaba un pañuelo color naranja alrededor de la cabeza. Lo raro es que yo tengo la seguridad de haber visto aquella persona en alguna otra parte. La cara me era familiar. Posiblemente fuese algún enviado del Más Allá. Pero por más esfuerzos que hice, no pude acordarme de dónde y cómo había conocido a aquella mujer.

—Muchas gracias, señora —dijo despidiéndose Hércules Poirot.

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