Capítulo II

Sonó el timbre del teléfono y Lynn se dirigió a contestar. Se oyó la voz de Rowley.

—¿Lynn?

—¿Rowley?

Él preguntó:

—¿Qué es lo que te pasa? Hace días que no te veo.

—Ya podrás figurártelo. No paro. Unas veces con la cesta a comprar el pescado. Otras guardando fila horas y horas para conseguir un miserable pedazo de pastel. Y como remate, las faenas de casa. ¡Delicias de la tranquila vida de hogar!

—Necesito verte con urgencia. Tengo algo importante que comunicarte.

—¿Qué clase de «algo»?

—Ya te lo diré. Buenas noticias. Vente a verme a Rolland Copse. Estamos arando allí.

¿Buenas noticias? Lynn colgó el receptor. ¿Qué entendería Rowley por buenas noticias? ¿Habría vendido acaso el torete a mejor precio que el que esperaba conseguir?

No, pensó. Debía ser algo más importante que todo eso. Al llegar al lindero de Rolland Copse, Rowley abandonó el tractor y salió a su encuentro.

—¿Qué tal, Lynn?

—¡Caramba, Rowley! Te encuentro eufórico.

Él se echó a reír.

—Tengo razones para estarlo. Nuestra suerte ha cambiado, Lynn.

—¿Qué quieres decir?

—¿Te acuerdas de haber oído mencionar a tío Jeremy el nombre de un tal Hércules Poirot?

—¿Hércules Poirot? —Lynn frunció el entrecejo—. Sí, creo recordar algo...

—Hace de esto mucho tiempo. Durante la guerra. Estaba en esa especie de mausoleo al que llaman club y hubo un ataque aéreo.

—¿Y bien? —inquirió Lynn, con impaciencia.

—Es un tipo con unas ropas estrafalarias. No sé si es francés o belga, pero sabe lo que se trae entre las manos.

A Lynn se le entrelazaron las cejas.

—¿No es un detective o algo por el estilo?

—Exacto. ¿Te acuerdas del hombre que mataron en «El Ciervo»? No te lo conté; pero sin saber por qué, empezó a metérseme en la cabeza la idea de que aquel hombre era el primer marido de Rosaleen.

Lynn se echó a reír.

—¿Sólo porque decía llamarse Enoch Arden? ¡Qué majadería!

—¡No tan majadería, encanto! El viejo Spence se llevó a Rosaleen para que le echara un vistazo y ella aseguró y juró que aquél no era su marido.

—¿Y qué querías que te dijesen? Parece que eso es concluyente.

—Lo hubiera sido, a no ser por mí.

—¿Por ti? ¿Pues qué hiciste?

—Irme a ver a ese Hércules Poirot. Le dije que deseaba saber su opinión y le pregunté si podría encontrar a alguien que hubiese, con toda seguridad, conocido a Robert Underhay. Bueno, yo no he visto nunca a un hombre como ése. Igual que un prestidigitador saca unos conejos de un sombrero de copa, me trajo en pocas horas a un tal Porter, el mejor amigo que había tenido Robert Underhay.

Se detuvo para soltar una risita que sorprendió y desconcertó a Lynn.

—Ahora, guarda esto que vas a oír bajo el ala de tu sombrero, Lynn —prosiguió—. El superintendente me ha hecho jurar que guardaré el secreto, pero he creído conveniente que lo sepas tú también. El muerto es Robert Underhay.

—¿Qué...?

Lynn retrocedió un paso y se quedó como atontada mirando a Rowley.

—Te repito que es Robert Underhay. Porter no ha mostrado el menor asombro de duda. Así es que, Lynn —su voz se tornó estridente por efecto de la excitación—, hemos vencido. Después de todo, hemos vencido. Hemos hecho morder el polvo a esos dos indecentes ladrones.

—¿Quiénes son esos que llamas «indecentes ladrones»?

—¿Quiénes han de ser? Hunter y su hermana. Se acabaron sus malas artes. Están barridos. El dinero de Gordon no irá ya a parar a las manos de Rosaleen, sino a las nuestras. El testamento que nuestro tío hizo antes de su matrimonio es válido, y su fortuna se dividirá entre todos. A mí me corresponde la cuarta parte. ¿Comprendes ahora? Si su primer marido vivía cuando se casó con Gordon, este segundo matrimonio no es válido.

—¿Estás..., estás seguro de lo que dices?

Por primera vez Rowley la miró fijamente un tanto perplejo.

—¡Claro que lo estoy! ¡Si todo cuanto has oído es diáfano como el cristal! Ahora todo está como debía estar. Tal como el viejo Gordon lo planeó. Todo está igual que antes de que llegaran esas dos preciosidades y se metieran donde nadie las llamaba.

Todo está igual que antes... Pero no podían borrarse con tanta facilidad, pensó Lynn, cosas que, en medio de todo, habían sucedido. Ni se podía, por un mero acto volitivo, despojárseles de su carácter de realidad. Habían sucedido.

—¿Qué crees que harán ahora? —preguntó Lynn con voz sosegada.

—¿Eh?

Ella vio que hasta aquel momento, Rowley no se había dignado prestar atención alguna a este aspecto de la cuestión.

—No lo sé —continuó—. Supongo que se volverán por donde vinieron... Por más que...

Lynn veía cómo paulatina y lentamente iba cambiando su modo de razonar.

—Sí, creo que deberíamos hacer algo por ella. Quiero decir que, al fin y al cabo, ella se casó con Gordon de buena fe, creyendo que su primer marido habría muerto. No fue culpa suya, en medio de todo. Sí, es preciso que hagamos algo; pasarle aunque sea una modesta pensión. Podemos decidirlo el primer día que nos reunamos.

—La quieres, ¿verdad?

—Si te he de hablar con sinceridad, te diré que sí —contestó él—. En cierta forma, se entiende. Es una buena mujer, y sabe distinguir una vaca de otra con sólo verlas.

—En cambio, yo no —dijo Lynn.

—¡Oh, ya aprenderás! —le replicó Rowley.

—¿Y qué se hace de David?

Rowley torció el gesto.

—¡Que se vaya al diablo! —contestó de mal talante—. En cualquier caso, no hubiera sido nunca su dinero. No es más que un parásito que se presentó de pronto y se dispuso a vivir a costa de su hermana.

—Vamos, Rowley. Tú sabes que no es verdad lo que dices. No es ningún parásito. Quizá sea un aventurero...

—Y un asesino vulgar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella sin aliento.

—¿Quién crees que mató a Underhay?

—¡No lo creo! —aulló—. ¡No lo creo!

—¡Claro que fue él quien mató a Underhay! ¿Quién si no? Él estaba aquí aquel día. Vino en el tren de las cinco y media. Yo había ido a la estación y le vi de lejos.

Lynn dijo, retadora:

—¡Se volvió a Londres la misma noche!

—¡Claro! Después de haber matado a Underhay —replicó Rowley con aire triunfal.

—No deberías lanzar estas afirmaciones, Rowley. ¿A qué hora dices que fue muerto Underhay?

—No lo sé exactamente.

Rowley pareció refrenarse un tanto y se detuvo a considerar.

—No sabremos nada en concreto hasta que se termine el sumario mañana, pero me figuro que fue entre las nueve y las diez.

—David cogió el tren de las nueve y veinte para Londres.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque me encontré con él cuando corría para alcanzarlo.

—¿Y cómo sabes que consiguió cogerlo?

—Porque me telefoneó más tarde desde Londres.

Rowley se le volvió con furia.

—Oye, oye. ¿Qué quiere decir eso de telefonearte desde Londres? ¿O es que acaso yo...?

—¿Qué importa eso ahora, Rowley? Lo que he querido decir es simplemente que cogió el tren.

—Tuvo tiempo bastante para matarle y haber alcanzado el tren.

—No, si la muerte ocurrió después de las nueve.

—Bien, puede ser que ocurriera poco antes de esa hora.

En el timbre de la voz de Rowley empezaban ya a manifestarse los efectos de la duda.

Lynn entornó ahora los ojos. ¿Podría ser aquello verdad? Cuando bramando y sin aliento salió Hunter aquella tarde de entre las matas, ¿habría sido en realidad un asesino quien la estrechaba entre sus brazos? Recordaba su curiosa excitación, lo atrevido de sus modales. ¿Sería ése acaso la reacción natural que produce la comisión de un crimen? ¡Quién sabe! ¿Había alguna razón para creer que existiera un antagonismo definido entre la persona de David y la de un criminal? ¿Sería capaz de matar a sangre fría a un hombre que ningún daño le hubiese hecho, a un fantasma del pasado? ¿A un hombre cuyo único crimen fuese el de interponerse entre Rosaleen y una gran fortuna, entre David y el disfrute del dinero de su hermana?

Y murmuró:

—¿Por qué habría de matar a Underhay?

—¡Por Dios, Lynn! ¿Y lo preguntas? ¡Si acabo de decírtelo! ¡Vivo Underhay, significaría que el dinero del tío Gordon era nuestro! He de confesar, sin embargo, que Underhay trataría de plantearle un chantaje.

Esto era ya al fin una razón. David podía haber matado a un canalla. ¿Qué otro trato hubiese podido merecer un vulgar chantajista? Sí, aquello encajaba en el marco presentado por Rowley. Además, aquella prisa de David, su excitación, su forma algo feroz de hacer el amor. Y después su renunciación. «Debo marcharme de Inglaterra, sin pérdida de tiempo...» Sí, todo entraba en lo posible.

Tan absorta estaba en sus pensamientos, que las palabras de Rowley sonaban en sus oídos como el eco de una voz lejana que le decía:

—¿Qué te pasa, Lynn? ¿Te encuentras bien?

—¡Claro que si!

—Pues por lo que más quieras, no pongas esa cara.

Rowley se volvió a mirar a Long Willows, que se destacaba claramente al pie de la colina.

—Gracias a Dios que al fin podremos hermosear un poco todo esto. Haré que se compre nueva maquinaria, nuevos gabinetes, nuevos enseres. Quiero hacer de mi casa un lugar digno de ti.

Aquella casa había de ser un futuro hogar, pensó Lynn. Y en el alborear de un no lejano día, David se balancearía tétricamente colgado al extremo de una sebosa cuerda...

Eso pensaba.

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