Capítulo VIII

Iba haciéndose tarde, pero a Poirot le quedaba aún una visita que hacer. Ésta era la de Jeremy Cloade, y a su casa se dirigió inmediatamente.

Fue conducido al despacho por una diminuta doncella de aspecto inteligente.

Al encontrarse solo, Poirot echó una inquisitiva mirada a su alrededor. Todo seco y legal, pensó. Como su propia persona. Sobre la mesa había un gran retrato de Gordon Cloade y otro bastante borroso de lord Edward Trenton a caballo. Estaba aún examinando este último cuando Jeremy Cloade hizo su aparición.

—¡Ah, perdón! —exclamó Poirot volviendo a colocar la fotografía en su sitio con cierta confusión.

—Es el padre de mi esposa —aclaró Jeremy, dejando vibrar cierta satisfacción en el tono de su voz—, con uno de sus mejores caballos llamado «Chestnut Trenton». Llegó segundo en el Derby de 1924. ¿Es usted aficionado, acaso, a las carreras?

—¡No, por Dios!

—Un deporte para el que se necesita tener una gran fortuna —añadió secamente Jeremy—. Lord Edward se arruinó en él y tuvo que irse a vivir en el extranjero. Sí, un deporte costoso.

La nota de orgullo seguía impresa en sus palabras.

Quizás él —juzgó Poirot— prefería tirar su dinero a la calle antes de invertirlo en la azarosa especulación de los hipódromos, pero no podía por menos de sentir una secreta admiración por aquellos que lo hacían. Cloade prosiguió:

—¿En qué puedo servirle, señor Poirot? Mi familia ha contraído una deuda de gratitud hacia usted por lo del hallazgo de Porter para los fines de identificación.

—Parecen todos jubilosos, ¿verdad? —preguntó Hércules Poirot.

—¡Ah! —contestó fríamente Jeremy—. Me parece un alborozo un tanto prematuro. Queda todavía mucha lana que cardar. Después de todo, la muerte de Underhay fue aceptada en África y se necesitan años para destruir una opinión oficialmente establecida. Eso sin contar que la declaración prestada por Rosaleen fue contundente y que hizo una favorable impresión tanto en el ánimo del juez como en el del Jurado.

Parecía talmente como si Jeremy Cloade tratase de obstruir todo intento de mejorar la situación.

—No me gustaría tener que verme obligado a emitir una opinión definitiva, fuese en el sentido que fuese —dijo. Y empujando unos papeles que tenía delante, con gesto displicente y cansado, añadió—: Perdone. Creo que usted quería hablarme de algo, ¿no es así?

—Iba a preguntarle, señor Cloade, si estaba usted absolutamente seguro de que su hermano no hubiese dejado testamento alguno. Subsiguiente a su casamiento, quiero decir.

Jeremy pareció sorprenderse.

—No he tenido nunca la menor idea de semejante cosa. De lo que sí estoy seguro es de que no había hecho ninguno antes de salir de Nueva York.

—Podía haber hecho uno durante los dos días que pasó en Londres.

—¿En casa de algún notario?

—O redactado por su puño y letra.

—¿Con qué testimonio?

—Con el de los tres criados que había en la casa —le recordó Poirot—. Los que murieron con él en la explosión.

—Sí, es posible; pero de todos modos, no es aventurado suponer que haya desaparecido en el derrumbamiento.

—Éste es, precisamente, el punto. Multitud de documentos que antes se creían perdidos irremisiblemente han hoy descifrarse por nuevos y complicados procedimientos. Los incinerados dentro de cajas de caudales s, pongo por caso, pero no hasta el punto de que merced a este nuevo proceso que digo, no haya podido leerse de nuevo, y con toda claridad, su contenido.

—Comprendo, señor Poirot, que su idea es interesante... ¡muy interesante!, pero no creo que tenga aplicación alguna en nuestro caso. No sé de ninguna caja de caudales que hubiese podido haber en Sheffield Terrace. Gordon guardaba todos sus papeles de importancia en la oficina, y ningún testamento ha sido encontrado allí.

—Pero pueden hacerse indagaciones... —prosiguió obstinadamente Poirot—. En la A. R. P., por ejemplo. ¿Me da usted su autorización para hacerlas por mi cuenta?

—¡Claro que sí! Es usted muy amable al querer tomarse tales molestias. Me temo, sin embargo, que va usted a perder el tiempo. En fin..., ¡allá usted!

Y añadió casi a continuación:

—Supongo que se marchará usted a Londres inmediatamente.

Los ojos de Poirot se entornaron ligeramente. Pareció notar una especie de apremio en la forma como fueron pronunciadas estas palabras.

«¡Y dale! —pensó—. ¿Será que todos se han confabulado para quitarme del paso?»

Antes de que pudiese contestar, se abrió la puerta y entró Frances Cloade.

Dos cosas de ella impresionaron a Poirot. Una su aspecto enfermizo. Otra, su extraña semejanza con el retrato de su padre.

—El señor Hércules Poirot, que ha tenido la amabilidad de venir a vernos, querida —dijo Jeremy casi innecesariamente.

Poirot estrechó la mano que aquella le tendía y, Jeremy le hizo un sucinto relato de la sugestión del detective acerca de la posible existencia de un testamento.

—Me parece algo improbable —replicó Frances.

—El señor Poirot se va a Londres y se ha ofrecido a hacer las diligencias a que hubiere lugar.

—El comandante Porter —explicó Poirot— era, según tengo entendido, uno de los encargados de la Defensa Pasiva.

Una curiosa expresión se reflejó en la cara de la señora Cloade.

—¿Quién es, en resumidas cuentas, el comandante Porter? —preguntó.

Poirot se encogió de hombros.

—Un oficial retirado que vivía de su pensión.

—¿Y estuvo realmente en África?

El detective la miró con curiosidad.

—Sin duda alguna, señora. ¿Por qué lo pregunta?

—No sé —contestó como abstraída en sus propios pensamientos—. Por nada. Es un hombre que me extrañó desde el primer instante que le vi.

—Lo comprendo, señora —interpuso Poirot—. Lo mismo me sucedió a mí.

Ella miró fijamente al detective y una expresión de terror se dibujó en sus pálidas facciones.

Volviéndose a su marido, le dijo:

—Jeremy, estoy preocupada por Rosaleen. Está sola en Furrowbanks y sabes lo trastornada que se ha quedado con el arresto de David. ¿Tendrías algún inconveniente en que la invitara a pasarse unos días con nosotros?

—¿Crees que eso es aconsejable, mi vida?

—Aconsejable..., no lo sé. Humano..., sí. Sabes lo desamparada que se encuentra.

—Dudo mucho que acepte tu invitación.

—Podemos probarlo.

—Bien —dijo el leguleyo con calma—. Si crees que eso te ha de hacer más feliz...

—¡Más feliz!

Las palabras cayeron de su boca con extraña amargura. Después miró suspicazmente a Poirot.

Éste murmuró con solemnidad:

—Con su venia, deseo retirarme.

Ella le acompañó hasta el vestíbulo.

—¿Es verdad que se va usted a Londres?

—Sí, mañana; pero sólo por veinticuatro horas. Después volveré a la posada de «El Ciervo», donde me encontrará usted si me necesita, señora.

—¿Para qué he de necesitarle yo? —preguntó ella con acritud.

Poirot no contestó a la pregunta. Se limitó a decir:

—Estaré en «El Ciervo».

Más tarde, y de la oscuridad, brotaron unas palabras que Frances Cloade dirigía a su marido.

—No creo que ese hombre vaya a Londres por la razón que dio, ni tampoco en su historia acerca del testamento de Gordon. ¿Lo crees tú, Jeremy?

—No, Frances, no. Debe existir algún otro motivo.

—¿Qué motivo?

—No tengo la menor idea.

Y añadió Frances:

—¿Qué va a hacer, Jeremy? ¿Qué vamos a hacer?

Después de unos breves instantes respondió éste:

—Creo, Frances, que sólo nos queda un camino...

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