14

Cuando Will salió de casa, El Espectro vigilaba.

No lo siguió porque sabía adónde iba pero, sin dejar de observarlo, flexionó y apretó los dedos varias veces; sus antebrazos se tensaron y su cuerpo se estremeció.

El Espectro recordaba a Julie Miller. Recordaba su cadáver desnudo en aquel sótano. Recordaba el tacto de su piel, cálida al principio, fugazmente; luego, lentamente, endurecerse hasta convertirse en mármol húmedo. Recordaba la palidez amoratada del rostro, los puntitos rojos en aquellos ojos desorbitados, el rictus de horror y sorpresa, las vénulas reventadas, la saliva congelada sobre una de las mejillas como una cuchillada. Recordaba su cuello en aquella curvatura antinatural de la muerte y cómo el alambre se había hundido en la piel cortando el esófago, casi decapitándola.

Toda aquella sangre.

La estrangulación era su modo preferido de matar. Había estudiado en la India el Thuggee, el ritual de los asesinos sigilosos que habían perfeccionado el arte secreto de la estrangulación. Aunque con los años El Espectro había llegado a destacar en el empleo de pistolas, puñales y similares, siempre que era posible prefería la fría eficacia, el silencio definitivo, el poder rudimentario y el toque personal de la estrangulación.

Un aliento suave.

Perdió de vista a Will.

El hermano.

El Espectro pensó en las películas de Kung Fu en las que asesinan a uno de dos hermanos y el que sale con vida venga al muerto, y se preguntó qué sucedería si él mataba a Will Klein.

No, no se trataba de eso. Aquello iba más allá de la venganza. Pero siguió pensando en Will. Después de todo era la clave. ¿Habría cambiado con los años? Esperaba que no, pero no tardaría en saberlo.

Sí, casi había llegado el momento de ir al encuentro de Will y recordar los viejos tiempos.

El Espectro cruzó la calle hacia la casa de Will Klein.

Cinco minutos después estaba en su apartamento.


Cogí el autobús en Nueva York hasta el cruce de Livingston Avenue y Northfield, el núcleo original de la gran zona residencial de Livingston, donde la escuela elemental se había convertido en un modesto centro comercial con tiendas especializadas en las que casi nunca se veían clientes. Bajé del autobús con un grupo de empleados domésticos que iban a Livingston, en extraña simetría respecto a quienes trabajan en Nueva York. Los residentes de ciudades como Livingston llegan a la Gran Manzana por la mañana y los que limpian sus casas y cuidan de sus hijos hacen lo contrario. Equilibrio.

Me dirigí por Livingston Avenue hacia el instituto anexo a la biblioteca pública, al juzgado municipal y a la comisaría. ¿No es casualidad? Los cuatro edificios eran construcciones de ladrillo y parecían ser de la misma época, obra del mismo arquitecto y hechos con ladrillo del mismo proveedor; como si uno de ellos hubiera engendrado a los otros.

Era el sitio en que me había criado, donde acudía de niño a aquella misma biblioteca para sacar en préstamo los clásicos en versión de C. S. Lewis y Madeleine L'Engle. Allí, en aquel juzgado, a los dieciocho años recurrí (en vano) una multa por exceso de velocidad y allí, junto con otros seiscientos alumnos, hice la enseñanza secundaria en el edificio más grande de los cuatro.

Di media vuelta a la glorieta y doblé a la derecha hasta los campos de baloncesto, donde me dispuse a esperar junto a una valla oxidada. Tenía a mi izquierda las dos canchas de tenis de la ciudad; yo jugaba al tenis cuando iba al instituto y no lo hacía mal, a pesar de que nunca sentí inclinación por el deporte por mi falta de espíritu competitivo para triunfar. No es que me gustase perder, pero no me esforzaba lo suficiente para ganar.

– ¿Will?

Me volví y al verla me dio un vuelco el corazón y se me heló la sangre en las venas. La ropa era distinta -vaqueros holgados, chanclos estilo años setenta, una camisa muy ajustada y muy corta que dejaba al descubierto un estómago liso, con un piercing-, pero la cara y el pelo… Sentí que iba a desmayarme y desvié la mirada hacia el campo de fútbol, porque habría jurado que estaba viendo a Julie.

– Ya sé, es como ver a un fantasma, ¿verdad? -dijo Katy Miller.

Volví la mirada hacia ella.

– Mi padre todavía es incapaz de mirarme sin echarse a llorar -añadió metiendo las manos en los apretados bolsillos de los vaqueros.

No sabía qué decir y ella se me acercó más. Estábamos frente al instituto.

– Tú habrás estudiado aquí, ¿verdad? -pregunté.

– Terminé el mes pasado.

– ¿Te gustó?

Ella se encogió de hombros.

– Me alegro de irme -contestó.

El sol descargaba sus rayos contra el edificio y se me antojó una prisión. El instituto es como la cárcel. Yo tenía bastantes amigos en él y era vicepresidente del consejo de alumnos y co-capitán del equipo de tenis; sí, amigos no me faltaban, pero traté de escarbar en mis recuerdos recordando alguno íntimo y no lo había tenido: todos adolecían de la provisionalidad que marca esa época estudiantil. Mirando en retrospectiva, el instituto -la adolescencia, si se quiere- es en cierto modo como un largo combate en el que el único aliciente es sobrellevar las cosas, pasar el tiempo y salir de ello indemne. No fui feliz en el instituto y no estoy seguro de que uno tenga que serlo.

– Siento lo de tu madre -dijo Katy.

– Gracias.

Sacó una cajetilla del bolsillo de atrás, me ofreció un cigarrillo y yo le aparté la mano. La observé mientras lo encendía y me contuve para no sermonearla.

– Yo nací por accidente -dijo Katy mirando con denuedo hacia diversos sitios menos a mí-. Julie ya iba al instituto cuando yo nací; a mis padres les habían dicho que ya no podrían tener más hijos, pero… -Se encogió de hombros-. En fin, que no me esperaban.

– A diferencia de todos nosotros, que fuimos perfectamente planificados -comenté.

Se echó a reír y el sonido hizo eco en mi interior. Era la risa de Julie; incluso en la manera de apagarse.

– Perdona a mi padre -añadió-. Alucinó al verte.

– No habría debido acercarme a tu casa.

– ¿Por qué lo hiciste? -preguntó ella dando una gran calada y ladeando la cabeza.

Pensé una respuesta, pero contesté:

– No lo sé.

– Yo te vi en cuanto diste la vuelta a la esquina. Fue extraño, ¿sabes? Me acordé de cuando era niña y te veía llegar desde tu casa. Como sigo teniendo la misma habitación, fue como revivir el pasado. Me resultó muy extraño.

Miré a la derecha. La entrada estaba vacía, pero durante el curso se llenaba de coches con padres que esperaban a sus hijos. Quizá me falle la memoria sobre mi época escolar, pero recordé a mi madre que iba a recogerme en su viejo Volkswagen rojo. Aguardaba leyendo una revista hasta que sonaba el timbre y yo salía corriendo hacia el coche, y reviví el momento exacto en que ella, al verme, levantaba la cabeza y cuando llegaba a su lado me dirigía su sonrisa, aquella sonrisa de Sunny que traspasaba mi corazón, aquella sonrisa deslumbrante de cariño incondicional. En ese preciso instante comprendí, como si me dieran un mazazo, que nunca más alguien volvería a sonreírme así.

Todo aquello era demasiado, pensé: estar en aquel lugar, después de la remembranza visual de Julie en la persona de Katy, más todos los viejos recuerdos. Era demasiado.

– ¿Tienes hambre? -pregunté.

– Ah, pues sí.

Ella había venido en un viejo Honda Civic. En el retrovisor había muchos colgantes. El coche olía a chicle y champú de frutas. No conocía la música a todo volumen que brotaba de los altavoces, pero me daba igual.

Fuimos a un restaurante típico de Nueva Jersey en la Autopista i o, sin hablar por el camino. Detrás del mostrador había fotografías firmadas de presentadores locales de televisión y cada compartimiento con su mesa, una mini máquina de discos y una carta casi más larga que una novela de Tom Clancy.

Un barbudo que apestaba a desodorante nos preguntó cuántos éramos. Le dije que dos y Katy añadió que nos diera mesa para fumadores. Yo ignoraba que todavía hubiese zonas de fumadores, pero se ve que los grandes restaurantes vuelven a los viejos tiempos. Nada más sentarnos, Katy se arrimó un cenicero casi como quien se arma de un escudo.

– Después de verte rondar por la casa fui al cementerio -dijo.

Un camarero nos llenó los vasos de agua. Ella aspiró el humo, se arrellanó y lo expulsó.

– Hacía años que no iba, pero al verte…, no sé, me sentí en la obligación.

Seguía sin mirarme a los ojos. Es algo que sucede a menudo con nuestros jóvenes en el centro de acogida: no te miran a los ojos; yo no les digo nada porque sé que lo hacen instintivamente, aunque yo sí procuro mirarlos a la cara, pero he aprendido, desde luego, que se atribuye excesiva importancia a eso de mirar a los ojos.

– Mis recuerdos de Julie son muy vagos. Veo sus fotos y no sé si lo que recuerdo es real o invención mía. Me acuerdo, por ejemplo, de cuando íbamos a Great Adventure a tomar té pero miro la foto y ya no sé si es que lo recuerdo o es la simple imagen de la foto lo que recuerdo. ¿Me comprendes?

– Sí, creo que sí.

– Bueno, pues al verte rondar por la casa tuve el impulso de salir. Mi padre estaba que se subía por las paredes, mi madre lloraba y tuve que salir.

– Yo no pretendía molestar a nadie -dije.

Ella rechazó mi disculpa con un gesto evasivo de la mano.

– No pasa nada. En cierto modo les viene bien. Siempre pasamos de puntillas sobre el asunto, ¿sabes? Es un poco siniestro y a veces pienso… que me gustaría gritarles: «¡Está muerta!». ¿Quieres que te confiese una cosa muy rara? -añadió inclinándose sobre la mesa.

Hice un gesto para animarla a continuar.

– El sótano sigue igual que entonces, con aquel sofá, el televisor y la alfombra raída y el mismo viejo baúl que a mí me servía de escondite. Todo sigue allí. Nadie lo toca; no se ha cambiado. Y eso que tenemos allí mismo el lavadero y hay que cruzar por delante para llegar a él. ¿Te das cuenta? Así vivimos. Bajamos la escalera de puntillas, como si pisáramos una capa de hielo que pudiera romperse y nos precipitara al sótano.

Se detuvo y aspiró el cigarrillo como si fuese un tubo de oxígeno. Yo me recliné en el asiento. Como ya he dicho, nunca había pensado en Katy Miller ni en la impresión que el asesinato de su hermana habría podido causar en ella. En sus padres sí había pensado, desde luego. Reflexionaba sobre su devastación moral y me preguntaba a veces por qué se habrían quedado en aquella casa, aunque tampoco entendía por qué mis propios padres no se habían mudado. Antes mencioné la relación entre comodidad y pena autoinfligida, ese deseo de aguantar porque sufrir es preferible a olvidar. Que permanecieran en aquella casa es un ejemplo palpable de ello.

Pero no había reflexionado sobre Katy Miller ni sobre lo que habría representado para ella crecer entre aquellos despojos en torno a los que rondaba constantemente una especie de fantasma de la hermana. Volví a mirarla como si la viera por primera vez y comprobé que sus ojos seguían divagando de un sitio a otro como pájaros asustados y que ahora los tenía bañados en lágrimas. Estiré el brazo y le cogí la mano: era tan parecida a la de su hermana que el pasado se me vino encima tan brutalmente que estuve a punto de caerme.

– Es muy extraño -dijo.

– A mí también me lo parece -añadí, pensando en cuánta razón tenía.

– Esto tiene que acabar, Will. Toda mi vida…, ocurriese lo que ocurriese aquella noche, esto tiene que acabar. A veces oigo en la televisión, cuando capturan al asesino: «No por eso va a resucitar la víctima», y pienso que es verdad. Pero ése no es el tema. Termina. Cogen al tío, se le da un final. La gente lo necesita.

No tenía ni idea de adonde quería ir a parar. Intenté pensar que estaba delante de una de las jóvenes que acudían al centro de acogida en busca de ayuda y cariño. Permanecí inmóvil mirándola para que viese que escuchaba lo que tuviera que decirme.

– No sabes cuánto he odiado a tu hermano…, no sólo por lo que le hizo a Julie, sino por lo que representó para nosotros su huida. Recé para que lo cogieran. Soñaba que lo rodeaba la policía, que se entablaba un tiroteo y lo mataban. Ya sé que no te gustará oír esto, pero quiero que me comprendas.

– Tú querías un final.

– Sí, pero…

– Pero ¿qué?

Alzó la vista por primera vez y nos miramos a los ojos. Volví a sentir un escalofrío y quise retirar mi mano, pero estaba paralizado.

– Lo he visto -dijo.

Pensé que había oído mal.

– He visto a tu hermano. Creo que era él.

Tardé en poder preguntar:

– ¿Cuándo?

– Ayer, en el cementerio.

Llegó la camarera, se quitó el bolígrafo de la oreja y preguntó qué tomábamos. Durante un momento, ninguno contestó. La mujer carraspeó. Katy pidió una ensalada, la camarera miró hacia mí y yo pedí una tortilla de queso; me preguntó qué clase de queso -americano, suizo o cheddar- y dije que cheddar. Añadió si quería patatas fritas normales o francesas, y contesté que normales; especificó qué clase de tostadas: de centeno, de trigo o de trigo candeal, y contesté que de centeno y nada para beber. Gracias.

Al fin se fue.

– Continúa -dije.

Katy apagó el cigarrillo.

– Pues, como te decía, fui al cementerio por salir de casa. Tú sabes dónde está enterrada Julie, ¿no?

Asentí con la cabeza.

– Ah, sí; te vi un par de días después del entierro.

– Sí -dije.

– ¿Tú la querías? -preguntó inclinándose sobre la mesa.

– No lo sé.

– Pero te partió el corazón.

– Puede ser, pero de eso hace mucho tiempo -repliqué.

Katy se miró las manos.

– Cuéntame qué sucedió -dije.

– Tu hermano estaba muy cambiado. Yo no me acuerdo mucho de él. Un poco. Y he visto fotos -y se detuvo.

– Pero ¿estaba allí junto a la tumba?

– Al lado de un sauce.

– ¿Qué?

– A unos treinta metros de la tumba hay un sauce. No entré al cementerio por la puerta. Salté una valla, él no me vio llegar. Vi a un tío de espaldas, debajo del sauce, mirando la tumba de Julie. No me oyó, estaba absorto. Le toqué en el hombro y dio un salto al verme… Bueno, ya sabes a quién me parezco. Casi gritó. Creía que estaba viendo a un fantasma.

– ¿Tú estabas segura de que era Ken?

– No, segura no. ¿Cómo iba a estarlo? -Cogió otro cigarrillo y añadió-: Sí, sí; era él.

– ¿Por qué estás tan segura?

– Porque me dijo que era inocente.

La cabeza me dio vueltas y mis manos se desplazaron de la mesa para agarrar el cojín. Finalmente pude hablar, no sin esfuerzo:

– ¿Qué te dijo exactamente?

– Al principio, sólo eso: «Yo no maté a tu hermana».

– ¿Y tú qué hiciste?

– Le repliqué que era mentira y que iba a gritar.

– ¿Lo hiciste?

– No.

– ¿Por qué?

Katy tenía el cigarrillo sin encender; se lo quitó de los labios y lo puso sobre la mesa.

– Porque le creí -dijo-. No sé, noté algo en su voz… No puedes hacerte una idea de cuánto lo había odiado, pero ahora…

– Bueno, ¿y qué hiciste?

– Retrocedí. Aún iba a gritar, pero él se acercó a mí, me cogió la cara entre las manos, me miró a los ojos y me dijo: «Voy a encontrar al asesino; te lo prometo». No dijo nada más; me miró un instante, me soltó y se marchó corriendo.

– ¿Se lo has contado…?

– A nadie -contestó negando con la cabeza-. A veces ni siquiera acabo de creerme que lo he vivido. Es como si fuera pura imaginación, como si lo hubiera soñado o me lo inventara. Lo mismo que me sucede con los recuerdos de Julie. -Alzó la vista y me miró-. ¿Tú crees que él mató a Julie?

– No -contesté.

– Te he visto en la tele -dijo- y tú afirmabas que él había muerto porque encontraron sangre suya en el escenario del crimen.

Asentí con la cabeza.

– ¿Sigues creyendo eso?

– No -respondí-. Ahora ya no lo creo.

– ¿Por qué has cambiado de idea?

No sabía qué decirle.

– Creo que yo también voy a buscarlo -respondí.

– Quiero ayudarte.

Había dicho «quiero», pero sé que era como una súplica.

– Por favor, Will, deja que te ayude.

Le dije que de acuerdo.

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