No discutí. No me hice el gallito ni pedí llamar por teléfono o a un abogado. No pregunté siquiera adónde íbamos. Sabía que protestar en aquella delicada coyuntura sería inútil o contraproducente.
Pistillo me había advertido que me mantuviera al margen. Había llegado a detenerme por un delito del que era inocente. Incluso me había amenazado con imputarme una falsa acusación si era preciso, y yo no había hecho caso. Me pregunté de dónde sacaría yo este nuevo valor y me dije que era sencillamente porque no tenía nada que perder. Quizás el valor consistiera en eso, en alcanzar ese límite en que a uno le importa todo un bledo. Sheila y mi madre estaban muertas y había perdido a mi hermano, como quien dice, y un hombre acorralado, aunque timorato como yo, acaba por reaccionar como una fiera.
Nos detuvimos ante una fila de casas de Fair Lawn, en Nueva Jersey. Dondequiera que mirase veía lo mismo: céspedes bien cuidados, parterres floridos perfectos, muebles de jardín otrora blancos ya oxidados y mangueras tendidas sobre la hierba conectadas a aspersores bamboleantes que lanzaban una neblina líquida. Fuimos hacia una casa muy distinta de las demás. Fisher hizo girar el picaporte de la puerta. No estaba cerrada. Entramos en una habitación con un sofá rosa y una mesita con televisor junto al que había fotos de dos niños en escala de edades, desde las primeras cuando eran bebés hasta ya en las últimas de jovencitos bien vestidos dando un beso en la mejilla a una mujer, que imaginé sería, su madre.
La cocina tenía una puerta batiente. Pistillo estaba sentado ante una mesa de fórmica con un té frío. Junto al fregadero estaba la mujer de la fotografía, la supuesta madre. Fisher y Wilcox salieron. Yo permanecí de pie.
– Me han intervenido el teléfono -dije.
Pistillo negó con la cabeza.
– No es una simple intervención que indique el origen de las llamadas, sino un auténtico dispositivo de escucha y, para que no haya dudas, montado con autorización judicial.
– ¿Qué quieren de mí? -pregunté.
– Lo que hemos querido durante once años -respondió-: a su hermano.
La mujer que estaba en el fregadero abrió el grifo y enjuagó un vaso. En la nevera, adheridas con imanes, había más fotos de ella, algunas con Pistillo y con más niños, pero en casi todas se la veía con aquellos dos del salón en instantáneas más recientes en la playa o en el patio de la casa.
– María -dijo Pistillo.
La mujer cerró el grifo y se volvió.
– María, te presento a Will Klein. Will, María.
La mujer -imaginé que era la esposa de Pistillo- se secó las manos con un paño y me dio la mano con firmeza.
– Encantada -dijo en tono educado, algo exagerado.
Musité lo propio con una inclinación de cabeza y, a una señal de Pistillo, me acomodé en una silla de metal con asiento de vinilo.
– ¿Quiere beber algo, señor Klein? -preguntó la mujer.
– No, gracias.
Pistillo alzó su vaso de té frío.
– Esto es pura dinamita. Debería tomarse un vaso -dijo.
María seguía a la expectativa y yo finalmente acepté su invitación para romper el hielo. Ella vertió el té despacio y me puso el vaso delante. Le di las gracias y esbocé una sonrisa a la que ella me correspondió no sin esfuerzo.
– Joe, yo espero en la otra habitación -dijo.
– Gracias, María.
La mujer cruzó la puerta batiente.
– Es mi hermana -dijo Pistillo mirando a la puerta-. Sus dos hijos son ésos -añadió señalando las fotos de la nevera-: Vic de dieciocho años y Jack de dieciséis.
– Ya -comenté cruzando las manos en el regazo-. Así que han estado escuchando mis llamadas.
– Sí.
– Entonces sabrá que no tengo ni idea de dónde está mi hermano.
Pistillo dio un sorbo al té.
– Eso lo sé -dijo sin apartar la vista de la nevera y haciéndome una seña con la cabeza para que yo también mirara-. ¿No echa nada en falta en las fotos?
– Pistillo, de verdad que no estoy de ánimo para juegos.
– Yo tampoco. Mire con más atención. ¿No nota que falta algo?
No me molesté en mirar pues sabía de sobra a qué se refería.
– El padre.
– Lo ha acertado a la primera -comentó chasqueando los dedos y mirándome como un presentador de concursos-. Impresionante.
– ¿A qué demonios viene todo esto? -inquirí.
– Mi hermana perdió a su marido hace doce años. Los niños tenían, bueno, calcule usted mismo, seis y cuatro años. María los sacó adelante sola. Yo ayudaba en lo que podía, pero un tío no es un padre, ¿me entiende?
No contesté.
– Él se llamaba Víctor Donet. ¿Le dice algo el nombre?
– No.
– Murió asesinado de dos tiros en la cabeza; una ejecución -dijo apurando el té-. Su hermano estaba allí-añadió.
Me dio un vuelco el corazón. Pistillo se levantó sin esperar mi reacción.
– Sé que mi vejiga se resentirá, Will, pero voy a tomarme otro vaso. ¿Quiere usted también algo?
Traté de reaccionar de la impresión.
– ¿Qué quiere decir con que mi hermano estaba allí?
Pero él se tomó su tiempo: abrió el congelador, sacó la bandeja de cubitos de hielo y los desprendió en el fregadero, donde rebotaron en la porcelana; cogió unos cuantos con la mano y los echó en el vaso.
– Antes de nada, quiero que me prometa una cosa.
– ¿El qué?
– Algo relacionado con Katy Miller.
– ¿En qué sentido?
– Ella es una cría.
– Lo sé.
– La situación es peligrosa; no hace falta ser un genio para darse cuenta. No quiero que vuelva a sufrir daño.
– Ni yo.
– Bien, en eso estamos de acuerdo -añadió-. Will, prométame que no volverá a embarcarla en nada.
Lo miré y vi que no era una cuestión negociable.
– De acuerdo -dije-. Ella queda al margen.
Me miró cara a cara para saber si mentía. La verdad era que en eso él tenía razón: Katy ya había pagado un alto precio. No estaba muy seguro de poder soportar que pagara otro aún más alto.
– Hábleme de mi hermano -pedí.
Acabó de servirse el té, se sentó, miró a la mesa y alzó la vista.
– Habrá leído en los periódicos las redadas que hicimos -dijo-, se enteraría de la limpieza que efectuamos en el Fulton Fish Market. Vería en la televisión desfilar a los viejos mafiosos ante el juez y pensaría que todo había acabado. La mafia se ha acabado. Los polis han ganado.
Terminó de servirse té y se reclinó en el asiento. Yo tenía la garganta seca, como atascada de arena, y di un sorbo al té. Era demasiado dulce.
– ¿Conoce la teoría de Darwin? -inquirió.
Pensé que era una pregunta retórica, pero vi que aguardaba una respuesta.
– La supervivencia de los más fuertes, y eso -dije.
– No los más fuertes -replicó-. Esa es la interpretación que ahora se le da, pero es errónea. Para Darwin, los que sobrevivían eran los que mejor se adaptaban, no los más fuertes. ¿Ve la diferencia?
Asentí con la cabeza.
– En resumen, que los criminales más listos supieron adaptarse. Trasladaron sus negocios fuera de Manhattan. Vendían drogas, por ejemplo, en zonas de la periferia menos competitivas. Para ello pusieron en marcha un mercado básico de corrupción en Nueva Jersey. Un ejemplo: Carden, donde tres de los cinco últimos alcaldes han sido convictos de delitos. O Atlantic City, donde el soborno está a la orden del día; y lo de Newark y toda esa reconversión, pamplinas. La reconversión implica dinero y con el dinero llegan los sobornos y la corrupción.
– ¿Qué tiene todo esto que ver, Pistillo? -pregunté rebulléndome en el asiento.
– Sí que tiene que ver, imbécil -replicó enrojeciendo pero sin perder los estribos muy a su pesar-. Mi cuñado, el padre de esos dos niños, intentó limpiar esa escoria de las calles. Era agente secreto. Alguien lo descubrió. Él y su compañero acabaron con dos tiros en la cabeza.
– ¿Y cree que mi hermano estuvo implicado?
– Sí, sí que lo creo.
– ¿Tiene pruebas?
– Mejor que eso -replicó Pistillo sonriendo-: su hermano confesó.
Me eché hacia atrás en la silla como si me hubiese dado un puñetazo y negué con la cabeza. Calma, me dije. Pistillo diría o haría lo que fuera. ¿No había intentado la víspera tenderme una trampa judicial?
– Pero esto es ir más allá de los acontecimientos, Will. Y no quiero que me malinterprete. No creemos que su hermano matase a nadie.
Otro trallazo.
– Pero ¿no acaba de decir…?
– Escuche, ¿quiere? -replicó alzando una mano.
Volvió a levantarse. Comprendí que necesitaba tiempo. La expresión de su cara era curiosamente natural, incluso contenida, pero era debido sobre todo a que reprimía su cólera, aunque yo dudaba mucho si lo lograría y me pregunté cuántas veces daría rienda suelta a su ira al mirar a su hermana.
– Su hermano trabajaba para Philip McGuane. Supongo que sabe quién es.
No estaba dispuesto a decirle nada.
– Continúe.
– Ese McGuane es más peligroso que su amigo Asselta, sobre todo porque es más listo. La DICO lo considera uno de los principales de la costa Este.
– ¿La DICO?
– La División de Investigación del Crimen Organizado. Ya desde muy joven, McGuane lo tuvo claro. Hablando de adaptación, ese tipo es el último superviviente. No voy a entrar en explicaciones sobre el estado actual del crimen organizado: los nuevos rusos, la Tríada, los chinos y los italianos del viejo mundo, ya sabe. Bien, pues McGuane siempre ha ido dos pasos por delante de todos ellos. Era ya capo con veintitrés años y trabaja los sectores clásicos: drogas, prostitución, prestamismo; aunque su gran especialidad es la corrupción, los sobornos y la distribución de droga en mercados menos competitivos apartados de Nueva York.
Recordé que Tanya me había dicho que Sheila vendía droga en la Universidad de Haverton.
– McGuane mató a mi cuñado y a su compañero, Curtis Angler. Su hermano estuvo implicado. Lo detuvimos acusado de delitos menos graves.
– ¿Cuándo?
– Seis meses antes del asesinato de Julie Miller.
– ¿Cómo puede ser que yo no me enterara de nada de eso?
– Porque Ken no se lo dijo. Y porque no era su hermano nuestro objetivo, sino McGuane. Por eso le dimos la vuelta.
– ¿La vuelta?
– Le ofrecimos inmunidad a cambio de su colaboración.
– ¿Querían que testificara contra McGuane?
– Más que eso. McGuane actuaba con suma cautela y no teníamos pruebas suficientes para detenerlo por inducción al homicidio. Nos hacía falta un topo; así que lo preparamos y lo soltamos para que volviera.
– ¿Está diciendo que Ken trabajó de agente secreto para ustedes?
Vi una especie de relámpago cruzar sus ojos.
– No lo ennoblezca -replicó-. Su hermano era un delincuente, no era un agente de la ley, un simple cabronazo dispuesto a salvar el pellejo.
Asentí con la cabeza, diciéndome de nuevo que todo aquello podía ser una patraña.
– Continúe -dije.
Estiró el brazo y cogió una galletita de la encimera. La masticó despacio y dio otro sorbo de té helado.
– No sabemos exactamente qué sucedió; sólo puedo exponerle nuestra hipótesis de trabajo.
– De acuerdo.
– McGuane lo descubrió. Entiéndame. Es un hijo de puta brutal. Para él, matar es siempre una opción, como coger una ruta cuando hay tráfico. Una cuestión de conveniencia, nada más. Es un tipo insensible.
Comprendí adonde quería llegar.
– Así que si McGuane sabía que Ken era un infiltrado…
– Era hombre muerto -espetó él-. Su hermano sabía el riesgo que corría. Nosotros lo vigilábamos de cerca, pero una noche se escapó.
– ¿Porque McGuane lo descubrió?
– Sí, eso creemos. Acabó en su casa. No sabemos por qué. Nos inclinamos a creer que debió de pensar que era el lugar más seguro para esconderse, en cierto modo porque McGuane difícilmente podía imaginarse que fuera capaz de poner en peligro a su familia.
– ¿Y qué más?
– Supongo que se habrá imaginado que Asselta trabajaba también para McGuane.
– Si usted lo dice…
– Asselta -prosiguió sin hacerme caso- también tenía mucho que perder. Usted mencionó a Laura Emerson, la otra chica de la residencia que fue asesinada. Su hermano nos dijo que fue Asselta quien la mató. Murió estrangulada: el método de ejecución preferido de Asselta. Según Ken, Laura Emerson había descubierto lo del tráfico de drogas en Haverton y estaba dispuesta a denunciarlo.
– ¿Y la mataron por eso? -comenté haciendo una mueca.
– Sí, la mataron por eso. ¿Qué se cree que hacen, invitarlos a un helado? Estamos hablando de nosotros, Will. Métaselo bien en la cabeza.
Recordé a Phil McGuane cuando venía a casa a jugar al risk. Siempre ganaba. Era silencioso y observador; la clase de chico que transmite tranquilidad, calma: creí recordar que había sido delegado de la clase y que a mí me impresionaba. El Espectro era el psicópata descarado al que se ve venir, mientras que McGuane…
– Bien, el caso es que descubrieron dónde se escondía su hermano. Quizás El Espectro siguió a Julie desde la universidad; no lo sabemos. En cualquier caso dio con su hermano en casa de los Miller. Suponemos que allí intentó matarlos a los dos. Usted declaró que vio a alguien aquella noche. Le creímos. Suponemos que a quien vio fue a Asselta porque encontramos sus huellas en el escenario del crimen. Ken resultó herido, lo que explica la sangre, pero logró escapar dejando a El Espectro con el cadáver de Julie Miller. ¿Qué era lo lógico? Simular que había sido obra de Ken: era una jugada magistral para incriminarlo y meterle incluso más miedo en el cuerpo.
Se detuvo y comenzó a mordisquear otra galletita sin mirarme. Sabía que todo aquello podía ser mentira, pero lo cierto es que parecía sincero. Traté de calmarme para reflexionar y lo miré fijamente, pero él seguía concentrado mirando la galletita. Era el momento de contraatacar a fondo.
– Entonces, todo este tiempo… -Me detuve y tragué saliva-. Así que todo este tiempo usted sabía que Ken no mató a Julie.
– Ni mucho menos.
– Pero si acaba de decir…
– Es una hipótesis, Will, una teoría simplemente. Todos los indicios apuntan a que fue él quien la mató.
– Ni usted mismo se lo cree.
– No me diga qué es lo que creo.
– ¿Qué posible motivo podía tener Ken para matar a Julie?
– Su hermano era mala persona; eso que quede claro.
– Eso no es ningún motivo -repliqué negando con la cabeza-. Si usted sabía que Ken probablemente no la mató, ¿por qué siempre ha afirmado lo contrario?
No me contestó. Tal vez no había necesidad. La respuesta se me evidenció de repente al mirar las fotos de la nevera. Lo explicaban todo.
– Porque quería a toda costa que Ken volviera -dije en contestación a mi propio interrogante-, porque era el único que podía hacer caer a McGuane y, si seguía oculto como testigo protegido, no trascendería al público ni habría cobertura de prensa y caza espectacular al fugitivo; mientras que si Ken había matado a una joven en el sótano de su casa, un caso de corrupción en la periferia urbana, el interés de los medios de comunicación sería masivo. Usted pensó que con unos titulares tan llamativos le resultaría más difícil seguir escondido.
Pistillo continuó mirándose las manos.
– Tengo razón, ¿verdad?
Me miró despacio.
– Su hermano hizo un trato con nosotros -replicó con frialdad-. Al huir, lo rompió.
– ¿Y eso le autoriza a usted a mentir?
– Me autoriza a perseguirlo con todos los medios necesarios.
Temblaba literalmente de rabia.
– ¿Y que a nuestra familia la parta un rayo?
– No me venga con ésas.
– ¿Sabe lo que nos ha hecho pasar?
– ¿Sabe qué le digo, Will? Me importa un bledo. ¿Tanto han sufrido? Mire a mi hermana a los ojos. Mire a sus hijos.
– Eso no justifica…
– No me diga lo que está bien y lo que está mal -dijo dando un palmetazo en la mesa-. Mi hermana fue una víctima inocente.
– Igual que mi madre.
– ¡No! -exclamó golpeando otra vez la mesa, ahora con el puño, y apuntándome con el dedo-. Hay una gran diferencia entre ellas; que quede claro. Vic era policía y lo asesinaron. No tuvo elección. No pudo hacer nada por evitar el sufrimiento de los suyos. Su hermano optó por huir. Fue decisión suya. Si con ello causó sufrimiento a su familia, reprócheselo a él.
– Fue usted quien lo obligó a huir -repliqué-. Lo perseguían para matarlo y usted lo agravó haciéndole creer que iban a detenerlo por homicidio. No le quedó otro remedio; usted lo empujó a la clandestinidad.
– Fue él quien lo eligió.
– Usted quería ayudar a su familia y para ello ha sacrificado a la mía.
Pistillo volvió a dar un puñetazo que hizo estrellarse el vaso en el suelo, salpicándome de té. Se levantó y me miró de arriba abajo.
– No se le ocurra comparar lo que sufrió su familia con lo que sufrió mi hermana. No se le ocurra.
Lo miré cara a cara. Era inútil discutir con él y no sabía si realmente decía la verdad o tergiversaba los hechos a su manera. En cualquier caso, quería saber más. No convenía llevarle la contraria. La historia no se había acabado y quedaban muchos interrogantes pendientes.
Se abrió la puerta y Claudia Fisher asomó la cabeza para ver qué había sido el estrépito. Pistillo alzó una mano para darle a entender que no sucedía nada y volvió a sentarse. Ella, tras una pausa, se retiró.
Pistillo tenía aún la respiración alterada.
– ¿Qué sucedió después? -pregunté.
– ¿No se lo imagina? -respondió alzando la vista.
– No.
– En realidad fue una casualidad. Uno de nuestros agentes fue de vacaciones a Estocolmo. Pura casualidad.
– ¿De qué está hablando?
– Nuestro agente vio un día a su hermano por la calle -dijo Pistillo.
– Un momento -repliqué estupefacto-. ¿Eso cuándo fue?
Pistillo reflexionó un instante.
– Hace cuatro meses.
– ¿Y Ken se escapó? -pregunté sin salir de mi asombro.
– Ni hablar. El agente no quiso arriesgarse y lo detuvo allí mismo.
Pistillo juntó las manos y se inclinó hacia mí.
– Lo cogimos -dijo casi en un susurro-. Cogimos a su hermano y lo trajimos aquí.