Cuadrados me tendió una bolsa de hielo.
– Bueno, «si hubieras visto al otro día», ¿no es eso?
– Ya lo creo -contesté arrimando la bolsa a la nariz dolorida-. Parecía un héroe de película.
Cuadrados se sentó en el sofá y apoyó los pies en la mesita.
– Cuéntamelo.
Se lo conté.
– Un tipo de lo más recomendable -comentó Cuadrados.
– ¿Te he mencionado que torturaba a los animales?
– Sí.
– ¿Y que tenía una colección de calaveras en su habitación?
– Eso sí que debía de impresionar a las señoras.
– No lo entiendo -dije apartando la bolsa y sintiendo como si tuviese en la nariz calderilla triturada-. ¿Por qué andará El Espectro buscando a mi hermano?
– Vete a saber.
– ¿Crees que debería llamar a la policía?
Cuadrados se encogió de hombros.
– Dime otra vez su nombre.
– John Asselta.
– Me imagino que no sabes dónde vive.
– No.
– Pero dices que se crió en Livingston.
– Sí -contesté-. Vivía en Woodland Terrace; en el cincuenta y siete de Woodland Terrace.
– ¿Te acuerdas de su dirección?
Me encogí de hombros. Es lo que sucedía con Livingston, que me acordaba de cosas así.
– No sé qué sucedió con su madre; se marchó o desapareció cuando él era muy pequeño. Su padre era un borracho. Tenía dos hermanos mayores que él. Uno creo que se llamaba Sean, ex combatiente de Vietnam, se dejó el pelo largo y barba y andaba por la calle hablando solo, todos decían que estaba loco. El jardín de la casa en que vivían era un basurero lleno de hierbajos. A la gente de Livingston no le gustaba y los guardias los multaban.
Cuadrados tomó nota de todo.
– Haré averiguaciones -dijo.
Me dolía la cabeza y traté de centrarme.
– ¿En tu colegio había alguien así? -pregunté-. ¿Un psicópata que hiciera daño a la gente por placer?
– Sí -contestó él-. Yo.
No acababa de creérmelo. Sabía más o menos que Cuadrados había sido un punk tremendo, pero no podía pensar que hubiese sido como El Espectro, capaz de hacerme temblar al pasar por su lado, capaz de romper a alguien la cabeza carcajeándose… No me encajaba.
Volví a ponerme la bolsa de hielo en la nariz con una mueca de dolor.
– Pobre -comentó Cuadrados meneando la cabeza de un lado a otro.
– Lástima que no se te ocurriera estudiar Medicina.
– Seguramente te ha roto la nariz -dijo.
– Eso creo.
– ¿Quieres que te lleve al hospital?
– No. Soy un tipo duro.
Eso lo hizo reír.
– De todos modos, ya no tiene remedio. -Calló un instante y se pasó la lengua por el interior de la mejilla-. Hay novedades -añadió.
No me gustó su tono de voz.
– Me ha llamado nuestro federal favorito, Joe Pistillo.
Me quité otra vez la bolsa de hielo.
– ¿Han encontrado a Sheila?
– No lo sé.
– ¿Qué quería?
– No me lo ha dicho. Me ha pedido que te lleve a verlo.
– ¿Cuándo?
– Ahora. Me ha comentado que me lo comunicaba por deferencia.
– Deferencia, ¿a qué?
– Y yo qué sé.
– Me llamo Clyde Smart y soy el forense del condado -dijo el hombre con la voz más amable que Edna Rogers había oído en su vida.
Edna Rogers vio a su marido Neil estrechar la mano al hombre mientras ella le dirigía una simple inclinación de cabeza. La sheriff y un ayudante estaban presentes. Edna Rogers advirtió que todos estaban muy serios con cara de circunstancias. El hombre llamado Clyde trató de añadir unas palabras de consuelo, pero ella lo hizo callar.
Clyde Smart se acercó entonces a la mesa mientras Neil y Edna Rogers, casados hacía cuarenta y dos años, aguardaban de pie y esperaban. No se tocaron. No se dieron ánimos el uno al otro. Hacía años que habían dejado de hacerlo.
Finalmente, el forense, sin decir nada más, apartó la sábana.
Cuando Neil Rogers vio el rostro de Sheila retrocedió como un animal herido, alzó los ojos al cielo y profirió un grito que a Edna le recordó el de un coyote que barrunta la tormenta. Por la angustia de su esposo, sabía sin necesidad de mirar a la mesa que no habría marcha atrás ni un milagro en el último momento. Sacó fuerzas de flaqueza y, al ver a su hija, estiró el brazo -el instinto protector maternal nunca se apaga, ni siquiera en la muerte- pero se detuvo en seco.
La contempló hasta que se le nubló la visión, como si el rostro de Sheila se transformara retrospectivamente hasta configurar la cara de su hijita recién nacida, su hijita, con toda la vida por delante y una segunda oportunidad para ella de ser una buena madre.
A continuación, Edna Rogers rompió a llorar.