Pistillo no me quitaba ojo esperando mi reacción, pero yo me sobrepuse enseguida. Quizá todo empezaba a cobrar sentido.
– ¿Cogieron a mi hermano?
– Sí.
– ¿Y lo extraditaron a Estados Unidos?
– Sí.
– ¿Y cómo es que no salió la noticia en los periódicos?
– Lo hicimos de tapadillo -contestó Pistillo.
– ¿Porque temían que se enterara McGuane?
– Sí, principalmente.
– ¿Y qué otro motivo?
Él negó con la cabeza.
– Porque quien les interesaba era McGuane -dije.
– Sí.
– Y mi hermano aún podía servirles.
– Podía ayudarnos.
– Y entonces llegaron a otro acuerdo con él.
– No, simplemente restablecimos el anterior.
Vi un claro en la niebla.
– ¿Y lo incluyeron en el programa de testigos protegidos?
Pistillo asintió con la cabeza.
– En principio lo ocultamos en un hotel con protección. Pero mucho de lo que su hermano sabía ya era cosa pasada. Aunque podía servirnos de testigo clave, el más importante probablemente, lo que necesitábamos era más tiempo y no podíamos tenerlo siempre en un hotel. Él tampoco quería estar allí, por otra parte. Contrató a un abogado famoso y llegamos a un entendimiento. Le buscamos un sitio en Nuevo México donde él se presentaba a diario a uno de nuestros agentes, con la promesa de acudir sin demora si lo citábamos para atestiguar. De no cumplir lo convenido volveríamos a presentar los cargos contra él, incluido el de homicidio de Julie Miller.
– ¿Y qué es lo que salió mal?
– Que McGuane lo descubrió.
– ¿Cómo?
– No lo sabemos. Quizá por una filtración. En cualquier caso, McGuane envió a dos matones para matarlo.
– Los dos cadáveres que aparecieron en su casa -dije.
– Sí.
– ¿Quién los mató?
– Creemos que fue su hermano. Lo subestimaron. Él los mató y huyó otra vez.
– Y ahora quieren a Ken otra vez.
Pistillo desvió la mirada hacia las fotos de la nevera.
– Sí -dijo.
– Pero yo no sé dónde está.
– Ahora sí que me consta. Escuche, tal vez nos hayamos pasado. No lo sé; pero Ken tiene que volver. Le pondremos protección las veinticuatro horas del día, en una casa franca, segura; lo que él quiera. Ésa es la zanahoria. El palo es la condena de prisión que está en el aire.
– ¿Y qué quiere de mí?
– Terminará por ponerse en contacto con usted.
– ¿Por qué está tan seguro?
Lanzó un suspiro y miró el vaso.
– Porque Ken ya lo ha llamado -dijo Pistillo.
Sentí una opresión en el pecho.
– Se hicieron dos llamadas a su apartamento desde un teléfono público cercano a la casa de su hermano en Alburquerque-prosiguió-. La primera aproximadamente una semana antes de que mataran a los dos sicarios y la otra justo después.
Debería haberme sorprendido, pero no fue así. Quizás ahora todo concordara, aunque no como a mí me gustaba.
– No sabía lo de las llamadas, ¿verdad, Will?
Tragué saliva y pensé quién, aparte de mí, podía contestar al teléfono si llamaba Ken.
Sheila.
– No -respondí-, no sabía nada.
Él asintió con la cabeza.
– Lo ignorábamos la primera vez que lo interrogamos, ya que era lógico pensar que quien había contestado al teléfono era usted.
– ¿En qué sentido está implicada Sheila Rogers en esto? -pregunté mirándolo.
– Había huellas suyas en el escenario del crimen.
– Eso ya lo sé.
– Bien, déjeme hacerle una pregunta, Will. Si sabíamos que su hermano lo había llamado y sabíamos que su novia había ido a verlo a Nuevo México, usted en nuestro lugar ¿qué habría pensado?
– Que de algún modo yo estaba implicado.
– Exacto. Pensamos que Sheila era una especie de enlace entre ustedes dos y que usted ayudaba a su hermano. Por eso, al huir Ken, nos imaginamos que usted conocía el paradero.
– Pero ahora sabe que no.
– Correcto.
– Entonces, ¿qué es lo que sospecha ahora?
– Lo mismo que usted, Will -dijo con voz queda en un tono de conmiseración que me hizo maldecirlo-. Que Sheila lo utilizó. Que trabajaba para McGuane y es ella quien le dio el soplo sobre su hermano. Y cuando todo salió mal, McGuane hizo que la mataran.
Sheila. Su traición me hería profundamente. Defenderla ahora, pensar que no había sido para ella más que un primo, sería cerrar los ojos a la realidad. Había que ser verdaderamente ingenuo y mirar las cosas a través de un prisma color de rosa para negarse a ver la verdad.
– Le estoy contando esto, Will, porque tenía miedo de que hiciera alguna tontería.
– Hablar con la prensa, por ejemplo -dije.
– Sí, y porque quiero que entienda. Su hermano sólo tiene dos opciones: o McGuane y El Espectro dan con él y lo matan, o lo encontramos nosotros para protegerlo.
– Exacto -dije-. Y ustedes hasta ahora no han conseguido nada.
– Pero seguimos siendo su mejor opción -replicó él-. Y no creo que McGuane se contente simplemente con su hermano. ¿Cree acaso que la agresión a Katy Miller fue una casualidad? Por su propio bien, tiene usted que ayudarnos.
No contesté. Sabía que no podía confiar en él. No podía confiar en nadie. Era la consecuencia que sacaba de toda la historia. Pero Pistillo era particularmente peligroso. Había pasado once años viendo el rostro sufriente de su hermana. Eso te retuerce. Sabía del asunto, de lo que es ansiar algo hasta el punto de que acaba distorsionando la razón. Pistillo había dicho claramente que nada lo detendría hasta cargarse a McGuane; por consiguiente, era capaz de sacrificar a mi hermano. A mí me había encerrado. Y, sobre todo, había destrozado a mi familia. Pensé en la marcha de mi hermana a Seattle; pensé en mi madre, en su sonrisa, y comprendí que el hombre sentado frente a mí, el hombre que se arrogaba el papel de salvador de mi hermano, había acumulado un enorme rencor. Había matado a mi madre -porque nadie podría convencerme de que el cáncer no estuviera relacionado con lo que había pasado, de que su sistema inmunitario no hubiera sido una segunda víctima de aquella terrible noche- y ahora me pedía que lo ayudase.
No sabía hasta qué extremo todo aquello era mentira y decidí mentir también.
– Lo ayudaré -dije.
– Muy bien. Me encargaré de que retiren inmediatamente los cargos contra usted.
No le di las gracias.
– Si quiere lo llevamos a casa.
Me habría gustado hacerle un desprecio pero no quise darle ningún indicio. Si pretendía engañarme, yo también lo haría. Acepté con buena cara y, cuando me levantaba, añadió:
– Tengo entendido que va a celebrarse el funeral de Sheila.
– Sí.
– Ahora que no hay cargos contra usted, puede viajar.
No dije nada.
– ¿Va a asistir usted? -preguntó.
Esta vez dije la verdad:
– No lo sé.