17

La agente especial Claudia Fisher enderezó la espalda y llamó a la puerta.

– Adelante.

Fisher hizo girar el picaporte y entró en el despacho del director Joseph Pistillo adjunto responsable. Después del director en Washington, un director adjunto es el agente del FBI con mayor relevancia y poder.

Pistillo alzó la vista y no le gustó lo que vio.

– ¿Qué sucede?

– Han encontrado muerta a Sheila Rogers -dijo la agente.

Pistillo farfulló una maldición.

– ¿Cómo?

– Apareció en una cuneta de Nebraska, sin documentos de identificación. Comprobaron las huellas en la base de datos y era ella.

– Maldita sea.

Pistillo se mordió una cutícula mientras Fisher aguardaba.

– Quiero la confirmación visual -dijo él.

– Está hecha.

– ¿Qué?

– Me tomé la libertad de enviar por correo electrónico a la sheriff Farrow unas fotos de Sheila Rogers, y tanto ella como el forense confirman que se trata de la misma persona. También coinciden la altura y el peso.

Pistillo se reclinó en el asiento, cogió un bolígrafo, se lo llevó a la altura de los ojos y se quedó mirándolo hasta dirigir un gesto a la agente que la invitaba a sentarse. Fisher así lo hizo.

– Los padres de Sheila Rogers viven en Utah, ¿verdad? -preguntó él.

– En Idaho.

– Bueno, eso. Hay que comunicárselo.

– Tengo a la espera a la policía local de su lugar de residencia. El jefe los conoce personalmente.

– Muy bien, de acuerdo -dijo Pistillo asintiendo con la cabeza y quitándose el bolígrafo de la boca-. ¿Cómo la mataron?

– Probablemente murió de una hemorragia interna a consecuencia de golpes, pero no han terminado la autopsia.

– Dios bendito.

– La torturaron: tenía los dedos dislocados y retorcidos. Debieron de utilizar unos alicates. Y en los pechos había quemaduras de cigarrillo.

– ¿Cuánto tiempo llevaba muerta?

– Falleció probablemente ayer a última hora o a primera hora de hoy.

Pistillo miró a Fisher y recordó que Will Klein había estado sentado en aquella misma silla la víspera.

– Qué rápido -dijo.

– ¿Cómo dice?

– Si huyó, como es de suponer, la encontraron rápido.

– A menos que ella fuera a su encuentro.

– O que no huyera -añadió Pistillo.

– No lo entiendo.

Pistillo miró un instante el bolígrafo.

– Siempre hemos dado por supuesto que Sheila Rogers huyó a causa de su relación con los asesinatos de Alburquerque, ¿no es eso?

Fisher ladeó la cabeza despacio.

– Pues, sí y no. Quiero decir que ¿por qué iba a volver a Nueva York para huir de nuevo?

– Quizá pretendía asistir al funeral de la madre de Klein. No sé -replicó Pistillo-. De todos modos, no creo que eso importe ahora. A lo mejor no sabía que la buscábamos. O tal vez, escuche lo que le digo, Claudia, la secuestraron.

– ¿Cómo lo harían?

– Según Will Klein -respondió Pistillo dejando el bolígrafo-, se fue del apartamento ¿a qué hora?, ¿a las seis de la mañana?

– A las cinco.

– Bueno, a las cinco. Reconstruyámoslo con arreglo a esos datos. Sheila Rogers sale del apartamento a las cinco. Se esconde. Alguien la encuentra, la tortura y la deja tirada en el quinto infierno en Nebraska. ¿Le parece factible?

– Demasiado rápido, como usted dice -comentó Fisher asintiendo.

– ¿Muy rápido?

– Eso creo.

– Es cuestión de coordinarlo -replicó Pistillo- porque lo más probable es que la secuestraran a primera hora nada más salir del apartamento.

– ¿Para llevarla en avión a Nebraska?

– O en coche, conduciendo como un loco.

– O… -balbució Fisher.

– ¿O qué?

La agente miró a su jefe.

– Me parece que los dos llegamos a la misma conclusión: es un plazo de tiempo muy corto. Probablemente desapareció la noche anterior -añadió.

– O sea, ¿que…?

– O sea, que Will Klein nos mintió.

– Exacto -apostilló Pistillo sonriente.

– Muy bien, otra posibilidad más verosímil es -comenzó a decir Fisher sin interrupciones-: Will Klein y Sheila Rogers asisten al entierro de la madre de él, regresan a casa de los padres y, según Klein, aquella tarde vuelven en coche al apartamento de Nueva York. Pero no tenemos confirmación independiente de ello. Así que tal vez -prosiguió tratando inútilmente de hablar más despacio-, tal vez la entregó a un cómplice que la torturó y abandonó después el cadáver. Mientras tanto, Will regresa a su apartamento y acude al trabajo por la mañana y, cuando Wilcox y yo lo sorprendemos en su despacho, se inventa la historia de que ella se fue por la mañana.

– Es una hipótesis interesante -dijo Pistillo asintiendo con la cabeza.

Claudia Fisher lo miró sin inmutarse.

– ¿Y el móvil? -preguntó él.

– Klein tenía que silenciarla.

– ¿Por qué?

– Por lo que sucediera en Alburquerque.

Reflexionaron los dos en silencio.

– No me convence -dijo Pistillo.

– A mí tampoco.

– Pero estamos de acuerdo en que Will Klein sabe más de lo que cuenta.

– Sin ninguna duda.

Pistillo lanzó un suspiro prolongado.

– De todos modos, tenemos que darle la mala noticia del fallecimiento de la señorita Rogers.

– Sí.

– Llame a ese jefe de policía de Utah.

– Idaho.

– Bueno, lo que sea. Dígale que comunique la noticia a los padres y que los haga venir en avión para efectuar la identificación oficial.

– ¿Y Will Klein?

Pistillo reflexionó un instante.

– Llamaré a Cuadrados a ver si él nos echa una mano para descargar el golpe.

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