La agente especial Claudia Fisher enderezó la espalda y llamó a la puerta.
– Adelante.
Fisher hizo girar el picaporte y entró en el despacho del director Joseph Pistillo adjunto responsable. Después del director en Washington, un director adjunto es el agente del FBI con mayor relevancia y poder.
Pistillo alzó la vista y no le gustó lo que vio.
– ¿Qué sucede?
– Han encontrado muerta a Sheila Rogers -dijo la agente.
Pistillo farfulló una maldición.
– ¿Cómo?
– Apareció en una cuneta de Nebraska, sin documentos de identificación. Comprobaron las huellas en la base de datos y era ella.
– Maldita sea.
Pistillo se mordió una cutícula mientras Fisher aguardaba.
– Quiero la confirmación visual -dijo él.
– Está hecha.
– ¿Qué?
– Me tomé la libertad de enviar por correo electrónico a la sheriff Farrow unas fotos de Sheila Rogers, y tanto ella como el forense confirman que se trata de la misma persona. También coinciden la altura y el peso.
Pistillo se reclinó en el asiento, cogió un bolígrafo, se lo llevó a la altura de los ojos y se quedó mirándolo hasta dirigir un gesto a la agente que la invitaba a sentarse. Fisher así lo hizo.
– Los padres de Sheila Rogers viven en Utah, ¿verdad? -preguntó él.
– En Idaho.
– Bueno, eso. Hay que comunicárselo.
– Tengo a la espera a la policía local de su lugar de residencia. El jefe los conoce personalmente.
– Muy bien, de acuerdo -dijo Pistillo asintiendo con la cabeza y quitándose el bolígrafo de la boca-. ¿Cómo la mataron?
– Probablemente murió de una hemorragia interna a consecuencia de golpes, pero no han terminado la autopsia.
– Dios bendito.
– La torturaron: tenía los dedos dislocados y retorcidos. Debieron de utilizar unos alicates. Y en los pechos había quemaduras de cigarrillo.
– ¿Cuánto tiempo llevaba muerta?
– Falleció probablemente ayer a última hora o a primera hora de hoy.
Pistillo miró a Fisher y recordó que Will Klein había estado sentado en aquella misma silla la víspera.
– Qué rápido -dijo.
– ¿Cómo dice?
– Si huyó, como es de suponer, la encontraron rápido.
– A menos que ella fuera a su encuentro.
– O que no huyera -añadió Pistillo.
– No lo entiendo.
Pistillo miró un instante el bolígrafo.
– Siempre hemos dado por supuesto que Sheila Rogers huyó a causa de su relación con los asesinatos de Alburquerque, ¿no es eso?
Fisher ladeó la cabeza despacio.
– Pues, sí y no. Quiero decir que ¿por qué iba a volver a Nueva York para huir de nuevo?
– Quizá pretendía asistir al funeral de la madre de Klein. No sé -replicó Pistillo-. De todos modos, no creo que eso importe ahora. A lo mejor no sabía que la buscábamos. O tal vez, escuche lo que le digo, Claudia, la secuestraron.
– ¿Cómo lo harían?
– Según Will Klein -respondió Pistillo dejando el bolígrafo-, se fue del apartamento ¿a qué hora?, ¿a las seis de la mañana?
– A las cinco.
– Bueno, a las cinco. Reconstruyámoslo con arreglo a esos datos. Sheila Rogers sale del apartamento a las cinco. Se esconde. Alguien la encuentra, la tortura y la deja tirada en el quinto infierno en Nebraska. ¿Le parece factible?
– Demasiado rápido, como usted dice -comentó Fisher asintiendo.
– ¿Muy rápido?
– Eso creo.
– Es cuestión de coordinarlo -replicó Pistillo- porque lo más probable es que la secuestraran a primera hora nada más salir del apartamento.
– ¿Para llevarla en avión a Nebraska?
– O en coche, conduciendo como un loco.
– O… -balbució Fisher.
– ¿O qué?
La agente miró a su jefe.
– Me parece que los dos llegamos a la misma conclusión: es un plazo de tiempo muy corto. Probablemente desapareció la noche anterior -añadió.
– O sea, ¿que…?
– O sea, que Will Klein nos mintió.
– Exacto -apostilló Pistillo sonriente.
– Muy bien, otra posibilidad más verosímil es -comenzó a decir Fisher sin interrupciones-: Will Klein y Sheila Rogers asisten al entierro de la madre de él, regresan a casa de los padres y, según Klein, aquella tarde vuelven en coche al apartamento de Nueva York. Pero no tenemos confirmación independiente de ello. Así que tal vez -prosiguió tratando inútilmente de hablar más despacio-, tal vez la entregó a un cómplice que la torturó y abandonó después el cadáver. Mientras tanto, Will regresa a su apartamento y acude al trabajo por la mañana y, cuando Wilcox y yo lo sorprendemos en su despacho, se inventa la historia de que ella se fue por la mañana.
– Es una hipótesis interesante -dijo Pistillo asintiendo con la cabeza.
Claudia Fisher lo miró sin inmutarse.
– ¿Y el móvil? -preguntó él.
– Klein tenía que silenciarla.
– ¿Por qué?
– Por lo que sucediera en Alburquerque.
Reflexionaron los dos en silencio.
– No me convence -dijo Pistillo.
– A mí tampoco.
– Pero estamos de acuerdo en que Will Klein sabe más de lo que cuenta.
– Sin ninguna duda.
Pistillo lanzó un suspiro prolongado.
– De todos modos, tenemos que darle la mala noticia del fallecimiento de la señorita Rogers.
– Sí.
– Llame a ese jefe de policía de Utah.
– Idaho.
– Bueno, lo que sea. Dígale que comunique la noticia a los padres y que los haga venir en avión para efectuar la identificación oficial.
– ¿Y Will Klein?
Pistillo reflexionó un instante.
– Llamaré a Cuadrados a ver si él nos echa una mano para descargar el golpe.