No podía quedarme en casa esperando en vilo, así que por la mañana fui a trabajar. Fue curioso. Pensé que sería incapaz de hacer nada, pero sucedió todo lo contrario. Al cruzar la puerta de Covenant House me sentí como un atleta que sale impasible al estadio. Nuestros jóvenes ante todo, me dije. Es un estereotipo, cierto, pero me sirvió para autoconvencerme y sumergirme en mi mundo.
Naturalmente, algunas personas se acercaron a darme el pésame y para mí, qué duda cabe, que el espíritu de Sheila flotaba en el ambiente. Había pocos sitios en el local que no me trajeran su recuerdo, pero logré sobreponerme. Eso no quiere decir que olvidara ni que renunciara a averiguar el paradero de mi hermano, quién había matado a Sheila ni qué era de su hija Carly. No olvidaba nada, pero de momento no podía hacer gran cosa. Había llamado al hospital para intentar hablar con Katy pero seguía vigente la prohibición de pasarle llamadas; Cuadrados había encargado a una agencia de detectives que localizasen el nombre falso de Donna White que utilizaba Sheila en los ordenadores de las líneas aéreas con listas de pasajeros, y de momento no había ningún resultado. Así que decidí esperar.
Aquella noche me presté voluntario a salir con la furgoneta. Me acompañó Cuadrados, a quien había explicado todos los detalles, y juntos nos sumergimos en la noche. Bajo los faros, surgían en la oscuridad los niños de la calle. Sus caras eran anodinas, sin tacha y sin arrugas. Ves a un vagabundo adulto, a una pordiosera con bolsas, a un hombre con un carrito del supermercado, a gente durmiendo abrigada con cartones, a alguien pidiendo limosna con un vaso de plástico, y sabes que son gente sin hogar; pero los adolescentes de quince y dieciséis años que se escapan de casa porque los maltratan, que caen en la drogadicción o en la prostitución, o se vuelven locos, pasan más inadvertidos. Cuando se trata de adolescentes no sabes si son personas sin hogar o están paseando.
Pese a lo que se diga, no es tan fácil pasar por alto la grave situación de los sin techo adultos porque salta a la vista; puedes desviar la mirada siguiendo tu camino y argumentar que, si te apiadas y les das un dólar o unos centavos, se lo van a gastar en alcohol o en drogas o cualquier otra justificación que uno prefiera pero, aunque se esquive la situación de ese modo, el hecho de haber pasado de largo junto a un ser humano necesitado se te queda grabado y te acongoja. Nuestros chicos, por el contrario, son invisibles. Se fusionan con la noche. Puedes evitarlos y no hay efectos secundarios.
La radio sonaba a todo volumen, era un ritmo musical fuerte latino. Cuadrados me tendió un taco de tarjetas de teléfono para que las repartiera. Nos internamos en la Avenida A, famosa por la heroína; comenzamos nuestra rutina habitual: hablándoles, engatusándolos y escuchándolos. Yo observaba aquellas miradas adustas, aquel modo de rascarse piojos imaginarios bajo la piel, los pinchazos y las venas hundidas.
Volvimos a la furgoneta a las cuatro de la mañana. No habíamos intercambiado casi palabra en las últimas horas. Cuadrados miró por la ventanilla. Seguían pasando jovenzuelos por la calle, como si los sangraran los ladrillos.
– Deberíamos ir al funeral -dijo él.
No estaba seguro de que me saliera la voz.
– ¿Recuerdas su cara cuando se acercaba en la calle a estos chicos? -preguntó él.
Claro. Sabía perfectamente a qué se refería.
– Eso no se puede fingir, Will.
– Ojalá pudiera creérmelo -dije.
– ¿Lo que Sheila te hacía sentir?
– Hacía que me sintiera el hombre más feliz del mundo -añadí.
Él asintió con la cabeza.
– Eso tampoco se puede fingir -dijo.
– Entonces, ¿tú cómo te lo explicas?
– No me lo explico -respondió él parando en la calle-. Pero estamos usando mucho la cabeza y tal vez convendría tener también en cuenta el corazón.
– Suena muy bonito, Cuadrados -repliqué frunciendo el ceño-, pero no sé si tiene sentido.
– Pues escucha otra alternativa: vamos a dar el último adiós a la Sheila que conocimos.
– ¿Aunque fuese una falsaria?
– Aunque lo fuese. Quizás averigüemos algo. Que nos sirva para entender qué sucedió.
– ¿No eras tú quien decías que probablemente no nos gustaría lo que descubriésemos?
– Pues sí. Mira que listo soy -añadió él moviendo las cejas.
Yo sonreí.
– Es un deber, Will. En su memoria.
Tenía razón. Había que poner fin a aquello. Necesitaba respuestas y quizás en el funeral obtuviéramos algún indicio, el hecho en sí de enterrar a mi falsa amada contribuiría a cicatrizar mis heridas. No lo creía, pero estaba dispuesto a intentar lo que fuese.
– Además, hay que tener en cuenta a Carly. ¿No es nuestro cometido ayudar a niños? -añadió Cuadrados señalando por la ventanilla.
– Sí -contesté volviéndome hacia él-. Y hablando de niños… -agregué.
Aguardé. No veía sus ojos, porque muchas veces, de noche, como en la vieja canción de Corey Hart, llevaba gafas de sol, pero advertí que apretaba el volante.
– Cuadrados.
– Ahora hablamos de Sheila -replicó en tono cortante.
– Eso pertenece al pasado y por mucho que averigüemos no podemos cambiarlo.
– Centrémonos en una sola cosa, ¿de acuerdo?
– No -repliqué-. Somos amigos y se supone que esto es un toma y daca.
Negó con la cabeza y puso en marcha la furgoneta. Circulamos en silencio. Yo miraba su rostro sin afeitar picado de viruelas. El tatuaje parecía más oscuro y vi que se mordía el labio inferior.
– Nunca se lo dije a Wanda -reveló al cabo de un rato.
– ¿Que eras padre?
– De un hijo -respondió en voz baja.
– ¿Dónde está?
Apartó una mano del volante para rascarse algo en la cara y noté que le temblaba al hacerlo.
– Antes de cumplir cuatro años estaba bajo dos metros de tierra.
Cerré los ojos.
– Se llamaba Michael. Yo no quería saber nada de él. Sólo lo vi dos veces y luego lo dejé en manos de su madre, una drogadicta de diecisiete años a quien no se le podía confiar ni un perro. Un día, cuando el niño tenía tres años, ella iba conduciendo colgada y se estrelló contra una pared. Se mataron los dos. Aún no sé si fue un suicidio o no.
– Cuánto lo siento -dije.
– Ahora tendría veintiún años.
Quise musitar algo pero no me salía y al fin opté por decir:
– De eso hace mucho tiempo. Tú eras un crío.
– No trates de racionalizarlo, Will.
– No es eso. Lo que quiero decir… -no sabía cómo seguir- es que si yo tuviera un hijo te pediría que fueses el padrino para que lo cuidaras tú si a mí me sucediese algo. Y no lo haría por amistad o lealtad, sino por el bien de mi hijo.
Él tardó un rato en hablar.
– Hay cosas que no se perdonan nunca -dijo.
– Tú no lo mataste, Cuadrados.
– Sí, claro; no se me puede reprochar nada.
Nos detuvimos en un semáforo en rojo y él puso la radio. No era una emisora de música sino una de las que transmiten información comercial, que en aquel momento anunciaba una dieta milagrosa. Agarró y se inclinó con los codos apoyados en el volante.
– Veo a esos chicos de la calle e intento ayudarlos sin dejar de pensar en todo momento si realmente cumplo bien ayudando a muchos, si quizá con eso redima lo que hice con Michael, no sé, como si de algún modo lo ayudase. -Se quitó las gafas de sol y su voz se hizo más grave-. Pero lo que sí sé, y siempre he sabido, es que por mucho que haga soy una mierda.
Negué con la cabeza deseando que se me ocurriera algo que lo pudiera consolar, que lo iluminara o lo distrajera al menos, pero no lo conseguí. Todo lo que pensaba sonaba a trillado y falso. Como en casi todas las tragedias, lo que había dicho explicaba muchas cosas pero, a pesar de todo, no permitía entender cómo era aquel hombre en el fondo.
– Creo que te equivocas -dije al fin.
Se puso de nuevo las gafas, se concentró en la conducción y comprendí que quería inhibirse, pero decidí insistir.
– Dices que tenemos que ir al entierro por deber hacia Sheila. ¿Y qué me dices de Wanda?
– Will.
– ¿Qué?
– No quiero hablar más de esto.