Nora llamó a Cuadrados al móvil y le hizo un resumen de las circunstancias de su desaparición. Cuadrados escuchó sin interrumpirla mientras acudía con la furgoneta a recogerla delante del edificio Metropolitan Life de Parle Avenue.
Nada más subir al vehículo, ella lo abrazó. Le hacía ilusión estar de nuevo en aquella furgoneta.
– No podemos llamar a la policía -dijo Cuadrados.
– Ken lo dejó bien claro -añadió ella asintiendo con la cabeza.
– ¿Qué es lo que podemos hacer?
– No lo sé, Cuadrados, pero tengo miedo. El hermano de Will me habló de esa gente. Lo matarán, estoy segura.
Cuadrados reflexionó.
– ¿Cómo te comunicabas con Ken?
– A través de un grupo de noticias de Internet.
– Vamos a enviarle un mensaje a ver si él tiene alguna idea.
El Espectro mantuvo las distancias.
El tiempo corría. Yo estaba alerta. Si había alguna oportunidad, la menor posibilidad, me arriesgaría. Toqué el vidrio con la mano y lo miré al cuello, repasando de memoria lo que me disponía a hacer y calculando los movimientos defensivos con los que él podría reaccionar. ¿Dónde tendría exactamente la arteria? ¿En qué punto sería su carne más blanda y vulnerable?
Miré a Katy y vi que aguantaba bien. Volví a pensar en la insistencia de Pistillo en que la dejase al margen. Tenía razón. Era culpa mía. Desde el primer momento en que me dijo que quería ayudar tendría que haberme negado. Le había hecho correr peligro, y por mucho que ahora tratase de ayudarla y ella se diera cuenta de cómo ansiaba yo que todo acabara, eso no me eximía de mi responsabilidad.
Tenía que encontrar el modo de salvarla.
Volví a mirar a El Espectro. Me sostuvo la mirada. No pestañeé.
– Suéltala -dije.
Fingió un bostezo.
– Su hermana se portó bien contigo.
– ¿Y qué?
– No hay motivo para que le hagas daño.
El Espectro alzó las manos con la palma hacia arriba y dijo con su peculiar afectación sosegada:
– ¿Quién habla aquí de motivos?
Katy cerró los ojos. No insistí. Estaba agravando la situación. Miré el reloj y vi que quedaban dos horas. El patio era el lugar de reunión de los porreros del colegio Heritage al final de una jornada de diversión; estaba a unos cinco kilómetros de allí y sabía por qué lo había elegido. Era un lugar cerrado fácil de controlar, sobre todo en verano, en el que una vez dentro había pocas posibilidades de escapar con vida.
El móvil del Espectro sonó. Bajó la vista como si no hubiera oído nunca aquel pitido y por primera vez vi en su rostro un gesto de contrariedad. Me puse en tensión sin atreverme a coger el vidrio. Todavía no. Pero estaba preparado.
El Espectro pulsó el botón y acercó el aparato al oído.
– Diga.
Escuchó. Estudié aquel rostro blanquecino; escuchaba sin alterarse, pero algo sucedía. Parpadeaba más. Miraba el reloj. Estuvo casi dos minutos sin decir nada.
– Voy para allá -dijo al fin.
Se levantó, vino hacia mí, se inclinó y me susurró al oído:
– Si te mueves de esta silla me suplicarás que la mate. ¿Entiendes?
Asentí con la cabeza.
El Espectro salió y cerró la puerta. Había poca luz. El sol comenzaba a declinar y la arboleda no dejaba pasar sus rayos. Como en la parte delantera la caseta no tenía ventanas, era imposible ver lo que hacían.
– ¿Qué sucede? -susurró Katy.
Crucé mis labios con un dedo y presté oído. Sonó un motor y oí que arrancaba el coche. Pensé en la advertencia de que no me moviera de la silla y en que a El Espectro no se le desobedecía, pero de todos modos iba a matarnos. Me incliné sin prestar atención y dejé caer la silla. No fue un movimiento precisamente delicado. Más bien nervioso.
Miré a Katy y le hice señas para que callara. Ella asintió con la cabeza.
Me agaché cuanto pude y me acerqué con cautela a la puerta. Lo habría hecho arrastrándome sobre el vientre estilo comando pero no me atreví por los trozos de vidrio; avancé despacio con cuidado de no cortarme y, cuando llegué a la puerta, acerqué los ojos a las planchas del suelo y miré por una rendija. Vi que el coche se alejaba; cambié de postura para ver mejor, pero era imposible. Me senté y arrimé el ojo a una pequeña rendija de la pared que no me permitía ver muy bien. Me erguí un poco y entonces lo vi.
El chófer.
Pero ¿dónde estaba El Espectro?
Calculé rápidamente: dos hombres, un coche; si el coche se va sólo puede quedar uno. Pura aritmética. Me volví hacia Katy.
– Se ha marchado -dije.
– ¿Qué?
– El Espectro se ha marchado y está el chófer solo.
Volví a mi silla y cogí el vidrio roto. Pisando con cuidado para no hacer ruido, temeroso de que mis movimientos hicieran tambalearse la estructura, llegué hasta detrás de la silla de Katy y comencé a cortar la cuerda.
– ¿Qué vamos a hacer? -susurró ella.
– Tú sabes cómo salir de aquí -dije-. Vamos a escapar.
– Está oscureciendo.
– Precisamente es el momento.
– El otro puede estar armado -dijo ella.
– Probablemente, pero ¿qué prefieres, esperar a que vuelva El Espectro?
Ella negó con la cabeza.
– ¿Y tú cómo sabes que no va a volver ahora mismo?
– No lo sé -respondí cortando las cuerdas. Estaba libre. Se restregó las muñecas-. ¿Lista?
Me miró y yo pensé que era quizá la misma actitud con que yo miraba a Ken, aquella mezcla de esperanza, admiración y confianza. Yo procuraba hacerme el valiente, pero nunca se me dio bien jugar al héroe. Katy asintió con la cabeza.
Había una ventana en la parte de atrás y mi plan era abrirla, salir descolgándonos por la estructura y escapar a través del bosque; procuraríamos hacer el menor ruido posible, pero si el chófer nos oía echaríamos a correr. Contaba con el hecho de que o no estuviera armado o, si lo estaba, no nos hiriera gravemente, pues habrían pensado que Ken adoptaría sus precauciones. Les interesaba mantenernos vivos para hacerlo caer en la trampa.
O quizá no.
La ventana estaba atascada. Tiré y empujé con fuerza. Nada. La habían pintado hacía un millón de años. Era imposible abrirla.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Katy.
Acorralado. Me sentía como un ratón acorralado. La miré y pensé en lo que había dicho El Espectro de que yo no había protegido a Julie. No volvería a suceder con Katy.
– Sólo hay un modo de salir -dije mirando hacia la puerta.
– Nos verá.
– A lo mejor no.
Arrimé el ojo a la rendija; la luz era más escasa, comenzaban a acentuarse las sombras. Vi que el chófer se había sentado en un tocón. Le delataba la lumbre del cigarrillo, una señal en la oscuridad.
Estaba de espaldas.
Me guardé el trozo de vidrio en el bolsillo y, haciendo una señal a Katy para que se agachara, yo giré despacio. La puerta crujió al abrirse. Agarré el pomo. Me quedé quieto y miré afuera. El chófer seguía de espaldas. Tenía que arriesgarme. Empujé algo más la puerta. El crujido era más leve. Abrí la puerta treinta centímetros. Suficiente para pasar.
Katy me miró. Yo asentí con la cabeza. Se escurrió a través de la puerta y me agaché siguiendo sus pasos. Estábamos fuera tumbados en la plataforma. Perfectamente visibles. Cerré la puerta.
El chófer seguía de espaldas.
Bien, ahora sólo faltaba bajar de allí. Por la escalerilla no podíamos hacerlo porque nos vería. Hice un gesto a Katy para que me siguiera a rastras hasta el borde; no fue difícil porque era una plataforma de aluminio. No había fricción ni astillas sueltas.
Alcanzamos el extremo de la caseta. Al llegar a la esquina oí un ruido parecido a un gruñido. En ese momento, algo se desprendió. Me quedé helado. Una viga había cedido e hizo temblar la estructura.
– ¿Qué diablos…? -exclamó el chófer.
Nos aplastamos contra el suelo. Apreté a Katy contra mí junto a la caseta, que nos tapaba. El chófer no nos podía ver, pero había oído el ruido. Miró hacia arriba y, al ver la puerta cerrada y la plataforma vacía, gritó:
– ¿Puede saberse qué diablos hacéis?
Contuvimos la respiración. Oí pisadas sobre la hojarasca. Me lo esperaba y tenía previsto un plan. Contuve la respiración mientras él gritaba de nuevo:
– ¿Qué diablos hacéis…?
– Nada -contesté arrimando la boca a la pared de la caseta, contando con que sonase amortiguada como si saliera del interior. No tenía más remedio que arriesgarme. Si no contestaba, subiría a echar un vistazo-. Esta caseta es una mierda -dije-. No para de moverse.
Silencio.
Seguimos conteniendo la respiración, los dos muy juntos. Noté que Katy temblaba y le di una palmadita en la espalda para tranquilizarla. Todo iría bien. Seguro, todo iba bien. Presté oído por si captaba ruido de pisadas del chófer. No oí nada. La miré y le indiqué con los ojos que se arrastrara hasta la parte de atrás. Ella dudó un instante y al final se puso en marcha.
Mi plan consistía en descolgarnos por uno de los postes traseros. Ella bajaría primero. Si el chófer la oía, lo que parecía probable, tenía pensado otro plan.
Le señalé el sitio y ella, muy decidida, asintió con la cabeza y seacercó al poste. Sacó medio cuerpo afuera y se agarró a él como un bombero; la plataforma dio una sacudida y vi desesperado que se bamboleaba y volvía a crujir, esta vez más fuerte. Advertí que saltaba un tornillo.
– ¿Qué diablos…?
Esta vez, el chófer no se molestó en gritar. Oí cómo se acercaba mientras Katy me miraba aún agarrada al poste.
– ¡Salta al suelo y echa a correr! -grité.
Se deslizó y llegó abajo. No era mucha altura y desde tierra se quedó mirándome, esperando.
– ¡Corre! -volví a gritar.
– ¡Quietos o disparo! -gritó el chófer.
– ¡Corre, Katy!
Saqué medio cuerpo fuera de la plataforma y me descolgué por el poste, pero tardé algo más en llegar al suelo y aterricé con fuerza; recordé haber leído que hay que caer con las rodillas flexionadas y dejarse rodar, y es lo que hice, pero me di contra un árbol. Cuando me incorporé vi que, a unos cincuenta metros, el hombre venía hacia nosotros enfurecido.
– ¡Alto o disparo!
Pero no llevaba pistola.
– ¡Corre! -grité de nuevo a Katy.
– Pero…
– ¡Yo voy detrás! ¡Corre!
Ella sabía que mentía. Yo había asumido la parte del plan que consistía en hacer frente al enemigo para que ella tuviese tiempo de huir. La vi indecisa y disconforme con mi sacrificio, pero el hombre se nos echaba encima.
– Pide ayuda. ¡Corre! -la apremié.
Finalmente obedeció y echó a correr entre los árboles saltando matas y raíces mientras yo metía la mano en el bolsillo, pero en ese momento el chófer se lanzó sobre mí; el golpazo fue tremendo mas logré agarrarme a él y rodamos los dos por el suelo. También había leído eso no sé dónde: casi todas las peleas acaban en el suelo. En las películas, los antagonistas se propinan puñetazos para derribarse pero, en la vida real, lo que hacen es encogerse, tratando de agarrar al contrario hasta acabar los dos en el suelo cuerpo a cuerpo. Mientras rodábamos los dos agarrados, él me dio varios golpes pero yo centraba exclusivamente mi pensamiento en el vidrio que tenía en la mano.
Le di un abrazo de oso, apretándole, con todas mis fuerzas, aunque sabía que no le haría daño. Daba igual. Ganaría tiempo. Para Katy contaba cada segundo que yo ganara de ventaja. Mi adversario trataba de zafarse. Yo no lo solté.
Fue en ese momento cuando me dio un cabezazo.
Echó la cabeza hacia atrás y me golpeó en la cara con su frente. Nunca había recibido un cabezazo y la verdad es que duele mucho. Sentí como si me hubiera golpeado un martillo pilón. Se me saltaron las lágrimas. Lo solté, caí de espaldas y vi que se disponía a golpearme de nuevo, pero instintivamente me di la vuelta encogido como una pelota. Mientras, él se puso de pie. Estaba decidido a patearme las costillas.
Pero yo estaba al quite: me preparé y esperé a que me diera una patada para agarrarle el pie con una mano, sujetándolo bajo mi peso, al tiempo que con la otra le clavaba el vidrio en la pantorrilla. Al sentir en su carne el profundo corte lanzó un grito que resonó en el bosque espantando a los pájaros. Se lo clavé por segunda vez en el tendón de la corva y noté que brotaba un chorro de sangre caliente.
El hombre cayó al suelo retorciéndose como un pez en el anzuelo.
Iba a clavárselo de nuevo cuando lo oí decir:
– Lárguese, por favor.
Lo miré y, al ver su pierna inerme, comprendí que no representaba ninguna amenaza. Yo no era un asesino, al menos de momento, y allí estaba perdiendo tiempo porque quizás El Espectro estaba a punto de volver. Teníamos que escapar antes de que llegara.
Le di la espalda y eché a correr.
Al cabo de veinte o treinta metros miré hacia atrás y vi que, incapaz de seguirme, pugnaba a duras penas por arrastrarse. Reanudé la carrera al oír gritar a Katy:
– ¡Will, por aquí!
Me di la vuelta y la vi.
– Es por aquí -añadió.
Corrimos sin detenernos y sin preocuparnos por las ramas que nos azotaban la cara y sin caernos a pesar de los tropezones en las raíces. Era cierto que Katy sabía dónde estábamos porque al cabo de un cuarto de hora salíamos del bosque a la carretera de Hobart Gap.
Cuando Will y Katy salieron del bosque, El Espectro estaba al acecho.
Los contempló desde lejos. Sonrió y subió de nuevo al coche para regresar al claro de la plataforma y hacer limpieza. Había sangre, no lo esperaba. Will Klein no sólo volvía a sorprenderlo, sino que realmente le impresionaba.
Eso estaba bien.
Cuando terminó, El Espectro fue a South Livingston Avenue, pero no había rastro de Will ni de Katy. Muy bien. Se detuvo en correos de Northfield Avenue y dudó un instante antes de echar el paquete al buzón.
Ya estaba hecho.
Después fue por Northfield Avenue hasta la Autopista 280 para tomar la autopista Garden State. Ya faltaba menos. Pensó en cómo había comenzado todo y en cómo terminaría, y pensó en McGuane, Will, Katy, Julie y Ken.
Pero sobre todo pensó en su promesa y en lo que lo había impulsado a volver.