Claudia Fisher irrumpió en el despacho de Joe Pistillo.
– ¿Qué sucede? -preguntó Pistillo levantando la cabeza.
– Raymond Cromwell no ha comunicado.
Cromwell era el agente secreto que habían asignado a Joshua Ford, el abogado de Ken Klein.
– ¿No llevaba transmisor?
– Fueron a una entrevista con McGuane y allí no podía llevar micrófono oculto.
– ¿Y no se le ha vuelto a ver desde entonces?
– Ni a Ford tampoco. Han desaparecido los dos.
– Dios mío.
– ¿Qué hacemos?
Pistillo ya se había puesto en pie.
– Reúna a todos los agentes que pueda y vamos ahora mismo a la oficina de McGuane.
Dejar sola de aquel modo a Nora -ya me había acostumbrado al nombre- era descorazonador, pero ¿qué podía hacer? Pensar que Katy estaba en manos de aquel psicópata sádico me atormentaba. Recordé la impotencia que sentí al verme esposado a la cama mientras él la agredía y cerré los ojos para exorcizar la escena.
Nora quiso impedir que fuera, pero lo comprendió. Tenía que hacerlo. Nos despedimos con un beso lánguido inenarrable. Al romper el abrazo vi lágrimas en sus ojos.
– Vuelve a mí -dijo.
Dije que lo haría y salí del local.
Era un Ford Taurus negro de ventanillas ahumadas. No había nada en el coche aparte del chófer. No lo conocía. Me tendió un protector para los ojos como los que dan en los aviones durante el vuelo y me dijo que me lo pusiera y me tumbase en el asiento trasero. Así lo hice. Puso el coche en marcha y arrancó. Me dispuse a pensar: ahora sabía ya muchas cosas. No todo. No lo suficiente. Pero bastante. Estaba casi razonablemente convencido de que El Espectro tenía razón: aquello tocaba a su fin.
Por mi mente discurrió todo como una película y el resumen prácticamente definitivo era que once años atrás Ken se implicó en algo ilegal con sus antiguos amigos McGuane y El Espectro. Eso estaba claro: Ken había delinquido. A mí me habría podido parecer un héroe, pero no podía prescindir del comentario de mi hermana Melissa sobre cómo a él le atraía la violencia. Podía alegarse como eximente que le gustaba la acción, el riesgo. Pero eso eran puros matices.
En algún momento lo habían detenido, y llegó a un acuerdo para ayudar a desenmascarar a McGuane. Había arriesgado su vida actuando como agente secreto con un micrófono oculto, pero McGuane y El Espectro lo descubrieron. Ken huyó. Volvió a casa, aunque yo no acababa de entender ese regreso ni tampoco el modo en que Julie encajaba en la historia. En cualquier caso, ella también llevaba un año fuera de casa. ¿Habría regresado por pura casualidad? ¿O simplemente iba detrás de Ken porque era su amante o quizá su proveedor de droga? ¿Le seguía a ella los pasos El Espectro convencido de que lo conduciría a Ken?
Eran datos que ignoraba de momento.
En cualquier caso, El Espectro dio con ellos, probablemente en un momento delicado. Los atacó. Ken resultó herido pero logró escapar. Julie no tuvo esa suerte. El Espectro quería presionar a Ken, de modo que fingió que el asesinato había sido obra suya. Ken, temiendo ser asesinado o algo peor, huyó. Con su novia, Sheila Rogers, y con su hija Carly. Los tres desaparecieron.
Noté que disminuía la luz, ya escasa con el protector, y oí sonido de ruedas apagado: acabábamos de entrar en un túnel. Quizá fuese el de Midtown, pero me imaginé que era el de Lincoln en dirección a Nueva Jersey. Pensé en Pistillo y su papel en aquel asunto: para él se trataba del clásico proverbio de que el fin justifica los medios. Aunque en determinadas circunstancias él fuera hombre de principios, este caso era algo personal. Sí, no era difícil entender su punto de vista: Ken era un criminal; habían llegado a un acuerdo que él, por el motivo que fuese, había roto con su huida, y Pistillo se consideraba con derecho a perseguirlo sin tregua y con los medios que fuese.
Pasan los años, Ken y Sheila permanecen juntos. La niña, Carly, se ha hecho mayor. De pronto, un día lo capturan y lo traen a Estados Unidos y supuestamente le imputan el asesinato de Julie Miller. Pero las autoridades siempre han sabido la verdad. No lo quieren por eso. Quieren la cabeza del dragón, McGuane. Y Ken aún puede traérsela.
Así que llegan a un acuerdo. Ken se oculta en Nuevo México. Una vez que consideran que no corre peligro, Sheila y Carly vuelven de Suecia para vivir con él. Pero McGuane tiene infinitos recursos. Descubre su paradero y envía a dos matones que se presentan cuando Ken está fuera de casa y torturan a Sheila para que revele adónde ha ido. Ken regresa de improviso, los sorprende y los mata, monta a Sheila herida y a su hija en el coche y vuelve a emprender la huida. Previene a Nora, que se encubre bajo la identidad de Sheila, de que el FBI y McGuane van a buscarla. Nora también se ve obligada a huir.
Era más o menos cuanto yo sabía.
El Ford Taurus se detuvo y el chófer paró el motor. Basta de pasividad, pensé. Si había alguna esperanza de salir con vida de aquella situación tenía que ser más activo. Me quité el protector de ojos y miré el reloj. Habíamos circulado durante una hora. Me senté.
Estábamos en un bosque. El suelo estaba cubierto de pinaza y árboles opulentos y verdes. Había una especie de torre de vigilancia, una estructura de aluminio de unos cuatro metros coronada por una plataforma que se levantaba a unos cinco metros del suelo. Parecía un cobertizo metálico rudimentario, una caseta somera tipo industrial en la que pude advertir el marco oxidado de la puerta.
– Baje -dijo el chófer volviéndose hacia mí.
Hice lo que me decía. Clavé la vista en la estructura. Vi cómo seabría la puerta y El Espectro apareció. Iba completamente vestido de negro como para dar un recital de poesía en el Village. Me saludó con la mano.
– Hola, Will.
– ¿Dónde está? -pregunté.
– ¿Quién?
– Déjate de tonterías.
El Espectro cruzó los brazos.
– Vaya, vaya, con el valiente -dijo.
– ¿Dónde está?
– ¿Te refieres a Katy Miller?
– Lo sabes de sobra.
El Espectro asintió con la cabeza. Llevaba algo en la mano; una especie de cuerda. Un lazo, quizá. Se me heló la sangre en las venas.
– Se parece mucho a su hermana, ¿no crees? ¿Cómo podría haberme resistido?: ese cuello, ese espléndido cuello de cisne con esas contusiones…
– ¿Dónde está? -repetí tratando de reprimir el temblor de mi voz.
Parpadeó.
– Ha muerto, Will.
Se me encogió el corazón.
– Me aburría de esperar y… -Se echó a reír. Sus carcajadas resonaron en aquel lugar desolado, perdiéndose en la arboleda. Me quedé inmóvil y él me señaló con el dedo-. ¡Caíste en la trampa! Bah, Will, muchacho, es una broma, lo dije por divertirme. Katy está bien. Ven y verás -añadió con una seña para que me acercara.
Corrí hacia la plataforma con el corazón en un puño y subí por la escalerilla roñosa. El Espectro continuaba riendo, pasé junto a él y abrí la puerta de la caseta metálica, miré hacia la derecha.
Katy estaba allí.
Con el eco en mis oídos de la risa de El Espectro corrí hacia ella y vi que tenía los ojos abiertos aunque se los tapaban unos mechones de pelo; las magulladuras del cuello eran ahora amarillentas y estaba atada a la silla por los brazos, pero no parecía herida.
– ¿Estás bien? -pregunté agachándome y apartándole el pelo.
– Estoy bien.
– ¿Te ha hecho daño? -añadí, sintiendo que me crecía la cólera.
Katy Miller negó con la cabeza.
– ¿Qué quiere de nosotros? -preguntó con voz temblorosa.
– Deja que conteste yo a eso.
Nos volvimos y vimos que El Espectro entraba. Dejó la puerta abierta. En el interior de la caseta, el suelo estaba lleno de cascos rotos de botellas de cerveza. En un rincón había un archivador viejo y en otro, un portátil cerrado, aparte de tres sillas metálicas plegables, como las de las asambleas escolares, una de las cuales ocupaba Katy. El Espectro se sentó en otra y me indicó que me acomodase en la tercera, a su izquierda, pero yo seguí de pie. Él lanzó un suspiro y se reclinó en la suya.
– Necesito que me ayudes, Will, y se me ocurrió que la señorita Miller aquí presente -añadió volviéndose hacia Katy- te serviría de acicate.
– Si le haces daño o le pones la mano encima… -dije haciendo acopio de valor.
El Espectro no se inmutó. No replicó. Tan sólo despegó la mano del costado y me acercó el puño a la barbilla. Oí un clic y el resorte de la navaja hizo que la hoja se abriera hasta rozarme los labios. Sentí como si me hubiera tragado mi propia garganta. Desvié los ojos temblando mientras El Espectro se agachaba despacio y me propinaba un gancho en el hígado que me hizo caer de rodillas sin resuello.
– Tu actitud me ataca los nervios, Will -dijo mirándome tirado en el suelo a punto de vomitar-. Necesitamos ponernos en contacto con tu hermano -continuó- y por eso te he hecho venir.
– Yo no sé dónde está -respondí levantando la vista hacia él.
El Espectro se apartó de mí y se colocó detrás de la silla de Katy poniéndole con ostentosa delicadeza las manos en los hombros y provocando en ella una mueca al sentir que le acariciaba con los dos dedos índice las magulladuras del cuello.
– Lo digo en serio -añadí.
– Oh, te creo -replicó él.
– Entonces, ¿qué es lo que quieres?
– Yo sé cómo establecer contacto con Ken.
– ¿Qué? -inquirí asombrado.
– ¿Has visto en las viejas películas que el fugitivo deja mensajes en la sección de anuncios por palabras?
– Sí, creo que sí.
El Espectro sonrió como complacido con mi respuesta.
– Es lo que ha hecho Ken utilizando un grupo de noticias de Internet. Más concretamente, intercambia mensajes en rec.music.elvis, que, como supondrás, es un sitio de la red para admiradores de Elvis Presley. De modo que si su abogado necesita establecer contacto le indica día, hora y lugar con un nombre cifrado para que Ken sepa cuándo enviar un MI a dicho abogado.
– ¿MI?
– Un mensaje instantáneo. Imagino que tú lo habrás usado. Es como un espacio privado de chateo. Perfectamente ilocalizable.
– ¿Cómo sabes todo eso? -pregunté.
Sonrió y oprimió un poco más el cuello de Katy.
– Acopio de información -contestó-. Una de mis especialidades.
Hasta que no apartó las manos del cuello de ella no advertí que yo no había dejado de mirarlo conteniendo la respiración, pero él volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó otra vez el lazo.
– ¿Qué es lo que quieres que haga? -dije.
– Tu hermano no acudió a una cita con su abogado porque debió de sospechar una encerrona -dijo El Espectro-. Le hemos enviado un mensaje para otra cita y esperamos que tú lo convenzas para que acuda.
– ¿Y si no lo logro?
– ¿Sabes qué es esto? -inquirió alzando aquella cuerda con un mango en el extremo.
No contesté.
– Es un lazo del Punjab -dijo como quien inicia una conferencia- utilizado por los Thuggee, los llamados asesinos sigilosos de la India, que muchos creen desaparecidos en el siglo diecinueve, aunque hay quien no…, quien no estaría tan seguro. -Miró a Katy y alzó más el arma rudimentaria-. ¿Continúo, Will?
Negué con la cabeza.
– Sabrá que es una trampa -dije.
– Tú te encargarás de convencerlo de que no. Si no lo consigues… -Alzó la vista sonriente-. Bueno, al menos tendrás ocasión de ver directamente cómo sufrió Julie hace tantos años.
Sentí que se me helaba la sangre en las venas.
– Queréis matarlo -dije.
– Oh, no necesariamente.
Sabía que era mentira pero su expresión era palmariamente sincera.
– Tu hermano grabó unas cintas con información comprometedora -dijo-, pero las ha guardado todos estos años y aún no se las ha entregado a los federales. Un buen detalle. Demuestra buena voluntad por su parte y que sigue siendo el Ken que conocemos y apreciamos. Pero, aparte de eso… -se detuvo como reflexionando-, tiene algo que yo quiero.
– ¿Qué?
Negó con la cabeza.
– El trato es el siguiente: si entrega lo que tiene y promete desaparecer, todos contentos.
Sabía que era mentira. Mataría a Ken. Y nos mataría a nosotros. De eso no tenía la menor duda.
– ¿Y si no te creo?
Pasó el lazo por el cuello de Katy y ella lanzó un quejido mientras él sonreía mirándome.
– ¿De verdad importa?
Tragué saliva.
– Supongo que no.
– ¿Supones?
– Colaboraré.
Soltó el lazo y lo dejó colgando del cuello de Katy a modo de siniestro collar.
– No lo toques -añadió-. Nos queda una hora, Will. No dejes de mirar su cuello. E imagina.