Cuadrados subió cauteloso la escalera para no despertar a Wanda con el ruido del ascensor.
El edificio era propiedad de la Cuadrado Yoga Corporation. Él y Wanda vivían dos pisos más arriba de las instalaciones de yoga. Eran las tres de la mañana cuando abrió la puerta. Las luces estaban apagadas. Entró en la habitación. Las farolas de la calle desprendían esquirlas de luz.
Wanda estaba sentada en el sofá con los brazos y las piernas cruzados.
– Hola -dijo él en voz baja, como si temiera despertar a alguien, pese a que no había nadie más en el edificio.
– ¿Quieres que me deshaga de él? -preguntó ella.
Cuadrados lamentó no haberse dejado puestas las gafas de sol.
– Wanda, estoy muy cansado. Déjame dormir unas horas.
– No.
– ¿Qué quieres que diga?
– Aún no ha cumplido el primer trimestre y bastaría con tomar una pastilla. Por eso quiero saber a qué atenerme. ¿Quieres que me deshaga de él?
– ¿Así que de repente la decisión es mía?
– Estoy esperando.
– Yo creía que eras una feminista de pro, Wanda. ¿No es la mujer quien tiene derecho a decidir?
– No me vengas con gilipolleces.
Cuadrados metió las manos en los bolsillos.
– ¿Qué quieres hacer tú?
Wanda volvió la cabeza hacia un lado. Veía su perfil, aquel cuello esbelto, su pose altanera. La amaba; nunca había querido a nadie antes ni nadie lo había querido a él. Cuando era muy pequeño, su madre le quemaba con el rizador, práctica que cesó súbitamente cuando tenía dos años, al matarla casualmente su padre de una paliza, para a continuación ahorcarse en el cuarto de baño.
– Tú llevas tu pasado en la frente -dijo Wanda-, pero no todos podemos permitirnos ese lujo.
– No sé qué quieres decir.
Ninguno de los dos había encendido la luz y, tal vez por hablar a oscuras sin verse bien, el diálogo resultaba más fácil.
– Yo era la que leía el discurso de fin de curso en mi clase del instituto -dijo Wanda.
– Lo sé.
– Déjame hablar, ¿vale? -añadió ella cerrando los ojos.
Cuadrados asintió con la cabeza.
– Me crié en una zona residencial acomodada donde había pocas familias negras, y era la única chica negra en un curso de trescientas. Saqué las mejores notas y pude elegir universidad, por eso fui a Princeton.
Cuadrados sabía todo aquello, pero no la interrumpió.
– Al llegar allí me sentí empequeñecida. No te haré un diagnóstico exhaustivo sobre mi falta de autoestima, etcétera, pero el caso es que dejé de comer, perdí peso y me convertí en una anoréxica; tiraba a escondidas toda la comida que podía, me pasaba el día haciendo abdominales hasta me quedé en cuarenta y cinco kilos y, cuando me miraba en el espejo, todavía sentía horror al ver aquella gorda que me escrutaba.
Cuadrados se acercó a ella con intención de cogerle la mano, pero el imbécil no lo hizo.
– Adelgacé de tal manera que tuvieron que hospitalizarme, pero el mal en el organismo ya estaba hecho y tenía afectados el hígado, el corazón y no sé cuántas cosas más según los médicos. No tuve un paro cardíaco pero poco me faltó. Finalmente me recuperé; bueno, para abreviar: los médicos me dijeron que seguramente no podría quedarme embarazada y que, si fuera el caso, era poco probable que llegara a término.
Cuadrados se puso de pie delante de ella.
– ¿Y qué dice tu médico ahora?
– No me ha dado ninguna garantía -respondió ella mirándolo-. En mi vida he tenido más miedo.
A Cuadrados se le cayó el alma a los pies. Quería sentarse a su lado y abrazarla, pero algo lo retenía y se odiaba por eso.
– Si va a ser un riesgo para tu salud… -comenzó a decir.
– El riesgo es mío.
Cuadrados intentó sonreír.
– Ya vuelve la feminista radical.
– Cuando he dicho que tenía miedo, no me refería estrictamente a mi salud.
Cuadrados lo sabía.
– Cuadrados.
– ¿Qué?
– No te cierres a mí -añadió casi en tono suplicante.
Él no sabía qué decir y recurrió a lo obvio.
– Es una decisión importante.
– Lo sé.
– Creo que no estoy preparado para afrontarlo -añadió él despacio.
– Te quiero.
– Yo también.
– Eres el hombre más fuerte que he conocido.
Cuadrados meneó la cabeza. En la calle se oyó un borracho cantar a gritos que el amor florecía donde iba su Rosemary y que sólo él lo sabía. Wanda descruzó los brazos y aguardó.
– Quizá -comenzó a decir Cuadrados- sería mejor no seguir adelante, aunque sólo sea por tu salud.
Wanda lo vio retroceder y antes de que pudiera replicar se había marchado.
Alquilé un coche en una agencia de la Calle 37 y fui a la comisaría de Livingston. No había estado en aquellas benditas dependencias desde el viaje de fin de curso de primer grado de la escuela elemental Burnett Hill, una mañana soleada en que no nos permitieron ver la celda donde en esta ocasión estaba Katy porque también aquel día estaba ocupada. Lo menos que podía plantearse un alumno de primer grado era pensar que tal vez hubiera encerrado a pocos pasos de nosotros a un temible criminal.
El policía Tim Daniels me saludó con un buen apretón de mano. Advertí que se alzaba constantemente el cinturón y que al menor movimiento le tintineaban unas llaves o unas esposas que colgaban de él; no recuerdo bien. Estaba más grueso que cuando era joven, pero conservaba un rostro barbilampiño impecable.
Rellenó un formulario y dejó en libertad a Katy bajo mi responsabilidad. En la hora transcurrida hasta mi llegada se le había pasado la borrachera y ya no reía; ahora estaba cabizbaja y había adoptado la clásica actitud hosca de quinceañera.
Volví a dar las gracias a Tim sin que Katy esbozara la menor sonrisa ni un gesto de despedida y fuimos hacia el coche, pero nada más salir al aire de la noche ella me cogió del brazo.
– Vamos a dar un paseo -dijo.
– Son las cuatro de la mañana y estoy cansado.
– Si me meto en el coche, vomito.
– ¿Por qué berreabas Idaho por teléfono? -pregunté parándome.
Pero ella cruzaba ya Livingston Avenue tuve que seguirla; le di alcance en la rotonda a pesar de que aceleró el paso.
– Tus padres estarán preocupados -dije.
– Les conté que me quedaba en casa de una amiga; no pasa nada.
– ¿Quieres decirme qué hacías emborrachándote sola?
– Tenía sed -contestó sin dejar de caminar respirando hondo.
– Ya. ¿Y por qué mencionabas el nombre de Idaho?
– Pensé que lo sabías -respondió sin aminorar el paso.
– ¿Qué juego te traes entre manos? -dije agarrándola del brazo.
– No es ningún juego, Will.
– ¿De qué hablas?
– Idaho, Will. Tu Sheila Rogers era de Idaho, ¿no es cierto?
Volví a sentir un mazazo.
– ¿Tú cómo lo sabías?
– Lo leí.
– ¿En los periódicos?
– ¿En serio que no lo sabes? -replicó conteniendo la risa.
– Pero ¿qué es todo esto que dices? -inquirí agarrándola por los hombros.
– ¿A qué universidad fue Sheila? -añadió ella.
– No lo sé.
– Yo pensaba que estabais locamente enamorados.
– Es difícil de explicar.
– Ya lo creo.
– Sigo sin entender, Katy.
– Sheila Rogers fue a Haverton, Will. Con Julie. Estaban en la misma residencia.
Me quedé de piedra.
– No es posible -dije.
– No puedo creerme que tú no lo supieras. ¿Sheila no te dijo nada?
Negué con la cabeza.
– ¿Estás segura de lo que dices? -insistí.
– Sheila Rogers, de Masón, Idaho, estudió Comunicaciones. Lo pone en el boletín de la residencia que encontré en un baúl del sótano.
– No lo entiendo. ¿Recuerdas su nombre al cabo de tantos años?
– Sí.
– ¿Cómo es posible? Quiero decir que, ¿recuerdas los nombres de todas las chicas que vivían en la residencia de Julie?
– No.
– ¿Y por qué recuerdas el de Sheila Rogers?
– Porque Sheila y Julie compartían habitación -dijo Katy.