Habían pillado a McGuane desprevenido.
Vio cómo entraban en tromba los agentes del FBI. No lo había previsto. Claro, Joshua Ford era una persona importante y su desaparición habría causado revuelo a pesar de que lo habían obligado a llamar a casa para avisar a su esposa de que acababa de recibir una llamada para atender un «asunto delicado» fuera de la ciudad. Pero ¿aquella irrupción? Parecía excesiva.
No importaba. McGuane siempre estaba preparado. Habían limpiado la sangre con un nuevo producto peróxido y aunque utilizaran un microscopio no descubrirían nada. Habían eliminado pelos y fibras e, incluso si quedaba alguna brizna, no habría problema. Admitiría que Ford y Cromwell habían estado allí pero que después se fueron. Podía probarlo de sobra porque el personal de seguridad ya había cambiado la cinta de vídeo auténtica por la manipulada digitalmente en la que se veía a Ford y a Cromwell saliendo del edificio por su propio pie.
McGuane pulsó un botón que automáticamente borraba y re-formateaba los archivos del ordenador. Allí no descubrirían nada porque periódicamente hacía una copia de seguridad por correo electrónico. Cada hora, el ordenador enviaba el mensaje a una cuenta secreta que sólo él conocía y de la que podía retirar los datos en cualquier momento.
Se levantó y se recolocó la corbata en el momento en que Pistillo irrumpía en el despacho con Claudia Fisher y otros dos agentes, apuntándolo con una pistola.
McGuane abrió los brazos tranquilamente. No hay que dejar que vean que tienes miedo.
– Qué agradable sorpresa -dijo.
– ¿Dónde están? -vociferó Pistillo.
– ¿Quiénes?
– Joshua Ford y el agente especial Raymond Cromwell.
McGuane permaneció impasible. Ahora lo entendía.
– ¿Quiere decir que el señor Cromwell es agente federal?
– Eso es -replicó Pistillo-. ¿Dónde está?
– En ese caso presentaré querella.
– ¿Cómo?
– El agente Cromwell se presentó como abogado -prosiguió McGuane con voz serena-. Yo lo creí y le di mi confianza convencido de que preservaría la confidencialidad abogado-cliente, y ahora me dice usted que es un agente secreto. Quiero asegurarme de que no hay nada que pueda ser usado en contra mía.
– ¿Dónde está, McGuane? -replicó Pistillo con el rostro congestionado.
– No tengo la menor idea. Se marchó con el señor Ford.
– ¿Qué clase de negocios tenía con él?
McGuane sonrió.
– Pistillo, sabe perfectamente que la reunión que hemos celebrado queda amparada bajo la confidencialidad abogado-cliente.
Pistillo ansiaba con toda su alma apretar el gatillo, apuntó al centro del rostro de McGuane, pero éste lo miraba impasible, y bajó la pistola.
– Comiencen a registrar -ordenó a los agentes a voz en grito-. Todo; de arriba abajo. Y a él, deténganlo.
McGuane se dejó esposar. No les diría lo de la cinta de vigilancia: que la encontrasen ellos y así la sorpresa sería mayor. De todos modos, mientras salía escoltado por los agentes pensó que aquello no le convenía. No le faltaba audacia, ni era el primer agente federal a quien mataba, pero no pudo evitar el pensar si no se habría dejado algún cabo suelto que al fin resultara un error crucial que le hiciera perderlo todo.