Pasé la noche en un calabozo de Midtown Sur en la Calle 3 5 Oeste que apestaba a orina y a ese hedor a vodka rancio que desprende el sudor de los borrachos: un grado por encima del aroma a colonia de auxiliar de vuelo. Tenía dos compañeros de celda: una prostituta travestida que no dejaba de gritar y que dudaba entre orinar de pie o sentada, y un negro que simplemente dormía. No tengo ninguna anécdota de agresiones, robo o violación. Fue una noche sin incidentes.
Quienquiera que estuviese de guardia se pasó el turno poniendo el CD de Bruce Springsteen «Born to Run», y sentí añoranza. Como todo buen chico de Jersey, yo me sabía la letra de memoria y, aunque parezca extraño, cuando oía una de las poderosas baladas del Jefe siempre recordaba a Ken. Nosotros no éramos campesinos que sufrieran penurias, ni habíamos tenido coches rápidos o vagado por la costa (en Jersey se dice «la costa», no «la playa») -aunque a juzgar por lo que yo había visto en los últimos conciertos de la E Street Band, esas características eran aplicables a la mayor parte de su público-, pero había algo en esas historias de lucha por la vida, anhelo de romper las ataduras, de aspirar a otra cosa y tener el valor de escapar, que no sólo hallaba eco en mí, sino que me hacía pensar en mi hermano, incluso antes del asesinato.
Aquella noche, cuando oí a Bruce cantar que se quedaba embobado ante las estrellas pensando en lo preciosa que era su chica, pensé en Sheila y revivió en mí el dolor.
Sólo llamé a Cuadrados. Lo desperté. Cuando le conté lo que había sucedido exclamó: «¡Qué desastre!». Acto seguido, prometió buscarme un buen abogado y averiguar cómo estaba Katy.
– Ah, oye, las cintas de vigilancia de ese QuickGo -añadió.
– ¿Qué?
– Tu idea dio resultado. Mañana podremos verlas.
– Si me sueltan.
– Sí, claro -dijo Cuadrados-. Si te niegan la libertad bajo fianza, menuda putada -añadió.
Por la mañana, la policía me trasladó al registro central del número 100 de Centre Street. A partir de ese momento se hicieron cargo de mí los funcionarios de prisiones. Me encerraron en una celda común del sótano. Si alguien no cree que Estados Unidos sea un crisol de culturas, debería vivir aquel popurrí de (in)humanidad hormigueante que puebla esa especie de Naciones Unidas. Oí al menos diez idiomas distintos. Había matices de color de piel e indumentarias para todos los gustos: gorras de béisbol, turbantes, pelucas y hasta un fez. Hablaban todos a la vez y, los entendiera o no, todos alegaban inocencia.
Cuadrados me acompañó en la comparecencia ante el juez. También mi abogado, una mujer llamada Hester Crimstein. La conocía de un caso famoso aunque no recordaba cuál. Ella misma se presentó y no volvió a mirarme a la cara; se volvió hacia el joven fiscal como si se tratara de un jabalí malherido y ella fuese una pantera con un ataque agudo de hemorroides.
– Solicitamos que el señor Klein sea encarcelado incondicionalmente -dijo el fiscal-. Consideramos que existe riesgo grave de huida.
– ¿Por qué? -inquirió el juez, que exudaba aburrimiento por todos sus poros.
– Tiene un hermano sospechoso de homicidio que hace once años es prófugo de la justicia, señoría. Pero además la víctima de su hermano era hermana de la víctima.
– Repita eso -dijo el juez un poco desorientado.
– Al demandado, el señor Klein, se le acusa de intentar asesinar a Katherine Miller. El hermano del señor Klein, Kenneth, es sospechoso del homicidio hace once años de Julie Miller, hermana de la víctima.
El juez dejó de pronto de frotarse la cara.
– Ah, sí, recuerdo el caso.
El joven fiscal sonrió como si le hubieran dado un premio.
El juez se volvió hacia mi abogada.
– Señora Crimstein.
– Señoría, solicitamos que se retiren de inmediato todos los cargos contra el señor Klein -dijo ella.
El juez volvió a restregarse el rostro.
– Me sorprende usted, señorita Crimstein.
– No sólo eso, sino que consideramos que el señor Klein debe ser puesto en libertad condicional. El señor Klein carece de antecedentes penales. Trabaja en esta ciudad en una entidad benéfica de ayuda a los pobres y tiene raíces en la sociedad. En cuanto a la ridícula comparación con su hermano, lo consideramos culpabilidad comparada de la peor estofa.
– ¿No considera válida la preocupación de la fiscalía pública, señorita Crimstein?
– No, señoría. Tengo entendido que la hermana del señor Klein se hizo hace poco la permanente. ¿Quiere decir eso que él vaya a hacer lo mismo?
Se oyeron risas.
Al joven fiscal se le iban y se le venían los colores.
– Señoría, con el debido respeto por la absurda analogía de mi colega…
– ¿Qué tiene de absurdo? -replicó Crimstein.
– Consideramos que el señor Klein dispone de medios para huir.
– Eso es ridículo. No tiene más medios que cualquier otra persona. Se hace esa afirmación basada en la creencia de que su hermano huyó, cosa que no está demostrada, porque puede estar muerto. Pero, en cualquier caso, señoría, el ayudante del fiscal prescinde de un factor crucial.
Hester Crimstein se volvió sonriente hacia el joven.
– ¿Señor Thompson? -dijo el juez.
Thompson continuó cabizbajo.
Hester Crimstein aguardó un segundo antes de lanzarse.
– Porque la víctima de este delito atroz, Katherine Miller, manifestó hoy mismo que el señor Klein es inocente.
– Señor Thompson -dijo el juez con cara de pocos amigos.
– No es exactamente así, señoría.
– ¿No exactamente?
– La señorita Miller afirmó que no vio al agresor porque no había luz y llevaba puesta una máscara.
– Y -Hester Crimstein terminó la frase por él- que no era mi cliente.
– Dijo que no creía que fuese el señor Klein -replicó Thompson-. Pero tenga en cuenta, señoría, que está contusionada y en estado de confusión; no vio al agresor y, por consiguiente, no puede descartarse que…
– Letrado, no estamos juzgando el caso -lo interrumpió el juez-. Queda denegada su solicitud de prisión incondicional y queda fijada la fianza en treinta mil dólares.
El juez hizo sonar el mazo y quedé en libertad.