52

– Mi verdadero nombre es Nora Spring.

Nos sentamos en la planta baja de un Star bucles del sur de Park Avenue, en un rincón junto a la salida de emergencia. Estábamos solos. Ella no quitaba ojo de la escalera temerosa de que me hubieran seguido. Era un local, como tantos otros de la cadena, decorado en tonos terrosos con artísticos móviles surrealistas y grandes fotos de hombres de piel tostada cosechando felices granos de café. Nora sostenía con las manos un vaso de leche fría con crema. Yo opté por un capuchino.

Los sillones eran morados y enormes y aceptablemente mullidos. Los juntamos. Nos agarramos las manos. Yo estaba aturdido, por supuesto, y quería aclaraciones, pero por encima de todo, en un plano superior, me inundaba una alegría inenarrable, como una oleada extraordinaria que me apaciguaba; era feliz pese a lo que tuviera que decirme: la mujer que amaba había vuelto a mi vida y eso era lo único que contaba.

Dio un sorbo al vaso de leche.

– Lo siento -dijo.

Le apreté la mano.

– Desaparecer de ese modo. Dejar que pensaras que… -se detuvo-. Ni sé lo que pudiste pensar -añadió mirándome a los ojos-. Yo no pretendía hacerte daño.

– Estoy bien -dije.

– ¿Cómo te enteraste de que no era Sheila?

– En su funeral; al ver el cadáver.

– Quería decírtelo, y más aún después de saber que la habían asesinado.

– ¿Por qué no lo hiciste?

– Ken me dijo que podías correr peligro de muerte.

El nombre de mi hermano me conmocionó. Nora volvió la cabeza y yo subí la mano por su brazo hasta reposarla en el hombro. Estaba tensa y empecé a masajearla suavemente, creamos un momento de intimidad. Ella cerró los ojos abandonándose y estuvimos un buen rato sin decir palabra.

– ¿Cuánto hace que conoces a mi hermano? -pregunté rompiendo el silencio.

– Hace casi cuatro años -contestó.

Asentí con la cabeza para mi sorpresa, tratando de incitarla a decir algo más, pero ella seguía con la cabeza vuelta a un lado. Le cogí suavemente la barbilla, la volví hacia mí y la besé dulcemente en los labios.

– Te quiero mucho -dijo.

Me sentí flotar en el asiento.

– Yo también te quiero.

– Tengo miedo, Will.

– Yo te protegeré -dije.

– Te he mentido todo este tiempo que hemos estado juntos -añadió mirándome a los ojos.

– Lo sé.

– ¿Tú crees que podremos superarlo?

– Te perdí una vez y no pienso volver a perderte -respondí.

– ¿Estás seguro?

– Siempre te querré -añadí.

Estudió mi cara. No sabía lo que buscaba.

– Will, estoy casada.

Logré a duras penas mantenerme impasible ante aquella revelación que me oprimía como una boa constrictor, y estuve a punto de soltarle la mano.

– Cuéntame -dije.

– Hace cinco años dejé a mi marido, Cray. Cray era… muy brutal -añadió cerrando los ojos-. No quiero entrar en detalles. De todos modos, da igual. Vivíamos en una ciudad llamada Cramden, cerca de Kansas City. Un día, después de tener que ir al hospital por culpa de Cray, huí de allí. Eso es lo que querías saber, ¿no?

Asentí con la cabeza.

– No tengo hijos. Tenía amigos allí pero no quise implicarlos. Cray está loco. No consentía en que nos separásemos, me amenazaba con… -añadió con voz apagada-. Bueno, da igual. Pero no podía correr ningún riesgo y busqué protección en una asociación para mujeres maltratadas; dije que quería empezar una nueva vida y marcharme de allí, pero que tenía miedo de Cray. Es policía. No tienes ni idea de lo que es… Vivir tanto tiempo aterrorizada por un hombre llega a hacerte creer que es omnipotente. No sé cómo explicarlo.

Me arrimé algo más a ella sin soltarle la mano. Sabía lo que eran los malos tratos y lo entendía.

– Con ayuda de aquella asociación me fui a Europa. Viví en Estocolmo. Fue duro. Conseguí un trabajo de camarera. Estaba constantemente sola y anhelaba volver, pero seguía aterrada por mi marido. Al cabo de seis meses creí que iba a volverme loca. Seguía teniendo pesadillas en las que aparecía Cray buscándome…

Se le quebró la voz. No sabía qué hacer. Traté de acercar más mi asiento al suyo, pero vi que los apoyabrazos se tocaban, aunque creo que ella agradeció el gesto.

– Finalmente conocí a una mujer norteamericana que vivía en el barrio. Hicimos una discreta amistad y algo en ella me hizo pensar que también era fugitiva. Nos encontrábamos las dos muy solas, aunque ella tenía a su marido y una niña. Vivían recluidos. Al principio no supe por qué.

– ¿Aquella mujer era Sheila Rogers? -pregunté.

– Sí.

– Y su marido -me detuve y tragué saliva-, mi hermano.

Ella asintió con la cabeza.

– Y tienen una hija que se llama Carly.

Todo comenzaba a cobrar sentido.

– Sheila y yo nos hicimos amigas y, aunque tardó un poco en abrirse a mí, hice también amistad con Ken. Me fui a vivir con ellos y los ayudaba a cuidar de Carly. Tienes una sobrina encantadora, Will. Lista y preciosa y, no quiero parecer metafísica, pero desprende un aura alrededor.

Era mi sobrina: Ken tenía una hija que no conocía a su tío.

– Tu hermano hablaba constantemente de ti. Mencionaba a tu madre, a tu padre o a Melissa, pero tú lo eras todo para él. Él estaba al tanto de todo lo que hacías y sabía que trabajabas en Covenant House. Debe de hacer… siete años que se esconde y me da la impresión de que también sufría de soledad, porque en cierta ocasión se explayó conmigo y me habló de muchas cosas, pero sobre todo de ti.

Parpadeé, bajé la vista y miré en la mesa la servilleta gris de Starbucks, adornada con un poema fútil sobre el aroma y no sé qué promesa; era de papel reciclado, grisácea por falta del blanqueo.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó ella.

– Muy bien -respondí alzando la vista-. ¿Y qué sucedió?

– Me puse en contacto con un amigo de mi ciudad. Me dijo que Cray había contratado a un detective privado y sabía que vivía en Estocolmo. Me entró pánico, pero en aquel momento ya había decidido volver. Como te he dicho, vivía con Cray en Missouri, así que pensé que estaría más segura si venía a Nueva York, pero necesitaba cambiar de identidad por si Cray seguía buscándome. A Sheila le sucedía lo mismo; su falsa identidad no le servía de mucho, y fue así como se nos ocurrió un sencillo plan.

Asentí con la cabeza.

– Intercambiasteis los nombres -dije.

– Exacto. Ella adoptó el de Nora Spring y yo el de Sheila Rogers. Así, si mi marido me buscaba daría con ella y quienes buscaban a Sheila Rogers tampoco conseguirían su propósito.

Reflexioné al respecto, pero había algo que no cuadraba.

– De acuerdo, fue así como te convertiste en Sheila Rogers.

– Sí.

– ¿Y viniste a Nueva York?

– Eso es.

– Y -ésa era la parte que me resultaba difícil- nos conocimos por casualidad.

Nora sonrió.

– Te resulta extraño, ¿no? -preguntó.

– Sí.

– Piensas que es demasiada casualidad que me presentara voluntaria en el lugar donde tú trabajas.

– Sí, es muy raro -dije.

– Tienes razón. No fue casual -admitió ella recostándose en el asiento-. No sé cómo explicártelo, Will.

No dije nada y seguí apretando su mano, aguardando.

– Tienes que comprender que en Europa me sentía muy sola. Sólo tenía a tu hermano y a Sheila, y a Carly, por supuesto. El caso es que, como tu hermano no cesaba de hablar de ti, sucedió que… para mí eras muy distinto a cualquier otro hombre que conocía; la verdad es que… creo que estaba medio enamorada de ti aunque fueses un desconocido. Así que me propuse conocerte al llegar a Nueva York para ver cómo eras. Incluso pensé revelarte que tu hermano seguía vivo y era inocente, pese a la insistencia por parte de él de que era peligroso hacerlo. No fue un plan premeditado. Llegué a Nueva York y fui un día a Covenant House y, atribúyelo al destino o como quieras llamarlo, pero nada más verte supe que eras el hombre de mi vida.

Sonreí asustado y aturdido.

– ¿Qué sucede? -preguntó.

– Te quiero.

Ella apoyó la cabeza en mi hombro y permanecimos así apaciblemente. Ya habría otros momentos; ahora disfrutábamos con el silencio los dos quietos y unidos. Cuando le pareció bien prosiguió con la historia.

– Hace unas semanas estaba en el hospital sentada al lado de tu madre. Sufría mucho. Me confesó que no aguantaba más, que quería morir. Lo estaba pasando muy mal, en fin, tú ya lo sabes.

Asentí con la cabeza.

– Creo que sabes que yo quería a tu madre.

– Sí -dije.

– Allí sentada, sin poder hacer nada, me sentía impotente. Así que falté a mi palabra con tu hermano y decidí contarle la verdad antes de que muriera. Era lo menos que podía hacer por ella, decirle que su hijo vivía, que seguía queriéndola y que no había hecho mal a nadie.

– ¿Le contaste lo de Ken?

– Sí. Pero a pesar de que estaba semiinconsciente se mostró escéptica y me figuré que quería una prueba.

Me quedé helado; me volví hacia ella y comprendí el origen de todo: la visita al dormitorio después del entierro, la foto escondida detrás del marco.

– Le enseñaste aquella foto de Ken.

Nora asintió con la cabeza.

– No llegó a verlo. Sólo la fotografía.

– Ya.

Eso explicaba que nosotros no supiéramos nada.

– ¿Le dijiste que Ken iba a volver?

– Sí.

– Una mentira piadosa.

Ella reflexionó un instante.

– Quizá fuese una exageración, pero no exactamente una mentira. Sheila se puso en contacto conmigo cuando capturaron a Ken. Él siempre se había movido con mucho cuidado adoptando toda clase de precauciones por Sheila y Carly. La primera vez que lo detuvieron, ellas huyeron al extranjero y la policía nunca supo de su existencia. Sheila estuvo fuera del país hasta que Ken pensó que ya estarían seguros.

– ¿Y Sheila te llamó a su regreso?

– Sí.

Todo coincidía.

– ¿Desde un teléfono público de Nuevo México?

– Sí.

Debía de ser la primera llamada desde Nuevo México a mi apartamento a que se refería Pistillo.

– ¿Y después qué sucedió?

– Que todo empezó a ir mal -respondió ella-. Ken me llamó enloquecido para avisarme que los habían descubierto. Él y Carly estaban fuera de casa cuando irrumpieron dos hombres. Torturaron a Sheila para averiguar dónde había ido. Ken los sorprendió a su regreso y los mató, pero Sheila estaba muy malherida; me llamó para decirme que tenían que huir y prevenirme de que la policía encontraría huellas de Sheila y que McGuane y los suyos se enterarían también de que Sheila Rogers estaba con él.

– Y todos la buscarían -dije.

– Sí.

– Y como tú tenías su identidad era necesario que desaparecieras.

– Yo quería decírtelo, pero Ken insistió en que correrías menos peligro si no sabías nada, y me recordó además que había que tener en cuenta a Carly. Esa gente había torturado y matado a su madre y yo no me habría perdonado nunca que a la niña le sucediera algo.

– ¿Cuántos años tiene?

– Pronto cumplirá doce.

– Así que nació antes de que Ken huyera.

– Tengo entendido que tenía seis meses.

Otro tema delicado: Ken tenía una hija y no me había dicho nada.

– ¿Por qué guardaba en secreto que era padre de una niña?

– No lo sé.

Hasta aquel momento, todo me había parecido lógico, pero no acababa de entender de qué modo encajaba Carly en la historia. Recapacité: seis meses antes de la desaparición de Ken, ¿qué era de su vida? Era la época en que el FBI lo acosaba. ¿Tendría relación con ello? ¿Tenía Ken miedo de que sus actos repercutieran en contra de su hijita? Sí, era lógico.

Pero me faltaba un eslabón.

Iba a hacer una pregunta para obtener más detalles cuando chirrió el móvil. Probablemente sería Cuadrados. Miré el número y no era él, pero lo reconocí al instante: Katy Miller. Pulsé el botón y me llevé el aparato al oído.

– ¿Katy?

– Oooh, no, lo siento, se equivoca. Pruebe otra vez, por favor.

El miedo volvió a invadirme. Dios santo: El Espectro. Cerré los ojos.

– Si le haces daño, soy capaz de…

– Vamos, vamos, Will -me interrumpió él-, a ti no te van las amenazas vanas.

– ¿Qué quieres?

– Tenemos que hablar, muchacho.

– ¿Dónde está Katy?

– ¿Quién? Ah, sí, Katy. Aquí la tengo.

– Quiero hablar con ella.

– ¿No me crees, Will? Me ofendes.

– Quiero hablar con ella -insistí.

– ¿Quieres una prueba de que está viva?

– Algo parecido.

– Vamos a ver -añadió El Espectro con su murmullo sedoso-, puedo hacerla gritar para que tú lo oigas. ¿Te sirve?

Cerré los ojos otra vez.

– ¿No dices nada, Will?

– No, eso no.

– ¿De verdad? No sería un problema. Un grito agudo, escalofriante. ¿Qué me dices?

– Por favor, no le hagas daño -repliqué-. Ella no tiene nada que ver en esto.

– ¿Dónde estás?

– En el sur de Park Avenue.

– Sé más concreto.

Le dije que me encontraba dos manzanas más allá de donde estábamos.

– Un coche te recogerá dentro de cinco minutos. Sube. ¿Entiendes?

– Sí.

– Oye, Will.

– ¿Qué?

– No llames a ningún sitio ni le digas nada a nadie. Katy Miller ya tiene lesionado el cuello de un encuentro previo y no quiero ni contarle lo tentador que resultaría ponerlo a prueba. -Hizo una pausa y susurró-: ¿Me escuchas, viejo vecino?

– Sí.

– Tranquilo entonces, esto acabará pronto.

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