Cuando volvimos a la furgoneta pregunté a Cuadrados qué íbamos a hacer a continuación.
– Tengo un contacto -dijo con un comedimiento inusitado- y vamos a buscar el nombre de Donna White en las listas de pasajeros de los ordenadores de las líneas aéreas, a ver si averiguamos adonde voló, se alojó o qué sé yo.
Guardamos silencio.
– Bien, alguien tiene que decirlo -espetó al cabo de un rato.
– Adelante -repliqué mirándome las manos.
– ¿Qué te propones hacer, Will?
– Encontrar a Carly -respondí sin vacilar.
– Y después, ¿qué? ¿Criarla como si fuera tu hija?
– No lo sé.
– Supongo que te das cuenta de que es un simple pretexto para bloquear otra cosa.
– Igual que haces tú.
Miré por la ventanilla. Era un barrio con escombros por todas partes; cruzábamos bloques de viviendas en su mayor parte miserables y mi mirada buscaba inútilmente algo agradable.
– Estaba a punto de pedirle a Sheila que se casara conmigo -dije.
Cuadrados siguió sin decir nada, pero algo cambió en su actitud.
– Tenía preparado un anillo que le enseñé a mi madre. Sólo esperaba que pasara cierto tiempo después del entierro.
Nos detuvimos en un semáforo en rojo, pero Cuadrados no se volvió a mirarme.
– Tengo que seguir buscando -dije- porque de lo contrario no sé qué haría. No es que sea un suicida, pero si no sigo adelante… -no sabía cómo acabar la frase- esta historia se me caerá encima.
– Te va a aplastar de todos modos -replicó él.
– Lo sé, pero para entonces quizás haya conseguido hacer algo positivo como lograr salvar a su hija y, aunque ella haya muerto, tal vez es como si la ayudara.
– O tal vez descubras que no era la mujer que tú pensabas, que nos engañó a todos o algo peor -replicó Cuadrados.
– Me da igual -contesté-. ¿Sigues conmigo?
– Hasta el fin, amigo.
– Estupendo porque creo que tengo una idea.
– Vamos a ello, tío. Cuenta conmigo -dijo con una sonrisa que iluminó su cara de palo.
– Hay algo en que no habíamos pensado.
– ¿Qué?
– Nuevo México: en el escenario del crimen de Nuevo México encontraron huellas de Sheila.
Él asintió con la cabeza.
– ¿Tú crees que ese asesinato tiene algo que ver con Carly?
– Quizá.
Volvió a asentir.
– Pero no sabemos siquiera quiénes son las víctimas. Mierda, ni sabemos dónde fue exactamente el crimen.
– Ahí entra en acción mi plan -dije-. Déjame en casa, que voy a navegar un poco en la red.
Sí, tenía un plan.
Era lógico que no hubiera sido el FBI quien descubriera los cadáveres; seguramente habría sido un agente de la policía local, o un vecino. O un familiar. Como el crimen se había producido en una comunidad aún no insensibilizada ante esa clase de violencia, lo más probable era que la noticia hubiese aparecido en algún periódico local.
Busqué refdesk.comy seleccioné «periódicos nacionales». A Nuevo México correspondía una lista de treinta y tres. Probé con los de la zona de Alburquerque; me recliné en el asiento y aguardé a que se fueran descargando páginas. Seleccioné una cabecera, hice clic en «archivos» y comencé a buscar, hice clic en «asesinatos» y había muchos; probé con «doble asesinato» y tampoco conseguí nada. Probé con otro periódico y después con otro. Tardé casi una hora en localizarlo:
DOS HOMBRES ASESINADOS
Una comunidad traumatizada
Por Yvonne Sterno
Anoche, en la zona residencial privada de Stonepointe, en Alburquerque, corrió la noticia de que en una vivienda habían aparecido los cadáveres de dos hombres muertos de un disparo en la cabeza, probablemente en pleno día. «Yo no oí nada», manifestó Fred Davison, vecino del lugar del crimen. «No acabo de creerme que haya podido suceder una cosa así en nuestra comunidad.» Los dos cadáveres siguen sin ser identificados y la policía se limitó a informar que proseguía la investigación. «La investigación sigue su curso y disponemos de varias pistas. El propietario de la vivienda es Owen Enfield. Esta mañana se practicará la autopsia.»
Era lo que buscaba. Miré el periódico del día siguiente y no había nada; dos días más tarde: tampoco.
Busqué otras gacetillas redactadas por Yvonne Sterno. Todas eran sobre bodas y actos de beneficencia. Ni rastro de los dos asesinados, ni una palabra.
Me recliné en la silla.
¿Por qué no habría más noticias?
Había un modo de averiguarlo. Cogí el teléfono y marqué el número del New Mexico Star-Beacon. Quizá con suerte conseguía hablar con Yvonne Sterno y ella me explicaba algo.
La centralita era una de esas máquinas que solicitan que deletrees el apellido de la persona con quien quieres hablar. Había marcado S-T-E-R cuando la máquina me interrumpió para decirme que pulsara «intro» si quería hablar con Yvonne Sterno. Así lo hice y al segundo timbrazo me respondió otra máquina.
«Aquí Yvonne Sterno, del Star-Beacon. Estoy comunicando o no estoy en mi mesa.»Colgué. Seguía conectado y seleccioné centralita.com, tecleé el nombre de la periodista y probé en la zona de Alburquerque. Premio. Aparecía una Y. M. Sterno en el 25 de Canterbury Drive de Alburquerque.
– Diga -me respondió una voz de mujer, y a continuación gritó-: Callad un momento, que mamá está hablando por teléfono.
Seguí oyendo gritos de niños pequeños.
– ¿Yvonne Sterno?
– ¿Es para vender algo?
– No.
– Bien, diga.
– Mi nombre es Will Klein…
– Me da la impresión de que sí es para vender algo.
– No, no -repliqué-. ¿Es usted Yvonne Sterno, periodista del Star-Beacon?
– ¿Cómo ha dicho que se llama? -Antes de que hubiera tenido tiempo de contestar, gritó-: Eh, os he dicho que os calléis. Tommy, dale el muñeco. ¡No, ahora mismo! Oiga -volvió a decirme.
– Me llamo Will Klein y quería hablar con usted del doble crimen cuya noticia dio usted hace poco.
– Aja. ¿Y por qué le interesa el caso?
– Quería hacerle unas preguntas.
– No soy una biblioteca, señor Klein.
– Llámeme Will, por favor. Escúcheme un instante. ¿Son muy frecuentes los asesinatos en Stonepointe?
– No.
– ¿Y los asesinatos dobles con víctimas anónimas?
– Es el primero, que yo sepa.
– En ese caso -añadí-, ¿por qué no se le dio más cobertura?
Los niños volvieron a alborotar y ella les gritó de nuevo.
– ¡Ya está bien! Tommy; a tu habitación. Sí, sí, luego me lo cuentas, pero ahora arriba. Y tú dame ese muñeco. Tráelo aquí antes de que lo tire a la basura. -Oí cómo volvía a coger el teléfono-. Bueno, y yo le pregunto otra vez: ¿por qué le interesa este caso?
Yo sabía de sobra que la clave para ganarse a un periodista está en la manera de replicar.
– Tengo información pertinente al caso -dije.
– Pertinente -repitió-. Eso suena muy bien, Will.
– Me imaginé que le interesaría lo que tengo que decirle.
– ¿Desde dónde llama?
– Desde Nueva York -contesté.
Se hizo un silencio.
– Eso está muy lejos del escenario del crimen.
– Sí.
– Bien, lo escucho. ¿Puede decirme qué es lo pertinente e interesante?
– Antes necesito saber unos datos básicos.
– No trabajo así, Will.
– He leído otras noticias suyas, señora Sterno.
– Señorita. Y ya que nos hemos hecho amigos, llámeme Yvonne.
– Muy bien -dije-. Yvonne, usted suele hacer crónicas de bodas y banquetes sociales.
– Se come muy bien, Will, y yo en traje de noche estoy de muerte. ¿Qué quiere?
– Una noticia como ese crimen no cae del cielo todos los días.
– De acuerdo, me tiene en ascuas. ¿Qué quiere?
– Lo que quiero es que conteste a unas preguntas. ¿Qué hay de malo en ello? Y, al fin y al cabo, a lo mejor soy legal.
Como no contestaba, insistí.
– Es raro que haya hecho la crónica de un asesinato como ése sin describir a las víctimas ni señalar sospechosos o dar otros detalles.
– No estaba a mi alcance -respondió ella-. La noticia llegó a través del escáner casi a la hora del cierre y no tuvimos tiempo de nada.
– ¿Y por qué no hubo seguimiento? Era una noticia importante. ¿Por qué sólo esa gacetilla?
Silencio.
– ¿Oiga?
– Un segundo, los niños vuelven a armar jaleo.
Pero esta vez no se oía ningún ruido.
– Me pararon los pies -dijo ella con voz queda.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que tuvimos suerte con publicar ese simple resumen. Al día siguiente, esto estaba lleno de federales. El SAC local…
– ¿El SAC?
– El agente especial encargado, el responsable de zona. Habló con mi jefe para que echásemos tierra a la noticia. Yo intenté seguir por mi cuenta, pero no obtuve más que unos cuantos «sin comentarios».
– ¿No es extraño?
– No lo sé, Will. Nunca había cubierto un asesinato. Pero sí, diría que me resulta un tanto raro.
– ¿Y a qué cree que es debido?
– ¿Por la reacción de mi jefe? -lanzó un profundo suspiro-. A que se trata de algo gordo, muy gordo. Mucho más que un doble crimen. Le toca a usted, Will.
Pensé hasta dónde debía contarle.
– ¿Sabe si encontraron huellas dactilares en el lugar del crimen?
– No.
– Había huellas de una mujer.
– Siga.
– Una mujer que apareció ayer muerta.
– Caray. ¿Asesinada?
– Sí.
– ¿Dónde?
– En un pueblo de Nebraska.
– ¿Cómo se llamaba?
– Cuénteme algo del inquilino de la vivienda, Owen Enfield -dije reclinándome en la silla.
– Ah, ya entiendo. Toma y daca. Yo le cuento y usted me cuenta.
– Algo por el estilo. ¿Era Enfield una de las víctimas?
– No lo sé.
– ¿Qué sabe usted de él?
– Hacía tres meses que vivía allí.
– ¿Solo?
– Según los vecinos, había llegado solo. Desde hacía unas semanas estaban con él una mujer y una criatura.
Una criatura: me dio un vuelco el corazón y me incorporé.
– Una criatura, ¿de qué edad?
– No lo sé, de edad escolar.
– ¿Quizá de doce años?
– Sí, puede ser.
– ¿Niño o niña?
– Niña.
Se me heló la sangre en las venas.
– Will, ¿sigue ahí?
– ¿Sabe el nombre de esa niña?
– No. La verdad es que nadie sabía nada sobre ella ni sobre la mujer.
– ¿Dónde están ahora?
– No lo sé.
– ¿Cómo es eso?
– Uno de los grandes misterios de la vida, supongo. No he podido localizarlas; pero ya le he dicho que no sigo el caso y no me he esforzado mucho.
– ¿Podría averiguar dónde están?
– Puedo intentarlo.
– ¿Hay algo más? ¿Sabe el nombre de algún sospechoso o de las víctimas?
– Ya le digo que no hay datos. Yo trabajo en el periódico a tiempo parcial, pero como habrá deducido soy madre a tiempo completo. Yo simplemente me hice cargo de la noticia porque estaba sola en la redacción cuando llegó; pero dispongo de buenos contactos.
– Tenemos que dar con Enfield -dije-. O al menos con la mujer y la niña.
– Sí, habría que empezar por ahí -añadió ella-. ¿Quiere decirme a qué se debe su interés en este caso?
Lo pensé.
– ¿Le gusta desentrañar grandes misterios, Yvonne?
– Sí, Will, ya lo creo.
– ¿Se le dan bien?
– ¿Quiere una demostración?
– Adelante.
– Usted llama desde Nueva York, pero es de Nueva Jersey. De hecho, aunque allí habrá muchos Klein, me apostaría algo a que es hermano de un asesino infame.
– Un presunto asesino infame -repliqué-. ¿Cómo lo ha averiguado?
– Tengo el Lexis-Nexis en el ordenador de casa y al teclear su nombre aparecieron todos esos datos y una de las entradas decía que ahora vive en Manhattan.
– Mi hermano no tiene nada que ver con esto.
– Claro, y tampoco mató a una vecina, ¿verdad?
– No he dicho eso. Él no tiene nada que ver con el doble asesinato.
– Entonces, ¿qué relación existe?
Lancé un suspiro.
– Es por alguien muy allegado a mí.
– ¿Quién?
– Mi novia. Encontraron sus huellas en el escenario del crimen.
Volví a oír chillar a los niños, como si corrieran por el cuarto haciendo el ruido de una sirena, pero esta vez Yvonne Sterno no les gritó.
– ¿Y fue su novia a quien encontraron en Nebraska?
– Sí.
– ¿Y a eso se debe su interés?
– En parte.
– ¿Cuál es la otra parte?
Aún no estaba decidido a hablarle de Carly.
– Encuentre a Enfield -dije.
– ¿Cómo se llamaba, Will, su novia?
– Encuéntrelo.
– Oiga, ¿quiere que colaboremos? No confía en mí. Puedo averiguarlo en cinco minutos, de todos modos. Dígamelo.
– Rogers -respondí-. Se llamaba Sheila Rogers.
Oí que tecleaba algo.
– Haré cuanto pueda, Will -dijo ella-. Tenga paciencia. Lo llamaré pronto.