Se oyó el zumbido del intercomunicador.
– ¿Señor McGuane? -dijo la recepcionista, que formaba parte del contingente de seguridad.
– Sí.
– Están aquí Joshua Ford y Raymond Cromwell.
Joshua Ford era el socio principal de Stanford, Cummings & Ford, un bufete con más de trescientos abogados, y Raymond Cromwell ejercía de pasante pagado por horas para tomar notas. McGuane los vio por el monitor. Ford era un tipo alto, de uno noventa y más de cien kilos. Tenía fama de duro, agresivo y desagradable y, en consonancia con ello, adoptaba el gesto torcido de estar mascando un puro o una pierna humana. Cromwell, por el contrario, era joven, blando, barbilampiño y muy atildado.
McGuane miró a El Espectro. Éste le brindó una sonrisa que le hizo sentir de nuevo una corriente helada. Se preguntó otra vez si habría sido acertado mezclarlo en aquello. Al final había decidido seguir adelante. El Espectro también tenía que ver en el asunto.
Además, El Espectro era un maestro en ese trabajo.
Sin apartar la mirada de aquella sonrisa que ponía carne de gallina, McGuane dijo:
– Por favor, haga pasar al señor Ford solo y que el señor Cromwell aguarde en la sala de espera.
– Sí, señor McGuane.
McGuane había recapacitado sobre el modo de hacerlo. No era partidario de la violencia por la violencia, pero tampoco la rehuía.
Era un medio para lograr un fin y estaba de acuerdo con aquella monserga del ateísmo de las trincheras de El Espectro. Era cierto que somos simples animales, organismos, por así decir, apenas más complejos que el más rudimentario de los paramecios. Mueres y se acabó. Pensar que los seres humanos están por encima de la muerte y que, a diferencia de otros seres, tengan el don de trascenderla era pura megalomanía. Mientras vivimos, claro, somos únicos y dominantes por ser los más fuertes y crueles y llevar la batuta, pero creer que ante la muerte somos algo especial a los ojos de Dios, que podemos rastreramente obtener su clemencia haciéndole la pelota, es la clase de argumento que los ricos -y no se me tilde de comunista- han utilizado para mantener a raya a los pobres desde el origen de los tiempos.
El Espectro se colocó a un lado de la puerta.
Cuando las cosas toman mal cariz hay que actuar sobre la marcha. McGuane recurría a veces a métodos que otros consideraban tabú: no matar, por ejemplo, a un agente del FBI, a un fiscal o a un policía, cosa que él había hecho en los tres casos; tampoco era conveniente atacar a gente poderosa que puede causar problemas y llamar la atención. McGuane tampoco se arredraba ante eso.
Cuando Joshua Ford abrió la puerta, El Espectro tenía ya preparada la barra de hierro. Era casi tan larga como un bate de béisbol, provista de un potente muelle que permitía golpear con la energía de una cachiporra y con un simple golpe en la cabeza cascar el cráneo como una cascara de huevo.
Joshua entró en el despacho con el paso decidido y arrogante de hombre rico. Sonrió a McGuane.
– Señor McGuane -dijo.
– Señor Ford -respondió McGuane sonriente.
Al advertir algo a su derecha, Ford se volvió hacia El Espectro con el habitual gesto de mano tendida, pero El Espectro no estaba para saludos. Le propinó en la espinilla un golpe preciso con la barra. Ford cayó al suelo desmadejado lanzando un grito. El Espectro volvió a golpearlo en el hombro derecho. Ford sintió que su brazo no le respondía. El Espectro lo golpeó de nuevo en la caja torácica y se oyó un crujido de costillas al tiempo que el letrado intentaba hacerse un ovillo.
– ¿Dónde está? -preguntó desde la mesa McGuane.
– ¿Quién? -replicó Ford con un gruñido tragando saliva.
Grave error porque El Espectro descargó sobre su tobillo otro golpe que le hizo lanzar un alarido. McGuane miró a sus espaldas el monitor de seguridad y vio que Cromwell seguía cómodamente sentado en la sala de espera. No oiría nada. Ni él ni nadie.
El Espectro golpeó otra vez al abogado en el tobillo, en el mismo sitio, con el resultado de un crujido semejante al de una botella de cerveza aplastada por un coche, y Ford alzó la mano pidiendo clemencia.
La experiencia de los años le había enseñado a McGuane que es mejor golpear antes de preguntar. La mayoría de la gente, ante la amenaza de sufrir daño, trata de evitarlo habla que te habla, y más quienes tienen facilidad de hacerlo. Buscan evasivas y largan medias verdades, mentiras creíbles, convencidos de que según esa lógica el enemigo cederá un tanto. Se valen de la palabra para reducir la tensión.
Hay que privarlos de esa ilusión.
El dolor y el miedo que la agresión física causa resultan devastadores para la psique. Anulan el razonamiento cognitivo -la inteligencia del hombre evolucionado, si se prefiere- y sólo queda el Neandertal, el individuo primitivo cuyo único deseo es evitar el dolor.
El Espectro miró a McGuane y éste asintió con la cabeza. El Espectro se hizo a un lado para permitirle acercarse.
– Se detuvo en Las Vegas -dijo McGuane-. Cometió un gran error. Allí fue a ver a un médico. Hemos comprobado las llamadas interestatales desde teléfonos públicos de las inmediaciones una hora antes y después de su visita. Sólo hay una interesante: la que le hizo a usted, señor Ford. Lo llamó a usted. Y para mayor seguridad puse vigilancia a su despacho y sé que ayer fueron a verlo los federales. Todo coincide. Ken necesitaba un abogado y tenía que ser alguien duro e independiente, no relacionado en absoluto conmigo: usted.
– Pero… -balbució Joshua Ford.
McGuane lo interrumpió alzando una mano. Ford obedeció y guardó silencio. McGuane retrocedió un paso, miró a El Espectro y dijo:
– John.
El Espectro avanzó y sin previo aviso golpeó a Ford en el antebrazo por debajo del codo, descoyuntándoselo. Ford se puso lívido.
– Si niega o finge que no sabe de qué estoy hablando -dijo McGuane-, mi amigo se dejará de caricias y comenzará a hacerle daño. ¿Comprende?
Ford tardó unos segundos en alzar la vista pero, cuando lo hizo, a McGuane le sorprendió la firmeza que vio en sus ojos. Ford los miró sucesivamente a los dos.
– Váyanse a la mierda -exclamó.
El Espectro miró a McGuane, quien, enarcando una ceja, sonrió y dijo:
– Qué valiente. John… -añadió.
Pero El Espectro no lo atendió. Le cruzó la cara a Ford con la barra. Se oyó un crujido seco como si la cabeza se hubiera desplazado lateralmente y el suelo se salpicó de sangre al tiempo que el abogado se desplomaba inmóvil. El Espectro descargó otro golpe en la rodilla
– ¿Sigue consciente? -preguntó McGuane.
El Espectro hizo una pausa y se agachó.
– Consciente -dijo-, pero respira con dificultad. Otro golpe y buenas noches, señor Ford -añadió levantándose.
McGuane reflexionó.
– ¿Señor Ford? -dijo.
Esta vez, el abogado meneó la cabeza.
– ¿Dónde está? -insistió McGuane.
Ford negó con la cabeza.
McGuane se acercó al monitor. Lo hizo pivotar para que el letrado viera la pantalla. Cromwell estaba sentado con las piernas cruzadas tomando café.
– Lleva unos bonitos zapatos -comentó El Espectro-. ¿Son Allen-Edmonds?
Ford trató de incorporarse apoyándose en las manos para sentarse, pero se desplomó hacia atrás sin fuerzas.
– ¿Qué edad tiene? -preguntó McGuane.
Ford guardó silencio.
– Le ha preguntado… -dijo El Espectro esgrimiendo la barra.
– Veintinueve.
– ¿Está casado?
Ford asintió con la cabeza.
– ¿Tiene hijos?
– Dos niños.
McGuane siguió mirando la pantalla.
– Es verdad, John, lleva unos zapatos muy bonitos. Dígame dónde está Ken -añadió volviéndose hacia el abogado- o morirá.
El Espectro dejó despacio la barra en el suelo. Sacó del bolsillo un lazo de estrangulación Thuggee con mango de caoba de veinte centímetros de largo y cinco de diámetro. Tenía una forma octogonal con surcos profundos para facilitar el agarre. En un extremo continuaba una cuerda de crin de caballo trenzada.
– Él no tiene nada que ver con esto -dijo Ford.
– Escúcheme bien porque no se lo voy a repetir -replicó McGuane.
Ford aguardó.
– Nosotros no nos echamos faroles -añadió McGuane.
El Espectro sonrió y McGuane aguardó un segundo mirando a Ford antes de pulsar el botón de recepción.
– Diga, señor McGuane -contestó la recepcionista.
– Que pase el señor Cromwell.
– Sí, señor.
Vieron los dos en la pantalla cómo un fornido vigilante de seguridad se acercaba a la puerta y hacía señal a Cromwell para que entrase. El joven dejó el café, se levantó, se alisó la chaqueta y siguió al vigilante. Ford se volvió hacia McGuane y ambos se miraron fijamente a los ojos.
– Es usted un idiota -dijo McGuane.
El Espectro se preparó agarrando con fuerza el mango.
El vigilante abrió la puerta y Raymond Cromwell entró en el despacho con una sonrisa en los labios. Al ver la sangre y a su jefe hecho un ovillo en el suelo se quedó boquiabierto.
– ¿Qué demonios…?
El Espectro avanzó un paso a espaldas de Cromwell y le dio un puntapié en las corvas. Cromwell cayó de rodillas lanzando un grito. El Espectro se movía con soltura, sin esfuerzo, con gracia, como en un ballet grotesco.
Pasó la cuerda por la cabeza del joven y, una vez bien ceñido el cuello, tiró violentamente hacia atrás con la rodilla apoyada en la espalda de su víctima. La cuerda se tensó sobre la piel del joven y El Espectro dio hábilmente vueltas al mango para interrumpir el riego sanguíneo del cerebro. Cromwell, con los ojos desorbitados, manoteó intentando asir la cuerda. El Espectro no cedió.
– ¡Pare! -gritó Ford-. ¡Hablaré!
Era inútil. El Espectro miraba el rostro de su víctima, que se amorataba horriblemente por momentos.
– He dicho… -balbució Ford volviéndose hacia McGuane, pero éste lo miró tranquilamente con los brazos cruzados.
Los dos hombres se sostuvieron la mirada mientras el espantoso borboteo apagado de Cromwell resonaba en el silencio del despacho.
– Por favor -musitó Ford.
McGuane negó con la cabeza y repitió:
– Nosotros no nos echamos faroles.
El Espectro dio una vuelta más al mango sin soltarlo.