28

Katy Miller seguía temblando cuando llegó a su casa. «No puede ser. Es un error. Debe tratarse de otro nombre», pensó.

– ¿Katy? -llamó su madre.

– Sí.

– Estoy en la cocina.

– Voy ahora mismo, mamá.

Katy fue hacia la puerta del sótano pero su mano se detuvo en el pomo.

Detestaba bajar allí. Era extraño que al cabo de tantos años no se le hubiera borrado la impresión de aquel sofá raído, la alfombra manchada y el antiguo televisor. Seguía impresionándola; era como si sus sentidos percibieran aún la presencia del cadáver de su hermana ensangrentado y en descomposición, como si el olor a muerte la atragantase.

Sus padres se hacían cargo y la eximían de hacer la colada y no le pedían que bajara a traer la caja de herramientas o una bombilla nueva. Si había que entrar en el sótano lo hacían ellos.

Pero esta vez era ella quien bajaba.

Al cruzar la puerta encendió la bombilla, desnuda desde que se rompió la tulipa cuando el asesinato, y bajó despacio mirando más arriba del plano visual del sofá, la alfombra y el televisor.

¿Por qué seguirían allí?

Le parecía absurdo. Cuando asesinaron a Jon Benét, los Ramsey se fueron a vivir al campo. Pero, claro, todos pensaban que eran ellos quienes la habían matado, y probablemente querían escapar de las miradas de los vecinos y del recuerdo de la hija muerta. Pero ése no era su caso.

De todos modos, había algo inexplicable en Livingston, pues sus padres se habían quedado. Los Klein también. Como si las dos familias se hubieran atrincherado.

¿Por qué sería?

Encontró el baúl de Julie en un rincón. Su padre lo había puesto encima de un cajón por si el suelo se inundaba. Recordó a su hermana haciendo los preparativos del viaje a la universidad y que, el día que estaba guardando sus cosas en el baúl, ella se acercó a gatas hasta él figurándose que era un fuerte donde refugiarse y convencida de que Julie también iba a meterla allí para llevársela a la universidad.

Había unas cajas encima; las quitó y las puso en un rincón. Miró la cerradura. A falta de llave se apañaría haciendo palanca con algo: entre la cubertería de plata vio un cuchillo de postre que le sirvió de palanca para hacer saltar la cerradura; abrió los pasadores y levantó la tapa despacio, como Van Helsing abriendo el ataúd de Drácula.

– ¿Qué haces?

La voz de su madre la sobresaltó y dio un respingo.

Lucille Miller se acercó.

– ¿No es el baúl de Julie? -preguntó.

– Por Dios, mamá, qué susto me has dado.

– ¿Qué haces tú con el baúl de Julie? -insistió la madre acercándose más.

– Estaba… mirando.

– ¿Qué?

– Era mi hermana -replicó Katy muy digna.

– Ya lo sé, cariño.

– ¿Acaso no tengo yo también derecho a echarla de menos?

Su madre la miró en silencio.

– ¿Por eso has bajado aquí? -preguntó al fin.

Katy asintió con la cabeza.

– ¿Todo lo demás va bien? -añadió su madre.

– Muy bien.

– Katy, tú nunca fuiste muy dada a los recuerdos.

– Porque vosotros no me dejabais -replicó.

La madre reflexionó sobre lo que había dicho.

– Supongo que es cierto -dijo.

– Mamá.

– Dime.

– ¿Por qué os quedasteis?

Por un momento pareció que su madre iba a eludir la respuesta con su habitual excusa de que no quería hablar de ello pero, con la inesperada aparición de Will y la valerosa decisión de ir a casa de los Klein a darles el pésame, estaba siendo una semana muy fuera de lo normal. La madre se sentó en una de las cajas y se alisó la falda.

– Cuando te abate una tragedia -comenzó a decir-, al principio parece que se acaba el mundo. Es como si te encontraras en pleno mar embravecido; las olas te zarandean y te llevan de aquí para allá y lo único que puedes hacer es mantenerte a flote. Parte de ti, casi todo tu ser, desea abandonarse y dejar de luchar y hundirse de una vez. Pero uno no se hunde del todo porque lo impide el instinto de supervivencia o, en mi caso, quizá fue porque tenía otra hija pequeña. No lo sé. Por un motivo u otro sigues a flote.

La madre de Katy se enjugó con un dedo el rabillo del ojo, enderezó la espalda y forzó una sonrisa.

– No, no es una buena analogía -añadió.

– A mí me parece muy apropiada -replicó Katy cogiéndole la mano.

– Puede ser -comentó la señora Miller-. El caso es que cuando la tempestad amaina viene lo peor. Es como si al final te arrojase a la playa, pero el zarandeo y las sacudidas han causado un daño irreparable. El dolor es terrible. Y ahí no ha terminado todo, porque lo que queda por delante es una alternativa horrible.

Katy, con la mano de su madre entre las suyas, escuchaba atenta.

– Puedes tratar de sobreponerte al dolor, tratar de olvidar y seguir viviendo, pero para tu padre y para mí -Lucille Miller cerró los ojos negando firmemente con la cabeza- olvidar habría sido un oprobio. No podíamos traicionar a tu hermana de ese modo. Quizá nuestro dolor era terrible, pero ¿cómo seguir viviendo y olvidar a Julie? Para nosotros existía, era real, aunque parezca absurdo.

«Tal vez no», pensó Katy.

Siguieron sentadas en silencio y finalmente Lucille Miller se soltó de la mano de su hija, se palmoteó los muslos y se levantó.

– Bueno, te dejo sola.

Katy la oyó subir la escalera y volvió a ensimismarse en el baúl revolviendo las cosas. Tardó casi media hora pero al fin lo encontró.

Aquello lo cambiaba todo.

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