Philip McGuane vio a su viejo enemigo en la pantalla de la cámara de seguridad antes de que sonara el zumbador de la recepcionista.
– ¿Señor McGuane?
– Hágalo pasar -respondió él.
– Sí, señor McGuane. Viene con…
– A ella también.
McGuane se puso en pie. Tenía un despacho en la esquina del edificio con vistas al río Hudson cerca de la punta sudoeste de la isla de Manhattan. En los meses de verano surcaban sus aguas los nuevos megacruceros turísticos con esos adornos de luces de neón y sus salones de columnatas, y a algunos los veía deslizarse a la altura de sus ventanas, pero aquel día no había movimiento. McGuane continuó pulsando el mando a distancia de la cámara de seguridad para seguir los pasos de su adversario del FBI Joe Pistillo y de la subordinada que le iba a la zaga.
McGuane gastaba mucho en seguridad porque valía la pena. Tenía un circuito de vigilancia de ochenta y tres cámaras y todo aquel que entraba en su ascensor privado quedaba digitalmente grabado desde distintos ángulos; pero lo notable del sistema era que permitía que la imagen de quienes entraban fuera manipulada de tal modo que parecía que a continuación salían. Tanto el pasillo como el ascensor estaban pintados de color verde hierbabuena. Aquél era un detalle más bien repelente, pero los especialistas en efectos especiales y manipulación digital no ignoraban que era crucial, puesto que una imagen con fondo verde se puede recortar para situarla sobre un fondo cambiado.
A sus enemigos no les importaba acudir allí, pues, al fin y al cabo, era su oficina oficial y daban por sentado que no se atrevería a matarlos en su propio terreno. Craso error, porque precisamente esa osadía y el hecho de que la policía también lo pensara -unido al detalle de que podía demostrar que la víctima había salido de allí por su propio pie-, hacían del edificio un lugar idóneo para un asesinato.
McGuane sacó una antigua foto del primer cajón del escritorio. Algo que había aprendido desde el principio era que no hay que subestimar a las personas ni las situaciones y le constaba que, por el contrario, obtenía ventaja sobre sus adversarios logrando que la subestimasen. Miró aquella foto en la que aparecían tres muchachos de diecisiete años: Ken Klein, John Asselta el Espectro y él mismo, McGuane, los tres criados en Livingstone, Nueva Jersey, aunque él vivía en el extremo opuesto de la ciudad, lejos de Ken y de EL Espectro. Se hicieron amigos en el instituto por atracción mutua, por una afinidad que traicionaba sus miradas, o quizá fuese mucho decir.
Ken Klein era el fogoso jugador de tenis; John Asselta, el psicópata pendenciero, y McGuane, el muchacho encantador presidente del consejo de alumnos. Miró los rostros de aquella fotografía: eran simplemente los de tres simpáticos estudiantes sin peculiaridad alguna. Cuando unos años atrás unos chicos como aquéllos llevaron a cabo la matanza en el colegio Columbine, McGuane había observado con fascinación la reacción de los medios de comunicación. El mundo buscaba excusas cómodas. Los chicos eran marginados, niños atormentados y maltratados, hijos de padres ausentes y acostumbrados a videojuegos violentos. Pero McGuane sabía que todas aquellas razones no contaban. Cierto que los tiempos habían cambiado, pero podía haberse tratado de ellos mismos -Ken, John y McGuane- porque en el fondo nada importa que vivas con desahogo económico, tus padres te den cariño, que no te metas con nadie o que simplemente te esfuerces por destacar entre la masa.
Algunas personas sienten esa furia.
Se abrió la puerta del despacho y entraron Joe Pistillo y su joven ayudante. McGuane sonrió y guardó la fotografía.
– Bah, Javert, ¿aún me persigue por robar un pan? -dijo saludando a Pistillo.
– Sí, claro -replicó el hombre del FBI-. Ése es usted, McGuane. El inocente acosado.
McGuane fijó la atención en la mujer.
– Joe, ¿cómo se las arregla para estar siempre tan bien acompañado?
– Le presento a la agente especial Claudia Fisher.
– Encantado -dijo McGuane-. Siéntense, por favor.
– Preferimos quedarnos de pie.
McGuane se encogió de hombros y se sentó en su sillón.
– Bien, ¿qué lo trae hoy por aquí?
– Está en un mal momento, McGuane.
– ¿Ah, sí?
– Muy malo.
– ¿Y ha venido a ayudarme? Qué emoción.
Pistillo lanzó un bufido.
– Hace tiempo que voy detrás de usted.
– Sí, lo sé, pero soy veleidoso. Le sugiero una cosa: la próxima vez me envía un ramo de flores, me abre la puerta, me cede el paso. A los hombres nos gusta que nos galanteen.
Pistillo apoyó los puños en la mesa.
– En el fondo me complacería aguardar tranquilamente sentado para ver cómo lo despedazan vivo. -Tragó saliva y trató de controlarse-. Pero algo más profundo en mi ser me pide verlo pudriéndose entre rejas por sus delitos.
McGuane se volvió hacia Claudia Fisher.
– Resulta muy atractivo cuando habla en ese tono tan duro, ¿no cree?
– ¿Sabe a quién hemos encontrado, McGuane?
– ¿A Hoffa? [1] Ya era hora.
– A Fred Tanner.
– ¿A quién?
– No se haga el disimulado -replicó Pistillo con una sonrisita-. Es uno de sus matones.
– Creo que pertenece a mi departamento de seguridad.
– Pues lo hemos encontrado.
– No sabía que se hubiera perdido.
– Muy gracioso.
– Creía que estaba de vacaciones, agente Pistillo.
– De vacaciones permanentes. Lo hemos encontrado en el río Passaic.
– Qué insalubre -comentó McGuane torciendo el gesto.
– Con dos balazos en la cabeza. Hemos encontrado también a un tal Peter Appel; estrangulado. Era un tirador de élite retirado del ejército.
– No somos nada.
«Uno solo estrangulado -pensó McGuane-. A El Espectro le habrá fastidiado tener que disparar al otro.»
– Sí, en fin, veamos -añadió Pistillo-. Tenemos estos dos muertos más los otros dos de Nuevo México, lo que suma cuatro.
– Y lo ha calculado sin contar con los dedos. Agente Pistillo, no le pagan lo que merece.
– ¿No tiene nada que decirme?
– Sí, mucho -replicó McGuane-. Lo confieso: yo los maté. ¿Satisfecho?
Pistillo se inclinó sobre la mesa acercando su rostro al de McGuane.
– Está a punto de hundirse, McGuane -dijo.
– Y usted ha comido sopa de cebolla.
– ¿Sabe -añadió Pistillo sin despegar la cara de la de McGuane- que ha muerto también Sheila Rogers?
– ¿Quién?
Pistillo se apartó de la mesa.
– Claro, tampoco la conoce. No trabaja para usted.
– Tengo mucha gente trabajando para mí. Soy un hombre de negocios.
– Vámonos -dijo Pistillo mirando a Fisher.
– ¿Se marchan ya?
– Llevo mucho tiempo aguardando este momento -añadió Pistillo-. La venganza, como dicen, es un plato que se sirve frío.
– Como la vichyssoise.
Pistillo le respondió con otra sonrisa sarcástica.
– Que tenga un buen día, McGuane -dijo.
Salieron. McGuane permaneció sentado diez minutos sin moverse. ¿A qué obedecería aquella visita? Sencillo. Querían ponerlo nervioso. Lo subestimaban. Pulsó el número tres, la línea de seguridad sometida a comprobación diaria por si estaba intervenida; dudó al marcar el número. ¿Lo interpretaría como pánico por su parte?
Sopesó los pros y los contras y decidió correr ese riesgo.
El Espectro contestó al primer timbrazo con un melodioso «¿diga?».
– ¿Dónde estás?
– Acabo de llegar en avión de Las Vegas.
– ¿Has averiguado algo?
– Ya lo creo.
– Te escucho.
– Además de ellos dos, había una tercera persona en el coche -dijo El Espectro.
– ¿Quién? -preguntó McGuane revolviéndose en el asiento.
– Una niña pequeña -dijo El Espectro- de unos once o doce años.