Cuadrados llegó a mi apartamento con panecillos y mermelada de una tienda, en la esquina de la Calle 15 y la Primera Avenida, inteligentemente llamada La Bagel. Eran las diez de la mañana y Katy dormía en el sofá. Cuadrados encendió un cigarrillo y advertí que vestía la misma ropa de la noche anterior. No sabía exactamente a qué atribuirlo pues, aunque fuera precisamente un árbitro de la elegancia, aquella mañana estaba francamente desaseado. Nos sentamos en los taburetes de la barra de la cocina.
– Oye -dije-, ya sé que te gusta mezclarte con la gente de la calle…
Él sacó un plato de un armarito.
– ¿Vas a dedicarte a tomarme el pelo o piensas contármelo? -replicó.
– ¿No puedo hacer las dos cosas?
Agachó un poco la cabeza y me miró por encima de las gafas de sol.
– ¿Tan malo es?
– Peor -contesté.
Katy se rebulló en el sofá y oí que exclamaba: «¡Ay!». Yo tenía listo el Tylenol extrafuerte y se lo tendí con un vaso de agua. Ella se lo tomó de un trago y se levantó tambaleante camino de la ducha. Yo volví al taburete.
– ¿Qué tal tienes la nariz? -preguntó Cuadrados.
– Como si fuera a salírseme el corazón por ella.
Asintió con la cabeza y dio un mordisco a un panecillo untado de mermelada que masticó despacio. Lo noté derrengado. Comprendí que no había dormido en su casa aquella noche. Sabía que algo había sucedido entre él y Wanda. Sobre todo, sabía que él no quería que le preguntase qué.
– ¿Qué decías de peor? -inquirió.
– Sheila me mintió -dije.
– Eso ya lo sabíamos.
– Pero no hasta qué extremo.
Él siguió masticando.
– Conocía a Julie Miller: vivieron en la misma residencia femenina. Eran compañeras de habitación.
– A ver, explícame -dijo Cuadrados dejando de masticar.
Le conté lo que me había explicado Katy con el ruido de fondo de la ducha a todo meter. Pensé que Katy aún padecería las consecuencias de la borrachera; pero también es cierto que los jóvenes se recuperan antes.
Cuando terminé de explicarle todo, Cuadrados se recostó en el asiento, cruzó los brazos y sonrió.
– Muy rebuscado -comentó.
– Sí, eso mismo pensé yo.
– No lo entiendo, tío -añadió untando otro panecillo-. Tu ex novia, asesinada hace once años, era compañera de habitación en la universidad de tu última novia, que también ha sido asesinada.
– Eso es.
– Y a tu hermano le echaron la culpa del primer asesinato.
– Exacto.
– Sí, muy bien -dijo Cuadrados asintiendo con la cabeza-, pero no lo entiendo -espetó.
– Ha tenido que ser algún tipo de montaje -añadí.
– Un montaje, ¿el qué?
– Lo de Sheila y yo -contesté tratando de mostrar indiferencia-. Ha tenido que ser todo un montaje. Una mentira.
Hizo con la cabeza un gesto entre sí y no y el pelo le cayó sobre la frente. Se lo echó hacia atrás.
– ¿Con qué propósito?
– No lo sé.
– Piensa.
– No he hecho otra cosa en toda la noche -dije.
– De acuerdo, sí, supongo que tienes razón. Pongamos que Sheila te mintió y que se trataba de un montaje. ¿Me escuchas?
– Sí.
– ¿Con qué propósito?
– Te digo que no lo sé.
– Pues examinemos las posibilidades -dijo él alzando un dedo-. Una, que puede ser una coincidencia asombrosa.
Yo lo miré.
– Espera. Tú salías con Julie Miller, ¿hace cuánto, doce años?
– Sí.
– Puede que Sheila no lo recordase. Vamos a ver, ¿tú te acuerdas del nombre de las ex de todos tus amigos? Quizá Julie nunca le habló de ti. O tal vez Sheila olvidó tu nombre. Luego, diez años después os conocéis…
Volví a mirarlo sin decir nada.
– Sí, de acuerdo, es muy raro -dijo-. Olvidémoslo. Posibilidad dos -añadió levantando otro dedo, haciendo una pausa y mirando al vacío-. Mierda, me he perdido…
– Exacto.
Seguimos comiendo y él siguió pensando.
– Bien, supongamos que Sheila sabía exactamente quién eras desde el principio.
– Vale.
– Sigo sin entenderlo, tío. ¿Qué tenemos entre manos?
– Un montaje -respondí.
Cesó el ruido de la ducha y, cuando cogí un panecillo con semillas de amapola, se me quedaron pegadas a la mano.
– Toda la noche he estado pensando en eso -dije.
– ¿Y?
– Y siempre llego a la conclusión de Nuevo México.
– ¿Por qué?
– Porque el FBI quería interrogar a Sheila por un doble crimen en Alburquerque no resuelto.
– ¿Y qué?
– Hace años asesinaron también a Julie Miller.
– Un crimen tampoco resuelto -dijo Cuadrados-, aunque se sospecha de tu hermano.
– Sí.
– Tú crees que existe relación entre los dos crímenes -añadió Cuadrados.
– Tiene que haberla.
Cuadrados asintió.
– De acuerdo, veo el punto A y el punto B, pero no entiendo cómo se va de uno a otro.
– Ni yo -dije.
Nos quedamos en silencio. Katy asomó la cabeza por la puerta. Su rostro tenía la palidez de la resaca.
– He vuelto a vomitar -dijo con un gruñido.
– Gracias por tenerme al corriente -contesté.
– ¿Y mi ropa?
– En el armario del dormitorio -respondí.
Me dio las gracias con un gesto dolorido y cerró la puerta.
Miré al lado derecho del sofá, el lugar en que Sheila se sentaba a leer. ¿Cómo era posible que hubiera sucedido aquello? Recordé el dicho de «Más vale haber perdido un amor que no haber amado nunca» y reflexioné al respecto. Pero sobre todo me pregunté si no sería peor perder el amor de tu vida o darte cuenta de que quizás ella no te había amado.
Buena decisión. Sonó el teléfono, y esta vez lo cogí y respondí sin aguardar al contestador.
– ¿Will?
– Sí.
– Soy Yvonne Sterno. Respuesta de Alburquerque a Jimmy Olsen.
– ¿Qué ha averiguado?
– He estado toda la noche trabajando.
– ¿Y qué?
– El asunto es cada vez más raro.
– La escucho.
– Bien. Hice que mi contacto repasase actas notariales y listas de impuestos. Tenga en cuenta que mi contacto es funcionaría y le pedí que lo comprobara durante sus horas libres, y es más fácil convertir el agua en vino que conseguir que un funcionario…
– Yvonne -interrumpí.
– ¿Qué?
– Dé por descontado que admiro sus recursos. Dígame lo que ha averiguado.
– Sí, vale, tiene razón -replicó, y oí sonido de revolver papeles-. La casa del crimen la arrendaba una compañía llamada Cripco.
– ¿Quiénes son?
– Ilocalizables. Una coraza. Parece que no tienen actividad.
Reflexioné al respecto.
– Por otra parte, Owen Enfield tenía un coche, un Honda Accord gris, alquilado igualmente por Cripco.
– Quizás era la empresa para la que trabajaba.
– Quizás. Eso es lo que estoy tratando de comprobar.
– ¿Dónde está el coche ahora?
– Eso es otro detalle interesante -dijo Yvonne-. Lo encontró la policía, abandonado junto a un centro comercial de Lacida, a unos trescientos veinte kilómetros de aquí.
– ¿Y dónde está Owen Enfield?
– ¿Quiere saber lo que creo? Que ha muerto. Por lo que sabemos debió de ser una de las víctimas.
– ¿Y la mujer y la niña dónde están?
– Ni tengo la menor pista ni sé quiénes demonios eran.
– ¿Ha hablado con los vecinos?
– Sí. Ya le dije que nadie sabe gran cosa de ellas.
– ¿Y qué descripción física le han dado?
– Ah.
– Ah, ¿qué?
– De eso quería hablarle.
Cuadrados seguía comiendo, pero advertí que escuchaba. Katy no estaba en el cuarto: seguiría en mi habitación vistiéndose o estaría haciendo otra ofrenda a los dioses de porcelana.
– Las descripciones físicas son muy vagas -prosiguió Yvonne-. La mujer tendría unos treinta y tantos años, era morena y guapa. Eso es lo único que me han dicho los vecinos; de la niña, aunque no sabían el nombre, me han señalado que tendría unos once o doce años y pelo castaño claro. Un vecino me la describió como una pequeña preciosa, pero a esa edad ¿qué niña no lo es? La descripción del señor Enfield es la de un hombre alto de unos cuarenta años con pelo gris cortado a cepillo y perilla.
– Entonces no era una de las víctimas -dije.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque he visto una foto del escenario del crimen.
– ¿Cuándo?
– Cuando me interrogó el FBI sobre el paradero de mi novia.
– ¿Vio a las víctimas?
– No muy bien, pero lo suficiente para saber que ninguna de ellas tenía el pelo cortado a cepillo.
– Mmm. Entonces ha desaparecido la familia completa.
– Sí.
– Hay otra cosa, Will.
– ¿Qué?
– Stonepointe es una comunidad nueva y todos se conocen.
– ¿Por qué lo dice?
– ¿Conoce la cadena de supermercados de comida precocinada QuickGo?
– Sí, claro, aquí también hay -contesté.
Cuadrados se quitó las gafas y me miró intrigado. Me encogí de hombros y él se acercó.
– Pues bien, en la urbanización hay uno de esos QuickGo en el que compran casi todos los residentes -añadió Yvonne.
– ¿Y qué?
– Que un vecino jura que el día del crimen vio a Owen Enfield allí a las tres.
– No acabo de entenderla, Yvonne.
– Bueno, se lo digo porque los QuickGo tienen circuito de cámaras de vigilancia -añadió con una pausa-. ¿Me entiende ahora?
– Sí, creo que sí.
– He preguntado -prosiguió-. Conservan las cintas un mes antes de regrabarlas.
– Entonces, si conseguimos la cinta -añadí-, podremos ver qué aspecto tiene ese señor Enfield.
– Sí, exacto, pero el director se cerró en banda y no hubo manera de que me la dejara ver.
– Tiene que haberla -dije.
– Estoy abierta a cualquier sugerencia, Will.
Cuadrados puso su mano en mi hombro.
– ¿De qué se trata? -inquirió.
Tapé el receptor con la mano y dije:
– ¿Tú conoces a alguien relacionado con QuickGo?
– Por increíble que te parezca, la respuesta es no.
Maldita sea. Estuvimos pensando un rato mientras Yvonne tarareaba la musiquilla del anuncio de QuickGo, una de esas melodías perversamente pegadizas que tu cerebro repite sin cesar, y recordé la nueva campaña publicitaria en la que la musiquilla contaba con el añadido de una guitarra eléctrica, un sintetizador y un bajo, y al frente de la banda una famosa cantante pop llamada Sonay.
– No cuelgues, Sonay.
Cuadrados me miró.
– ¿Qué?
– Después de todo, creo que vas a poder ayudar -dije.