Tenía que contarle a mi padre lo de la cinta de seguridad.
Cuadrados me dejó en una parada de autobús cerca de Meadowlands. No tenía ni idea de qué hacer después de lo que acababa de ver. Durante el trayecto por la autopista de Nueva Jersey, ante el espectáculo de aquellas naves industriales ruinosas, puse mi cerebro en punto muerto. Era la única manera de seguir adelante.
Ahora ya sabía que Ken estaba vivo.
Acababa de ver la prueba. Había estado viviendo en Nuevo México con el nombre de Owen Enfield. En cierto modo me sentía eufórico. Había una posibilidad de redención, una posibilidad de volver a estar con mi hermano, la posibilidad de que -ni me atrevía a pensarlo- todo se arreglara.
Pero en ese momento pensé en Sheila.
Habían encontrado sus huellas en la casa de mi hermano, donde habían aparecido dos cadáveres. ¿Qué pintaba Sheila en aquello? No podía imaginarlo, o quizás es que me negaba a aceptar la evidencia. Me había engañado -en los momentos de lucidez, la única explicación que veía era la del engaño, fuera el que fuese- y si lo pensaba detenidamente, si realmente me abandonaba al recuerdo de pequeñas cosas, como su modo de sentarse sobre las piernas en el sofá mientras charlábamos, de echarse el pelo hacia atrás como si estuviera bajo una cascada, el olor que desprendía cuando salía de la ducha en albornoz, su costumbre de ponerse en las noches de otoño mis sudaderas, que le venían tan grandes, aquella manera de tararear en mi oído cuando bailábamos, o de mirarme desde el otro extremo del cuarto de una forma que me cortaba la respiración, y reconocía que todo había sido una farsa deliberada…
Punto muerto.
Opté por centrarme en una única idea: llegar al final del asunto. Mi hermano y mi amante me habían dejado por las buenas, sin explicaciones y sin decir adiós. Era evidente que no podría superarlo hasta averiguar la verdad. Cuadrados me había prevenido desde el principio de que era muy posible que no me gustara lo que descubriese; pero quizás, en definitiva, esto era necesario. Quizás había llegado la hora de volverse valiente. Tal vez había llegado la hora de que yo ayudara a Ken, a diferencia de cómo había sido siempre.
Por lo tanto, tenía que centrarme en eso: Ken estaba vivo. Era inocente -si hasta ahora había subconscientemente abrigado dudas, Pistillo las había disipado-. Ahora podría volver a ver a Ken y estar con él y -no estaba seguro- resarcirme del pasado y hacer que mi madre descansara en paz, o algo por el estilo.
Aquel último día de duelo oficial, mi padre no estaba en casa. Tía Selma se encontraba en la cocina. Me dijo que había salido a pasear; advertí que se había puesto un delantal y me pregunté de dónde lo habría sacado porque nosotros no teníamos; estaba seguro. ¿Lo habría traído ella? Selma era la clase de mujer que parece ir siempre en delantal aunque no lo tenga puesto. No sé si me explico. Me quedé a observar cómo limpiaba el fregadero; Selma, la apacible hermana de Sunny, trabajaba con calma. Yo nunca la había valorado, y creo que a casi todos les sucedía lo mismo: Selma estaba allí y punto; era una de esas personas que llevaban una vida "discreta como si temiera llamar la atención del destino. Ella y mi tío Murray no tenían hijos; no sabía por qué, aunque en cierta ocasión sorprendí a mis padres hablando sobre un aborto. Era la primera vez que la contemplaba conscientemente pensando en ella como en un ser humano que se esfuerza a diario por hacer bien las cosas.
– Gracias -dije.
Selma asintió con la cabeza.
Quise decirle que la quería y que apreciaba lo que hacía y que deseaba -sobre todo ahora que había muerto mi madre- que nos tratásemos más; que a mi madre le habría gustado… Pero no pude.
Me contenté con darle un abrazo. Ella, de entrada, lo aceptó un poco tensa, sorprendida por mi extemporánea muestra de afecto, pero luego se relajó.
– Todo irá bien -dijo.
Yo conocía el itinerario de paseo de mi padre. Crucé Coddington Terrace, evitando pasar por delante de la casa de los Miller. Sabía que mi padre también lo hacía. Había cambiado de ruta años atrás. Continué por detrás de la casa de los Jarat y de los Arnay para coger el camino que conduce por Meadowbrook a los terrenos de béisbol de Little League. No había nadie jugando porque era el fin de temporada. Mi padre estaba sentado en la última fila de las gradas. Recordé cuánto le gustaba hacer de entrenador ataviado con aquella camiseta blanca tres cuartos con mangas verdes y la palabra Senador en el pecho, y su gorra verde con una S, echada hacia atrás. Le encantaba quedarse en el banquillo, agarrado despreocupadamente a la marquesina polvorienta, con las axilas sudadas. Colocaba el pie derecho en el reborde de la pista de ceniza y el izquierdo en el cemento, quitándose con soltura la gorra para enjugarse al mismo tiempo la frente con el antebrazo y volvérsela a poner. Se le veía radiante aquellas tardes de final de primavera, sobre todo cuando jugaba Ken. Compartía el puesto de entrenador con el señor Bertillo y el señor Horowitz, sus dos mejores amigos, con quienes se juntaba para beber cerveza, los dos muertos de un ataque cardíaco antes de cumplir los sesenta. Ahora, sentado a su lado, sé perfectamente que es como si estuviera oyendo los aplausos y las bromas, captando el olor que desprenden las pistas del querido terreno de juego de Little League.
Me miró y me sonrió.
– ¿Recuerdas cómo arbitraba tu madre?
– Sí, algo. ¿Qué edad tenía yo, cuatro años?
– Sí, más o menos -respondió meneando la cabeza y sonriente al recordarlo-. Tu madre estaba por entonces en pleno auge de su fase de liberación femenina y usaba aquellas camisetas con la leyenda de UN LUGAR PARA LA MUJER EN EL PARLAMENTO Y EN EL SENADO y cosas por el estilo. Ten en cuenta que te hablo de años antes de que autorizaran a las chicas a jugar en la Little League. Bueno, la cuestión es que tu madre se enteró de que no había árbitros femeninos, pero consultó el reglamento y vio que no estaba prohibido.
– ¿Y se inscribió?
– Sí.
– ¿Y qué?
– Bueno, a los más viejos casi les da un ataque, pero el reglamento es el reglamento y no pudieron impedir que arbitrase, aunque hubo un par de problemas.
– ¿Como por ejemplo?
– Pues que era la peor árbitro del mundo -respondió mi padre con otra sonrisa, una sonrisa ya rara en él, una sonrisa tan del pasado que sentí una punzada-. Ella ignoraba casi totalmente el reglamento del juego y tú sabes que no veía bien. Recuerdo que en su primer partido alzó el pulgar gritando: «¡Salvado!», y siempre que pitaba una falta hacía unos movimientos… Como una coreografía de Bob Fosse.
Contuvimos la risa como si estuviésemos viéndola en plena acción haciendo aquellos gestos, avergonzados y fascinados a la vez.
– ¿Y los entrenadores no se cabreaban?
– Claro, pero ¿sabes qué hicieron los del equipo?
Negué con la cabeza.
– La pusieron con Harvey Newhouse. ¿Te acuerdas de él?
– Su hijo fue compañero de clase. Era jugador profesional, ¿verdad?
– Sí, blocador de ofensiva en el equipo de los Rams. Harvey pesaría sus ciento cincuenta kilos. Bien, con él detrás y tu madre en el terreno de juego, cuando algún entrenador se desmandaba, bastaba con una mirada de Harvey para que el tipo volviera a sentarse en el banquillo.
Volvimos a contener la risa y después permanecimos en silencio pensando entristecidos cómo un carácter tan animoso se había marchitado ya mucho antes de aparecer la enfermedad. Al cabo de un rato, mi padre se volvió a mirarme y abrió desmesuradamente los ojos al advertir las contusiones.
– Pero ¿qué demonios te ha sucedido?
– No es nada -respondí.
– ¿Te has peleado?
– No, no es nada. Tengo que decirte una cosa.
Estaba muy tranquilo y no sabía cómo enfocaba la situación, pero fue él quien tomó la iniciativa.
– Anda, enséñamela -dijo.
Lo miré sorprendido.
– Esta mañana llamó tu hermana y me ha contado lo de la fotografía.
Aún la llevaba en el bolsillo. La saqué, él la cogió y la dejó en la palma de la mano como si temiera arrugarla; bajó la vista y dijo:
– Dios mío.
Vi que se le humedecían los ojos.
– ¿Tú no lo sabías? -pregunté.
– No -respondió mirando otra vez la foto-. Tu madre nunca me dijo nada hasta… Bueno, ya sabes.
Vi que una sombra cruzaba su rostro: su mujer, su compañera le había ocultado aquello y se sentía dolido.
– Hay otra cosa -dije.
Se volvió hacia mí.
– Ken ha estado viviendo en Nuevo México.
Le expliqué a grandes rasgos lo que sabía y él escuchó atento y tranquilo como el marinero que aguanta sin mareo el temporal.
– ¿Cuánto tiempo ha estado viviendo allí? -preguntó cuando terminé mi relato.
– Unos meses. ¿Por qué?
– Tu madre dijo que volvería. Dijo que volvería cuando demostrase su inocencia.
Seguimos sentados sin hablar. Dejé volar mi imaginación reconstruyendo a mi modo los hechos, más o menos así: once años antes a Ken le hacen caer en una trampa, huye y vive fuera del país, escondido, en la clandestinidad, como dijeron en los noticiarios. Los años pasan. Vuelve a casa.
¿Por qué?
¿Era, como decía mi madre, para demostrar su inocencia? Sí, era lógico, pensé, pero ¿por qué ahora? No acababa de entenderlo, pero el hecho es que había regresado y lo estaba pagando. Alguien lo había descubierto.
¿Quién?
La respuesta era obvia: el asesino de Julie. Esa persona, hombre o mujer, quería silenciar a Ken. ¿Y qué más? No lo sabía; quedaban cabos sueltos.
– Papá.
– Dime.
– ¿Tú sospechabas que Ken estuviera vivo?
Tardó en contestar.
– Resultaba más fácil pensar que había muerto.
– No me has contestado.
Su mirada era otra vez vaga.
– Ken te quería mucho, Will.
Dejé que la frase flotara en el aire.
– Pero no era del todo bueno -añadió.
– Eso lo sé -dije.
Dejó que lo asimilara.
– Cuando asesinaron a Julie -añadió-, Ken estaba metido en líos.
– ¿Qué quieres decir?
– Volvió a casa huyendo de algo.
– ¿De qué?
– No lo sé.
Reflexioné al respecto y recordé que había estado unos dos años fuera de casa y que parecía muy nervioso, incluso el día en que me preguntó por Julie. A mí todo aquello me pareció entonces muy raro.
– ¿Te acuerdas de Phil McGuane? -preguntó mi padre.
Asentí con la cabeza. Era el antiguo amigo de Ken en el instituto, el «primero de la clase», de quien ahora se decía que estaba «relacionado».
– He oído que se trasladó a la antigua finca de los Bonanno.
– Sí.
Cuando yo era niño, los mafiosos de entonces ocupaban la finca más importante de Livingston, una propiedad con una inmensa verja de hierro, con la puerta de entrada flanqueada por dos leones de piedra. Corría el rumor -algo habitual en las comunidades de zonas residenciales, donde hay rumores de todo tipo- de que en ella había cadáveres enterrados; se decía que la verja estaba electrificada y que, si alguien intentaba llegar a la casa por el bosque de atrás, tiraban a matar. Dudo mucho que aquellas historias fuesen ciertas, pero la policía acabó deteniendo a Bonanno a la edad de noventa y un años.
– ¿Qué pasa con él? -pregunté.
– Ken tenía algo que ver con McGuane.
– ¿En qué sentido?
– Es todo cuanto sé.
Pensé en El Espectro.
– ¿Tenía algo que ver también con John Asselta?
Mi padre se puso tenso y advertí temor en su mirada.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Porque los tres eran amigos en el instituto -comencé a responder, y de pronto decidí decírselo-. Lo he visto hace poco.
– ¿A Asselta?
– Sí.
– ¿Ha vuelto? -preguntó con voz queda.
Asentí con la cabeza.
Mi padre cerró los ojos.
– ¿Qué sucede?
– Asselta es peligroso -respondió.
– Lo sé.
– ¿Te ha hecho eso él? -preguntó señalando mi cara.
«Vaya pregunta», pensé.
– En parte, cuando menos -contesté.
– ¿En parte?
– Es largo de contar, papá.
Cerró los ojos de nuevo y, cuando los abrió, apoyó sus manos en los muslos y se levantó.
– Vamos a casa -dijo.
Quería preguntarle más cosas, pero vi que no era el momento. Lo seguí. Le costaba trabajo descender las inseguras gradas. Le ofrecí mi mano, pero él rehusó. Cuando llegamos a la grava delante de casa giramos para entrar por el camino y allí, sonriendo tranquilo con las manos en los bolsillos, nos esperaba El Espectro.
Por un instante pensé que era cosa de mi imaginación, como si por haber hablado de él hubiésemos hecho comparecer un fantasma. Pero oí el suspiro de sorpresa de mi padre y acto seguido aquella voz del Espectro:
– Vaya, ¡qué enternecedor!
Mi padre se puso delante de mí escudándome.
– ¿Qué quieres? -exclamó.
El Espectro se echó a reír.
– Caramba, a mí cuando me iban mal las cosas me obsequiaban con unos caramelos para que me sintiera mejor.
Nos quedamos paralizados y El Espectro alzó la vista al cielo, cerró los ojos y respiró hondo.
– Ah, Little League -comentó bajando la mirada hacia mi padre-. ¿Recuerda el día en que mi padre acudió al partido, señor Klein?
Mi padre apretó los dientes.
– Fue un momento inefable, Will. Un clásico. Mi querido viejo estaba tan borracho que se puso a mear en un rincón de la cafetería. ¿Te imaginas? Pensé que a la señora Tansmore le daba un ataque -añadió riéndose con unas carcajadas que se me clavaron en el alma. Cuando cesaron, añadió-: Buenos tiempos, ¿verdad?
– ¿Qué es lo que quieres? -insistió mi padre.
Pero El Espectro tenía su propio guión y no pensaba salirse de él.
– Dígame, señor Klein, ¿recuerda cuando era entrenador de la selección en las finales del estado?
– Sí -respondió mi padre.
– Ken y yo estábamos en…, ¿cuarto grado era?
Mi padre no contestó.
– Espere… -prosiguió El Espectro con cara seria-. Ah, casi se me olvida que aquel curso lo perdí, ¿no es cierto? Y el siguiente también. Por la cárcel, claro.
– Tú no fuiste a la cárcel -dijo mi padre.
– Cierto, cierto, tiene toda la razón, señor Klein. Estuve… -fingió marcar la palabra entre comillas con un gesto de los dedos- hospitalizado. ¿Sabes lo que eso significa, Willie, muchacho? Encierran a un niño con los peores chiflados del mundo para que se corrija. Mi primer compañero de habitación se llamaba Timmy y era pirómano; a la tierna edad de trece años, Timmy quemó a sus padres vivos; una noche robó una cajetilla de cerillas a un celador borracho y prendió fuego a mi cama: estuve en la enfermería tres semanas y poco me faltó para prenderme fuego yo mismo para no tener que volver.
Pasó un coche por Meadowbrook Road y vi a un niño pequeño en la parte trasera, en un asiento de seguridad adaptable. Ni la menor ráfaga de viento movía las ramas de los árboles.
– De eso hace mucho tiempo -dijo mi padre.
El Espectro entornó los ojos como si prestase profunda atención a lo que había dicho mi padre, y finalmente asintió con la cabeza.
– Sí, sí, hace tiempo. En eso tiene también razón, señor Klein. Y además yo no gozaba precisamente de una excelente vida hogareña. Cierto. ¿Qué perspectivas tenía yo? Así se puede decir que lo que me sucedió fue una bendición: me obsequiaron con terapia a cambio de no vivir con un padre que me pegaba.
En aquel momento comprendí que se refería al asesinato de Daniel Skinner, aquel abusón que murió apuñalado. Pero lo que me llamó la atención en aquel momento fue cuánto se parecía aquella historia a la de las vidas de los jóvenes que recogíamos en Covenant House: malos tratos en casa, criminalidad precoz y algún tipo de psicosis. Traté de ver a El Espectro desde esa perspectiva, como si fuera uno más de nuestros acogidos. Pero el retrato no cuadraba, porque él ya no era un muchacho. Ignoro cuándo rebasan el límite y a qué edad dejan de ser unos críos que necesitan ayuda para convertirse en degenerados a quienes hay que encarcelar; o incluso si eso era justo.
– Eh, Willie, muchacho.
El Espectro intentó cruzar su mirada con la mía pero mi padre se interpuso para impedirlo. Yo le puse una mano en el hombro dándole a entender que no hacía falta que me protegiera.
– ¿Qué? -dije.
– Tú sabes que me… -repitió aquel gesto con los dedos- hospitalizaron una segunda vez, ¿verdad?
– Sí -contesté.
– Yo estaba en el grado doce y tú en el diez.
– Lo recuerdo.
– Pues durante todo el tiempo que estuve allí sólo una persona vino a verme. ¿Sabes quién?
Asentí con la cabeza. Había sido Julie.
– Parece irónico, ¿no crees?
– ¿La mataste tú? -pregunté.
– No se nos puede culpar a los dos.
Mi padre volvió a interponerse.
– Basta ya -dijo.
– ¿A quién te refieres? -inquirí yo apartándolo.
– A ti, Willie, muchacho. A ti me refiero.
– ¿Qué dices? -repliqué sorprendido.
– Basta ya -repitió mi padre.
– Tú tenías que haberla defendido -prosiguió El Espectro-. Tu deber era protegerla.
Las palabras proferidas por aquel loco se me clavaron en el pecho como un carámbano.
– ¿A qué has venido? -inquirió mi padre.
– ¿Quiere que le diga la verdad, señor Klein? No lo sé muy bien.
– Deja a los míos en paz. Si quieres a alguien, aquí me tienes.
– No, señor. No he venido a por usted -replicó él mirando a mi padre, y yo sentí como un calambre en las entrañas-. Creo que prefiero que siga vivo.
El Espectro se despidió con un gesto de la mano y echó a andar hacia la arboleda. Lo vimos internarse en la espesura y desvanecerse, como su apodo, hasta desaparecer. Permanecimos aún fuera un par de minutos y oí que mi padre respiraba angustiosamente como si acabara de salir al aire libre de las profundidades de la tierra.
– Papá.
– Entremos en casa, Will -dijo cuando ya había echado a andar.