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Pistillo se ofreció a llevar a Katy a casa. Ella rehusó y dijo que volvía conmigo, lo que al federal no le gustó, pero ¿qué iba a hacer?

Volvimos al apartamento callados todo el camino y una vez dentro saqué mi impresionante colección de menús de servicio a domicilio; Katy encargó comida china y yo bajé al portal a recoger las cajas blancas que pusimos en la mesa. Yo me senté en mi silla habitual y ella en la de Sheila. Me vinieron al recuerdo las cenas a base de menús chinos con Sheila: ella con el pelo recogido, recién salida de la ducha y oliendo bien, en aquel albornoz de rizo, enseñando las pecas del pecho…

Son los detalles chocantes los que más se recuerdan.

Volví a sentir que la pena me invadía otra vez como un oleaje y advertí que me hacía más daño si me quedaba inmóvil, un daño profundo. La pena agota y si no estás prevenido llegas a despreocuparte.

Me serví arroz frito que regué con un chorro de salsa de langosta.

– ¿Seguro que quieres quedarte esta noche?

Katy asintió con la cabeza.

– Te dejaré mi cama -dije.

– Prefiero dormir en el sofá.

– ¿Seguro?

– Seguro.

Continuamos haciendo como que comíamos.

– Yo no maté a Julie -dije.

– Lo sé.

Continuamos simulando dar algún bocado.

– ¿Por qué estabas allí aquella noche? -preguntó ella al fin.

– ¿No te has creído que daba un paseo? -repliqué sonriendo.

– No.

Dejé los palillos con prevención, como si fueran a romperse, pensando en cómo explicarlo, allí en mi apartamento, cara a cara con la hermana de la mujer a quien había querido, que ocupaba la silla de la mujer con quien quería casarme. Las dos asesinadas, las dos relacionadas conmigo. Levanté la vista y dije:

– Creo que quizá fue porque no se me había pasado el enamoramiento de Julie.

– ¿Querías verla?

– Sí.

– ¿Y?

– Toqué el timbre pero no abrió nadie -dije.

Katy se quedó pensativa mirando su plato.

– Lo raro es la hora en que fuiste -comentó despreocupadamente.

Cogí los palillos.

– Will.

Seguí cabizbajo.

– ¿Sabías que tu hermano estaba allí?

Removí la comida del plato y ella alzó la cabeza para mirarme. Oí cómo el vecino abría y cerraba la puerta, sonó un claxon en la calle y alguien dio voces en un idioma que me pareció ruso.

– Lo sabías -añadió ella-. Sabías que Ken estaba en casa con mi hermana.

– Yo no la maté.

– ¿Qué sucedió, Will?

Crucé los brazos y me recliné en la silla con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás. No quería recordar aquello, pero ¿qué podía hacer? Katy exigía saberlo y tenía derecho a ello.

– Fue un fin de semana muy extraño -dije-. Hacía ya un año que había roto con Julie y no habíamos vuelto a vernos desde entonces. Yo hice varios intentos y me acerqué varias veces durante las vacaciones escolares, pero nunca la encontraba.

– Llevaba mucho tiempo sin venir a casa -dijo Katy.

Asentí.

– Igual que Ken. Por eso digo que fue tan extraño. De repente coincidíamos los tres en Livingston; no sé cuánto tiempo hacía que no sucedía. Además, Ken actuaba de un modo raro; no dejaba de mirar por la ventana y no salía de casa. Estaba implicado en algo; no sé en qué. Bien, él me preguntó si seguía enamorado de Julie y yo le dije que no, que era cosa del pasado.

– Le mentiste.

– Fue como si… -intenté buscar una manera de explicárselo-. Mi hermano era como un dios para mí. Era fuerte y valiente y… -Meneé la cabeza. No lo estaba explicando bien y volví a intentarlo-. Cuando yo tenía dieciséis años, mis padres nos llevaron a España, a la Costa del Sol. Aquello era una fiesta; para los veraneantes europeos era como la fiesta de primavera en Florida. Ken y yo íbamos a una discoteca cerca del hotel y una noche, a los cuatro días de estar allí, un tipo me dio un empujón en la pista; yo me lo quedé mirando, él se echó a reír y seguí bailando. Pero luego se acercó otro y me empujó otra vez y, como yo tampoco hice caso, vino el primero y me tiró al suelo. -Callé de pronto, parpadeando, como tratando de recordarlo claramente-. ¿Sabes lo que hice?

Katy negó con la cabeza.

– Llamar a gritos a Ken. No me levanté de un salto para darle un empujón al tío, sino que llamé a gritos a mi hermano mayor y salí corriendo.

– Tuviste miedo.

– Yo siempre tenía miedo -dije.

– Es lo normal.

Yo no lo creía así.

– ¿Y Ken acudió? -preguntó Katy.

– Claro.

– ¿Y qué?

– Empezaron a pelearse, pero eran una pandilla de escandinavos y a Ken lo zurraron de lo lindo.

– ¿Y tú?

– Yo no di un solo puñetazo. Me aparté a un lado intentando razonar con ellos para que no le pegaran. -Volví a enrojecer de vergüenza. Cuánta razón tenía mi hermano, tan acostumbrado a las peleas: si te pegan, el dolor dura lo que dura, pero la vergüenza del cobarde no desaparece jamás-. Ken salió de aquella refriega con un brazo roto, el brazo derecho, y él, que era un jugador de tenis de categoría nacional -en Stanford se habían interesado por él-, a partir de entonces ya no jugó igual y al final no pudo ir a la universidad.

– Tú no tienes la culpa.

Qué equivocada estaba.

– Lo que quiero decirte es que Ken siempre me defendía. Bueno, entre nosotros nos peleábamos, como todos los hermanos, porque él siempre se burlaba de mí; pero fuera de esas ocasiones estaba dispuesto a partirse el pecho por mí si hacía falta. Y yo nunca tuve valor para hacer lo mismo.

Katy se llevó la mano a la barbilla.

– ¿Qué sucede? -pregunté.

– Nada; que es extraño.

– ¿El qué?

– Que tu hermano fuese tan poco sensible y se acostara con Julie.

– No lo hizo a propósito. Él me preguntó si habíamos terminado y yo le dije que sí.

– Le diste luz verde -comentó ella.

– Sí.

– Y al final fuiste detrás de él.

– Tú no lo entiendes -dije.

– Sí lo entiendo -replicó ella-. Todos hacemos cosas así.

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