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Mi padre no quiso hablar.

Nada más entrar en casa se encerró arriba en su cuarto, aquel dormitorio que había compartido con mi madre durante casi cuarenta años. Se agolpaban demasiadas cosas en mi cerebro. Intenté ordenarlas, pero era inútil. Mi cerebro se bloqueaba. Y aún no sabía lo suficiente. Aún no. Necesitaba saber.

Sheila.

Había otra persona que quizá pudiera arrojar algo de luz sobre el enigma de quien había sido el amor de mi vida. Alegué una disculpa, me despedí de mi padre y volví a Nueva York. Tomé el metro del Bronx. Ya anochecía y no era un barrio recomendable, pero por una vez en mi vida estaba más allá del miedo.

Antes de que llamara se entreabrió la puerta con la cadena puesta. Tanya dijo:

– Está durmiendo.

– Es con usted con quien quiero hablar -repliqué.

– Yo no tengo nada que decir.

– La vi a usted en el funeral.

– Váyase.

– Por favor. Es importante -dije.

Tanya suspiró y quitó la cadena.

Entré y vi la tenue lamparita del rincón. Recorrí el deprimente cuarto con la vista y pensé que Tanya era quizá tan prisionera como Louis Castman. La miré de frente y ella retrocedió como escaldada.

– ¿Hasta cuándo piensa tenerlo aquí? -pregunté.

– No tengo planes -respondió.

No me invitó a sentarme y permanecimos de pie uno frente al otro. Cruzó los brazos y aguardó.

– ¿Por qué acudió al funeral? -pregunté.

– Quería presentarle mis últimos respetos.

– ¿Conocía a Sheila?

– Sí.

– ¿Eran amigas?

Quizá sonriera pero, por la horrorosa mutilación de su rostro con aquellas cicatrices, no podría asegurarlo.

– No teníamos amistad.

– Entonces, ¿por qué acudió?

Tanya ladeó la cabeza.

– ¿Quiere oír una cosa extraña?

No sabía qué contestar y simplemente asentí con la cabeza.

– Era la primera vez que salía del piso en año y medio.

Tampoco sabía qué responder pero dije:

– Me alegro.

Tanya me miró escéptica. En el cuarto no se oía más que su respiración, y me pregunté cuál sería exactamente su afección física y si era consecuencia de la brutal mutilación, pero el caso es que respiraba como si su garganta fuese una pajita de zumo obstruida.

– Por favor, dígame por qué asistió -añadí.

– Ya se lo he dicho; para presentarle mis respetos. -Hizo una pausa-. Pensé que podría ayudar.

– ¿Ayudar?

Miró a la puerta del cuarto del paralítico y yo seguí su mirada.

– Él me ha contado a qué vino usted y pensé que a lo mejor podía explicarle algunas cosas.

– ¿Qué es lo que él le contó?

– Que usted estaba enamorado de Sheila -dijo Tanya arrimándose a la lámpara. Era realmente difícil apartar los ojos de su rostro. Finalmente, se sentó y me hizo una señal invitándome a que hiciera lo mismo-. ¿Es cierto?

– Sí.

– ¿La mató usted? -inquirió.

La pregunta me sorprendió.

– No.

No pareció creérselo.

– No lo entiendo -añadí-. ¿Dice que vino para ayudar?

– Sí.

– ¿Y por qué se marchó?

– ¿No se lo imaginó?

Negué con la cabeza.

Se sentó -o más bien se derrumbó- en la silla con las manos en el regazo y comenzó a balancearse desde delante hacia atrás.

– ¿Tanya?

– Fue al oír su apellido -dijo.

– ¿Cómo dice?

– Me pregunta por qué me marché, ¿no? -añadió deteniendo el balanceo-. Fue porque oí su apellido.

– No lo entiendo.

– Louis -dijo mirando otra vez a la puerta- no sabía quién era usted, y yo tampoco hasta que oí su nombre en el funeral cuando Cuadrados hizo el elogio fúnebre. Usted es Will Klein.

– Sí.

– Y -añadió con voz tan queda que tuve que inclinarme para oír bien- es el hermano de Ken.

– ¿Usted conocía a mi hermano?

– Hace mucho tiempo que nos conocimos.

– ¿Cómo?

– A través de Sheila -respondió enderezándose en el asiento y mirándome. Resultaba extraño; dicen que los ojos son el espejo del alma, pero es absurdo. Los ojos de Tanya eran normales, sin mácula o defecto, ni vestigio alguno de su pasado o de sus tormentos-. Louis le habló a usted de un antiguo gánster que conoció Sheila.

– Sí.

– Se refería a su hermano.

Negué con la cabeza y quise protestar, pero me contuve al ver que se disponía a decir algo más.

– Sheila nunca se adaptó a este tipo de vida. Ella era muy ambiciosa. Conoció a Ken, congeniaron y él la ayudó a matricularse en una buena universidad en Connecticut, aunque más para que vendiera drogas que para otra cosa. En las calles tienen que matarse por un tramo de acera, pero en una buena universidad de ricos, si sabes moverte y lo diriges bien, se puede sacar una buena pasta.

– ¿Y dice que mi hermano montó todo eso?

– ¿Es que de verdad pretende decirme que no lo sabía? -replicó volviendo a balancearse.

– No.

– Yo pensé…

– ¿Qué?

– No sé lo que pensé -añadió negando con la cabeza.

– Por favor -dije.

– Es raro. Primero, Sheila está con su hermano y, ahora, reaparece con usted, y usted pretende no saber nada.

De nuevo, no sabía qué decir.

– Bien, ¿y qué fue de Sheila?

– Usted lo sabrá mejor que yo.

– No, me refiero a la época en que estudió en la universidad.

– Yo no volví a verla desde que dejó la calle. Sólo me llamó un par de veces al principio. Pero Ken a mí no me gustaba; usted y Cuadrados vi que eran buena gente y pensé que ella había encontrado algo bueno. Pero al oír su apellido… -añadió encogiéndose de hombros.

– ¿El nombre de Carly le suena de algo? -pregunté.

– No. ¿Por qué?

– ¿Sabía que Sheila tenía una hija?

– Dios mío -comentó con voz condolida reanudando el balanceo.

– ¿Lo sabía?

– No -respondió negando firmemente con la cabeza.

– ¿Conoce a Philip McGuane? -añadí a continuación.

– No.

– ¿Y a John Asselta o Julie Miller?

– No -respondió sin vacilar-. No los conozco -agregó levantándose y dándome la espalda-. Esperaba que hubiera escapado -espetó.

– Lo hizo -dije-. Durante un tiempo.

Vi que se le hundían los hombros y que parecía respirar con más dificultad.

– No merecía ese fin -añadió.

Tanya se dirigió a la puerta. No la seguí. Miré otra vez hacia el cuarto de Castman, sin poder evitar de nuevo el pensamiento de que eran dos presos. Tanya se detuvo y noté que clavaba la mirada en mí. Me volví hacia ella.

– Hoy en día hay métodos quirúrgicos -dije-; Cuadrados conoce a gente y podemos ayudarla.

– No, gracias.

– No puede vivir siempre en su venganza.

– ¿Cree que se trata de eso? -replicó forzando una especie de sonrisa-. ¿Cree que lo tengo aquí por esto? -añadió señalando su rostro.

Me quedé confuso una vez más.

Negó rotundamente con la cabeza.

– ¿Le contó Louis cómo reclutó a Sheila?

Asentí con la cabeza.

– Él se atribuye todo el mérito y recalca su estilo y su labia, pero casi todas las chicas, incluso las que llegan por primera vez en autobús, tienen miedo de irse solas con un tío. La diferencia en su caso era que tenía una pareja. Una mujer. Para ayudar a cerrar la venta. Para que las chicas se sintieran seguras.

Aguardó. Su mirada era insolente. Dentro de mí brotó un temblor que iba en aumento. Tanya se acercó a la puerta. Abrió. Y yo salí para no volver nunca.

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