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Quería ir al hospital a ver a Katy. Cuadrados negó con la cabeza y me dijo que no era buena idea. Su padre estaba allí y se negaba a apartarse de su lado. Había contratado a un vigilante jurado para que montase guardia ante la puerta. Comprendí. El señor Miller no había sabido proteger a una hija. No volvería a repetir el error.

Llamé al hospital con el móvil de Cuadrados, pero la telefonista me dijo que no se autorizaban llamadas. Llamé a una floristería y le envié un ramo; me pareció simplista y absurdo, pues había estado a punto de morir estrangulada en mi apartamento y yo ahora le enviaba un ramo de flores con un osito de peluche y un globo, pero era la única manera que tenía de darle a entender que pensaba en ella.

Cuadrados había venido con su coche, un Coupe de Ville de 1968 azul Venecia que llamaba tanto la atención como nuestro amigo Raquel Roscoe en una asamblea de las Hijas de la Revolución Americana. Cruzamos por el túnel Lincoln, donde había tráfico denso, como siempre. Dicen que el tráfico está cada vez peor, pero yo no sé qué opinar, porque de niño cuando viajábamos en el coche familiar -en los tiempos de las «rubias» con carrocería de madera- cruzábamos el túnel los domingos y recuerdo que ya entonces se avanzaba despacio en la oscuridad con aquellas ridículas luces que colgaban del techo como murciélagos, la cabina de cristal con el empleado, el hollín que manchaba los azulejos de un color orín-marfil; no dejábamos de mirar angustiados hacia delante hasta que sabíamos que faltaba poco para el final al llegar a las divisorias de goma de aspecto metálico que se erguían dándonos la bienvenida al mundo de la luz, de los rascacielos, de la otra realidad, como si hubiésemos viajado en una vagoneta. íbamos al circo de los hermanos Ringling o al Barnum & Bailey y dábamos vueltas enloquecidos a aquellos cordeles con lucecitas, o íbamos a veces al Radio City Music Hall a ver un espectáculo que durante diez minutos nos extasiaba pero que enseguida nos aburría; la época en que hacíamos cola para sacar entradas a mitad de precio en la taquilla o mirábamos libros en la enorme librería Barnes 8c Noble (creo que entonces sólo había una), o entrábamos en el Museo de Historia Natural, o recorríamos alguna feria callejera, como la preferida de mi madre, la del libro en septiembre en la Quinta Avenida.

Mi padre refunfuñaba por el tráfico, la falta de sitio para aparcar y las «porquerías» de todas clases, pero a mi madre le encantaba Nueva York, el teatro, el arte, el barullo de la ciudad. Sunny se había adaptado al ambiente de coches compartidos y zapatillas de tenis de la periferia urbana, pero en Nueva York sus sueños y sus viejos anhelos le salían a flor de piel. Ni que decir tiene que ella nos quería, pero a veces, yendo sentado a su lado en la ranchera, al observar cómo miraba por la ventanilla, yo pensaba si no habría sido más feliz sin nosotros.

– Muy acertado -dijo Cuadrados.

– ¿El qué?

– Que me acordase de que Sonay era una asidua de Cuadrados Yoga Corporation.

– ¿Cómo fue?

– Llamé a Sonay y le expliqué el problema. Me dijo que los dueños de QuickGo eran dos hermanos, Ian y Noah Muller, y ella misma los llamó para decirles qué queríamos -añadió encogiéndose de hombros.

– Eres increíble -comenté meneando la cabeza.

– No cabe duda.

Las oficinas de QuickGo estaban en un almacén sobre la Autopista 3 en el corazón de las marismas de Nueva Jersey. El tráfico que cruza Nueva Jersey es muy intenso, fundamentalmente porque las carreteras secundarias más transitadas discurren por las zonas más horrendas del llamado Estado Jardín. Yo soy defensor acérrimo del estado en que nací y me consta que, en su mayor parte, Nueva Jersey es espléndida, pero el fundamento de las críticas es doble: en primer lugar, las ciudades están en decadencia, ya sea Trenton, Newark o Atlantic City. Dan pena y son penosas. Por ejemplo, Newark. Yo tengo amigos de Quincy, Massachusetts, que dicen que son de Boston, y tengo amigos de Bryn Mawr que afirman que son de Filadelfia, y yo, que me he criado a menos de quince kilómetros de Newark, nunca he oído a nadie decir que era de Newark.

En segundo lugar -y me da igual lo que piensen los demás-, es innegable que las marismas del norte de Jersey huelen mal. Habrá veces que no se note tanto, pero huelen. Es desagradable. No huelen a naturaleza, sino a humo, a productos químicos y a escape de fosa séptica. Ése fue el olor que nos recibió cuando bajamos del coche frente al almacén de QuickGo.

– ¿Te has tirado un pedo? -preguntó Cuadrados.

Yo lo miré.

– Eh, era por romper la tensión, hombre -añadió.

Entramos en el almacén. La fortuna de los hermanos Muller era valorable aproximadamente en cien millones de dólares por barba, pero compartían una oficinita en el centro de una nave del tamaño de un hangar con dos mesas que parecían compradas en la liquidación de alguna escuela elemental y que estaban pegadas una a otra. Las sillas eran preergonómicas de madera pintada. No había a la vista ordenadores, fax, máquinas, ni fotocopiadora: sólo aquellas dos mesas, unos archivadores metálicos altos y dos teléfonos. Las paredes eran de cristal. A los hermanos les gustaba ver los contenedores y la carga de las máquinas elevadoras. No les importaba estar a la vista.

Los dos hermanos se parecían y vestían de forma idéntica. Llevaban «pantalones marengo», como decía mi padre, guardapolvos blancos sobre camiseta de pico. La camisa estaba lo suficientemente desabrochada para dejar ver una pelambrera pectoral gris parecida a un estropajo de aluminio. Se levantaron y obsequiaron a Cuadrados con su mejor sonrisa.

– Usted debe de ser el gurú de la señorita Sonay -dijo uno de ellos-. El yogui Cuadrados.

Cuadrados contestó con una solemne inclinación de cabeza propia de un hechicero.

Los dos se acercaron a estrechar su mano. Pensé que iban a arrodillarse.

– Anoche nos trajeron las cintas -dijo solícito el más alto de los dos hermanos, a quien Cuadrados dirigió otra inclinación de cabeza.

Nos condujeron a través del suelo de cemento de la nave, en medio de pitidos de vehículos maniobrando y dando marcha atrás; se abrieron unas puertas de garaje donde cargaban unos camiones y, después de que los hermanos intercambiaran saludos con todos los trabajadores, entramos en un cuarto sin ventanas en el que había una máquina de café sobre un mostrador. Había un televisor con antena de percha y un vídeo encima de un carrito metálico que yo no había visto desde la escuela elemental a la hora de la merienda.

El hermano más alto enchufó el televisor. La pantalla se llenó de parásitos. Introdujo una cinta en el reproductor de vídeos.

– La cinta cubre doce horas -explicó-. ¿Dicen que ese hombre estuvo en la tienda hacia las tres?

– Eso nos dijeron -respondió Cuadrados.

– La he puesto a partir de las dos cuarenta y cinco. Pasa deprisa porque la cámara filma una imagen cada tres segundos. Ah, el avance rápido no funciona ni hay mando a distancia; lo siento. Pónganla en marcha con el botón de «play», este de aquí, cuando esté listo. Como suponemos que querrán estar a solas, los dejamos. No tengan prisa.

– Puede que nos haga falta la cinta -dijo Cuadrados.

– No hay problema. Podemos sacar copias.

– Gracias.

Uno de los hermanos volvió a estrechar la mano a Cuadrados y el otro -no exagero- le hizo una reverencia. Una vez a solas, me acerqué al vídeo y lo puse en marcha. Enseguida desaparecieron los parásitos de la pantalla y también el sonido. Giré el botón de volumen pero, claro, no había sonido.

Eran imágenes en blanco y negro. En la parte inferior de la pantalla se veía un reloj. La cámara enfocaba desde arriba hacia la caja registradora atendida por una mujer rubia de pelo largo. Aquel paso de imagen tan brusco cada tres segundos me estaba mareando.

– ¿Cómo vamos a saber quién es el tal Owen Enfield? -comentó Cuadrados.

– Nos interesa fijarnos en un tipo de cuarenta años con pelo cortado a cepillo -dije.

Contemplando aquellas imágenes en sucesión, me di cuenta de que iba a ser una tarea más fácil de lo que había imaginado. Todos eran clientes mayores en atuendo de golf, y pensé si la mayor parte de los vecinos de Stonepointe serían jubilados. Tomé nota mental para preguntárselo a Yvonne Sterno.

A las 3:08.15 lo vimos. Por lo menos, la espalda. Llevaba pantalón corto y camiseta de manga corta con cuello y, aunque no se le veía la cara, tenía el pelo cortado a cepillo. Pasó junto a la caja y avanzó por un pasillo. Aguardamos. A las 3:09.24 reapareció por un lateral el presunto Owen Enfield camino de la cajera rubia, llevando en las manos lo que parecía una botella de leche y un paquete de pan de molde. Acerqué el dedo al botón de pausa para congelar la imagen y verlo mejor.

Pero no fue necesario.

La perilla resultaba chocante y el pelo cano tan corto también. De haber visto la cinta distraídamente o si él hubiera pasado a mi lado por una calle con mucha gente ni me habría percatado. Pero en ese momento no estaba distraído. Estaba concentrado. Estaba seguro; pero de todos modos pulsé «pausa» a las 3:09.51.

No cabía duda. Me quedé de una pieza y no sabía si alegrarme o echarme a llorar. Me volví hacia Cuadrados. Había apartado los ojos de la pantalla para mirarme. Asentí con la cabeza confirmando lo que él se imaginaba.

Owen Enfield era mi hermano Ken.

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