Capítulo 7

Elphame pensó que olían como un huerto lleno de albahaca después de la lluvia. Se apartó un mechón de pelo mojado de la cara y sonrió. Las mujeres, y el castillo también, se habían purificado. Había sido un descanso muy agradable, y un ritual maravilloso. Elphame miró al cielo. El sol se estaba poniendo muy deprisa, y ella tuvo que contener un suspiro de frustración, puesto que la llegada de la noche detendría su trabajo. Rápidamente, estableció las prioridades. Lo primero que había que hacer era arreglar las cocinas.

Entonces se le pasó algo por la mente. «Limpia el patio principal. Deja que el corazón del castillo lata de nuevo». Elphame se quedó sorprendida. ¿Había pensado aquello por sí misma? No, «pensar» no era la palabra exacta. Había sentido un deseo repentino y acuciante de limpiar el patio.

– Mi señora, ¿cuál es nuestra siguiente tarea?

Elphame sonrió a Brenna. Después les hizo un gesto a todas las mujeres para que se acercaran. Buscó y encontró a Wynne.

– Vamos a poner en funcionamiento la cocina. Reconstruir un hogar da mucha hambre.

Wynne sonrió.

– Sé dónde está.

– Muéstranos el camino.

Las mujeres se pusieron a caminar por el castillo, sin titubeos, sin dudas. Sin risas nerviosas. Era como si el aire se hubiera liberado de las telarañas emocionales del pasado.

Elphame sabía que Cuchulainn iba a decirle que era una idealista y una boba, pero ella se sentía muy feliz.

Las mujeres entraron al patio principal y, de repente, su charla cesó. La columna central del Castillo de MacCallan se erguía ante ellas imponente, alzándose hasta una altura majestuosa por encima de sus cabezas. Elphame se separó del grupo y se acercó a ella. Sin embargo, en aquella ocasión no posó las manos en la piedra. Se volvió hacia el grupo.

– Ésta es la columna central del Castillo de MacCallan -les explicó-. Recordad siempre que éste fue el hogar del honorable El MacCallan. Eran guerreros, pero también eran poetas y artistas. Muchas Elegidas de Epona tenían sangre MacCallan en las venas. Reverenciaban la belleza y la verdad, y por eso Epona mostró tanta rabia ante su destrucción -dijo, y señaló la columna-. Si miráis con atención, bajo las capas de suciedad y hollín podéis ver los símbolos de lo que era importante para los MacCallan. Criaturas y plantas del bosque, y el símbolo de El, una yegua encabritada, todo ello labrado en la piedra.

Varias de las mujeres asintieron y se acercaron para mirar con curiosidad el inmenso pilar.

– Deberíamos limpiarlo, para que pudiera apreciarse su belleza -dijo Meara.

– Así será -le respondió Elphame-. Limpiaremos todo este patio. Mirad el suelo -les indicó, y ellas obedecieron. Elphame no se paró a pensar que estaba llamando su atención hacia su excepcional cuerpo, y con uno de los cascos, apartó algo de tierra de la que cubría el suelo-. Debajo de toda esta suciedad hay un precioso mármol. Cuando esté limpio, brillará como los salones color perla del Templo de Epona.

Las mujeres se pusieron a hablar con excitación mientras observaban el tesoro oculto que había bajo sus pies.

«El corazón del castillo», pensó Elphame. La reacción de las mujeres daba a entender que a ellas también les había conmovido. «Pronto», le prometió a la columna manchada.

– Llévanos a las cocinas, Wynne -dijo después.

La cocinera comenzó a caminar decididamente por el patio, y atravesó un arco que comunicaba con una enorme estancia. Allí se detuvo.

En el Gran Salón, el techo estaba construido de la misma piedra gris que las paredes del castillo, así que el fuego no lo había consumido, pero todo estaba ennegrecido, y la enorme habitación estaba oscura y triste. Había madera quemada, seguramente de las mesas que una vez se usaron en los banquetes, y que estaban situadas junto a un marco que abarcaba desde el suelo al techo, y que debió de ser una cristalera que permitía que los habitantes del castillo comieran con la vista del austero patio principal del castillo.

Ya sólo quedaban escombros, pero Elphame vio los huesos sólidos del castillo, y por el brillo de los ojos de las mujeres se dio cuenta de que ellas también entendían el potencial de aquel salón.

– Hay dos entradas desde la cocina al Gran Salón -dijo Wynne-. Una está allí, y la otra, allí -explicó, y señaló dos huecos, cada una a un extremo de la pared más alejada-. Están comunicadas por una sala que se abre a la cocina -añadió, y miró a sus tres ayudantes-. Deberíamos elegir una de las puertas como entrada, y la otra como salida. De ese modo, no habrá accidentes.

Las ayudantes asintieron. Elphame tuvo que contenerse para no gritar de alivio. ¡Estaban empezando a verlo como un castillo habitado, vivo!

Como la cocina era parte del Gran Salón, su techo de piedra también estaba intacto, pero, como el resto del castillo, la sala estaba patas arriba. Elphame oyó el aleteo de los pájaros y los ruidos de otras pequeñas criaturas que huían, y supuso que una tribu completa de animales había tomado los enormes hogares de la cocina como residencia. Había hornos de ladrillo a lo largo de toda una pared, y cuando Wynne miró el interior de uno de ellos, la ardilla que lo habitaba saltó y se escabulló con pánico, y la cocinera soltó un gritito que se transformó en una carcajada.

– Seguramente ha pensado que yo era una rama de albahaca gigante y empapada -dijo, y el resto de las mujeres se echaron a reír con ella.

En la otra pared había un gran fregadero y una bomba de agua oxidada. A ambos lados de la bomba había armarios de piedra, y en el centro de la habitación había una gran isla de mármol cubierta de hojarasca y montoncitos sospechosos.

– Y bien, hermana mía, ¿qué hay de cena? -le preguntó Cuchulainn al oído.

Ella dio un respingo.

– ¡Tu pellejo, si vuelves a asustarme así!

– Su pellejo sería demasiado duro como para masticarlo, Diosa -dijo alguien de entre la multitud de hombres y centauros que esperaban tras él.

– Vaya, parece que aunque ha pasado poco tiempo, ya te conocen -dijo Elphame.

Cu alzó las manos.

– He venido en son de paz.

– Espero que hayas venido a trabajar.

– Eso también -dijo él-. Danos órdenes y las cumpliremos.

– En realidad, no soy yo quien debe darte órdenes, sino nuestra cocinera.

Cuchulainn se dio la vuelta con los ojos relucientes y miró a la pelirroja. Elphame notó que otros jóvenes también miraban a la cocinera con apreciación.

Wynne se ruborizó, pero aquélla fue la única señal de que tanta atención le agradaba. Irguió los hombros, se plantó las manos en las caderas y comenzó a dar órdenes.

– Podéis empezar a limpiar los hogares y los hornos. Algunos debéis subir al tejado para aseguraros de que los tiros no están atascados, y reparar las piedras que se hayan soltado. También debéis reparar esta bomba, y necesito que traigáis trapos, cubos y jabón para la limpieza general -dijo.

La habitación estalló en actividad.

Elphame se apartó rápidamente.

– Vamos, Cu -le dijo a su hermano, agarrándolo del brazo-. Quiero que me ayudes.

– ¿Adónde vas?

– Al patio principal. Algo me dice que es muy importante restaurarlo cuanto antes.

Cuando iban a salir de las cocinas, Brenna se acercó a ellos.

– ¿Puedo acompañaros, mi señora?

La Sanadora había salido de una zona en sombras que había al otro extremo de la cocina, y Elphame vio que varios de los hombres apartaban la vista de su cara.

– Por supuesto, Brenna -dijo Elphame.

– Yo también preferiría que vinieras -dijo Cu-. Como ha dicho mi hermana, a menudo necesito los servicios de una buena Sanadora.

Elphame sintió un arrebato de cariño por su hermano. Sus palabras hicieron que los hombres miraran de otro modo a la mujer, mostrándoles que él, como su hermana, la valoraba y la respetaba.

Brenna no respondió. Bajó la cabeza para que su pelo escondiera la mayor parte de su cara, y los siguió apresuradamente mientras salían de las cocinas.

Los tres llegaron al patio principal. A través del agujero del techo quemado pudieron ver que estaba anocheciendo rápidamente, y que el azul del cielo se estaba convirtiendo en naranjas y violetas. La belleza del aquel anochecer contrastaba con la destrucción y las ruinas que había en aquel patio. El suelo de mármol estaba cubierto de ramas de árboles y de suciedad. Había montones de vigas de madera del techo, carbonizadas, por todas partes, y sobre todo en el centro del espacio. Elphame recordó algo. Algo sobre el patio central del castillo…

– Brenna, Cu, vamos a ver si podemos apartar estas vigas del centro.

Sin esperar su respuesta, se acercó al montón de madera quemada y comenzó a trabajar. Pronto, Elphame tiró de una viga larga y dejó a la vista el borde de un pilón.

– ¡Sí! ¡Sabía que había algo aquí debajo! -exclamó con satisfacción.

Entonces redoblaron sus esfuerzos hasta que de entre los escombros salió una delicada estatua. Era la figura de una muchacha adolescente. Estaba en pie en mitad de la pila, sujetando un recipiente grande del que parecía que estaba derramando libaciones.

– ¡Es una fuente! -exclamó Brenna.

– Mírala, El. Tiene algo que…

Cu se acercó a la fuente para mirar de cerca la estatua. Con un pliegue de su kilt frotó la cara de la figura, y limpió una parte de mármol blanco que apareció luminoso y fantasmal. Cuchulainn tomó aire bruscamente, con asombro.

– Se parece a ti.

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