Aquel día había comenzado con una normalidad engañosa.
La ofrenda del amanecer a Epona había sido especialmente conmovedora. La diosa había llenado a Etain tan completamente que, después, ella había llevado el brillo de su presencia durante toda la mañana, y por una vez, pudo pasar un rato a solas, libre temporalmente de sus deberes como la Encarnación de la diosa.
Las contracciones comenzaron como un vago malestar. No conseguía adoptar una postura cómoda en el diván. Le habló de manera desabrida, con una impaciencia poco corriente en ella, a la sirvienta que se acercó a cerciorarse de que su señora no necesitaba más agua caliente. Ni siquiera la idea de darse un largo baño en su piscina de aguas termales le parecía agradable.
Etain pensó que tal vez un paseo por su magnífico jardín la ayudaría a calmar lo que creía que era una digestión difícil de las fresas de la comida. Y le pareció que sí, que el paseo ayudaba, hasta que rompió aguas violentamente sobre sus zapatillas de seda.
La normalidad también se había roto.
– Era de esperar -susurró Etain.
Después, con un gesto de dolor, apretó los dientes. Se inclinó hacia delante y tuvo que apoyarse en el brazo de la mujer que la acompañaba.
– Shhh, Etain -dijo Fiona-. No hables, amiga mía. Concéntrate en la respiración.
Etain asintió e intentó acompasar sus jadeos con las respiraciones calmadas y rítmicas de Fiona. La contracción llegó a su intensidad más alta, y después se atenuó.
Después hubo un gran trajín. Las sirvientas cambiaron de ropa a la Encarnación de la Diosa, y después, avisaron a las Mujeres Sabias que vivían en los pueblos cercanos al Templo de Epona. Etain continuó paseando por los jardines agarrada a la cintura de Fiona; la amiga y consejera de la Elegida le había asegurado que caminar ayudaría en el nacimiento del niño.
Fiona sonrió a Etain para darle ánimos, y las dos mujeres se volvieron y se dirigieron hacia los ventanales de la habitación de Etain, que daban a su jardín privado. Las cortinas de color dorado se mecieron suavemente. La Encarnación de la diosa inspiró profundamente y se preparó para la siguiente contracción.
– Creo que esto es lo peor de todo -dijo. Como siempre, le hablaba a Fiona con plena confianza.
– ¿El qué?
– Lo inevitable de lo que va a suceder. No puedo impedirlo. No puedo hacer una pausa, ni alterarlo de ninguna manera. La verdad es que me gustaría poder decir: «Ha sido interesante, pero ahora quiero parar. Quiero bañarme, tomar una buena comida y dormir bien durante toda la noche. Seguimos mañana, ¿de acuerdo?».
Fiona se echó a reír.
– Eso sí sería agradable.
– ¿Agradable? -preguntó Etain, e hizo un gesto de dolor muy poco propio de una diosa-. Sería maravilloso.
Etain tomó aire y pudo apreciar la fragancia dulce de las lilas de su jardín, que estaban en flor. Las delicadas cortinas se hincharon con el aire en la puerta, y aletearon como unas mariposas gigantes sobre los pétalos de las rosas. Se detuvieron a pocos metros hacia el interior de la cámara que había acogido a la Amada de Epona durante muchas generaciones. La brisa les llevó el canto de las mujeres que entonaban alabanzas.
– «Somos la corriente del agua, el flujo de la marea, somos el torrente de sabiduría verdadera».
Aquellas palabras estaban entrelazadas con una armonía de tonos. El compás subyacente era hipnótico. Atraía a la Elegida de Epona, y le calmaba los nervios. Lentamente, su cuerpo hinchado se relajó, la canción de saludo de las mujeres se apoderó de sus sentidos.
– «Somos el sonido del crecimiento de la raíz de una diosa, que se extendió con fuerza y conocimiento, un brote interminable».
Aquellas palabras impulsaron a Etain hacia delante, y ella entró en su aposento con impaciencia. Las Mujeres Sabias llenaron la habitación. Ante la aparición de la Encarnación de la Diosa, el ritmo de su cántico aumentó. Ellas giraban con tanta gracilidad que parecía como si flotaran. Etain y Fiona se colocaron en el centro de su círculo de júbilo.
– «Somos el alma de la mujer, un regalo asombroso, rico y sabio. ¡Nos elevamos para alabar!».
Con la palabra «elevar», las mujeres alzaron los brazos hacia la cúpula y giraron nuevamente, tarareando la melodía. La ropa de seda que llevaban flotaba a su alrededor como si fueran hojas que caían de los árboles, y las envolvía en rayos de luz brillante. Todas las mujeres estaban sonriendo, como si tomaran parte en un evento maravilloso y no pudieran contener la felicidad que las embargaba. Mientras Fiona ayudaba a su señora a tomar asiento en el diván, ambas vieron un resplandor sin forma que rodeaba a cada una de las bailarinas, como si fueran halos espirituales.
– Magia -susurró Etain.
– Por supuesto -respondió Fiona-. ¿Esperabas menos para el nacimiento de una diosa?
– Por supuesto que no -dijo Etain. Sin embargo, aunque llevaba casi una década como Elegida de Epona, todavía le resultaba fácil sentirse sobrecogida por el poder de su diosa.
La canción terminó, y las bailarinas rompieron el círculo. Algunas de ellas se acercaron a Etain, cada una de ellas con una sonrisa y una palabra amable.
– Epona os ha bendecido, Elegida.
– Éste es un gran día para la diosa, Amada de Epona.
Por separado perdían un poco de su magia, y volvían a convertirse en lo que eran, mujeres que habían acudido a apoyarla y animarla durante el nacimiento de su hija. Tenían edades distintas, bellezas distintas, pero una sola voluntad.
La siguiente contracción comenzó en lo más alto del abdomen de Etain. Se puso tensa mientras el dolor se intensificaba y la contracción se apoderaba de ella y hacía temblar todo su cuerpo. Fue una oleada en la que se ahogaba.
Una joven le acarició los hombros.
– No luchéis contra ella, Diosa -le susurró-. No es una batalla que hayáis de ganar. Pensad que es el viento.
Otra de las mujeres añadió:
– Sí, volad con él, mi señora.
– Y respira conmigo, Etain -le dijo Fiona. La Encarnación de la Diosa pugnó por controlar la respiración mientras el dolor alcanzaba el punto máximo.
Después de un momento interminable, el dolor se desvaneció temporalmente, y alguien le enjugó el sudor de la frente con un paño húmedo. Fiona le acercó una copa de agua clara y fresca a los labios.
– Dejad que compruebe los progresos, mi señora.
Etain abrió los ojos y vio los ojos calmos, color azul, de la Sanadora. Era una mujer rubia, de complexión fuerte, de mediana edad, y que tenía la actitud confiada de una persona que conocía íntimamente su trabajo y lo llevaba a cabo a la perfección. La Elegida asintió y dobló las rodillas. Llevaba una camisola de color crema, tan fina que parecía hecha de nubes. La Sanadora se la subió hasta la cintura con movimientos suaves.
– Va bien, Amada de la Diosa -dijo con una sonrisa, y volvió a colocarle la ropa en su sitio.
– ¿Queda mucho? -preguntó Etain cansadamente.
La Sanadora miró a la Encarnación de la Diosa, comprendiendo su impaciencia.
– Sólo la diosa puede deciros eso con seguridad, mi señora, pero yo no creo que falte mucho para que tengáis a vuestra hija.
Etain sonrió y asintió. La Sanadora volvió con el grupo de mujeres, a quienes dio unas cuantas órdenes con una autoridad tranquila. Fiona le apartó un rizo de la cara a su amiga.
– No va a llegar a tiempo, ¿verdad? -preguntó Etain con la voz temblorosa.
– Claro que sí -respondió Fiona.
– No debería haberme empeñado en que se fuera. ¿En qué estaría pensando?
Fiona intentó, sin conseguirlo, reprimir la risa.
– Vamos a ver… ¡Ah, sí! Ya me acuerdo de lo que dijiste. Algo sobre que si no dejaba de preguntarte cómo te encontrabas a cada segundo ibas a despellejarlo.
– Soy una tonta -gimió Etain-. Sólo una tonta echaría a su marido de su lado cuando está a punto de dar a luz.
– Amiga mía -dijo Fiona, y le apretó la mano-. Midhir llegará a tiempo para el nacimiento de su hija. Sabes que Moira lo encontrará.
Sí, lo sabía. Por lo menos, eso pensaba la Encarnación de la Diosa; que Moira, la Jefa de Cazadoras de Partholon, encontraría a su marido, a quien había enviado el día anterior, en compañía de algunos amigos, a una excursión de caza. Sin embargo, su corazón y su cuerpo le decían que el bebé iba a llegar enseguida. Con o sin la presencia de su padre.
– Lo necesito, Fiona -dijo, con los ojos llenos de lágrimas.
Antes de que Fiona pudiera responder, Etain comenzó a sentir otra contracción, y apretó con fuerza la mano de su amiga.
– ¡Ay! ¡Ésta es muy mala! -gimió, entre náuseas y pánico.
Y entonces, las mujeres envolvieron a la Elegida con sus voces frescas y calmantes, tarareando la canción del nacimiento. Algunas de ellas hablaban con júbilo.
– Estamos con vos, mi señora.
– ¡Lo estáis haciendo muy bien!
– Respirad con Fiona, Elegida.
– Relajaos, Diosa. Recordad que cada uno de estos dolores trae a vuestra hija más cerca de este mundo.
– ¡Estamos impacientes por saludarla, mi señora!
Sus voces se convirtieron en el apoyo de Etain, que las usó para anclar su concentración mientras acompasaba las respiraciones con las de Fiona. «Oh, por favor, que Midhir llegue a tiempo».
«Paciencia, Amada». La voz fue como un cosquilleo en la mente de Etain. Etain sonrió al oírla. «El Chamán no se perderá el nacimiento de su hija».
– Gracias, Epona -susurró Etain, que con la promesa de la diosa sintió una inyección de energía-. ¡Fiona! ¡Vamos a caminar de nuevo!
– ¿Estás segura, Etain? -preguntó Fiona, con el ceño fruncido de preocupación.
– Has dicho que caminar ayudaría a que la niña naciera más rápidamente, ¿no? -le tendió las manos a Fiona, y Fiona la ayudó a incorporarse-. En este momento, más rápidamente me parece algo fabuloso -dijo, y le hizo un guiño a su amiga.
Fiona se tranquilizó. La Elegida sonrió al grupo de mujeres.
– Señoras, por favor, canten para mí mientras apresuro la llegada de mi hija.
Las mujeres aplaudieron alegremente. Algunas comenzaron a bailar, y la magia resplandeció a su alrededor. Etain tomó del brazo a Fiona, y ambas comenzaron a caminar hacia las cortinas diáfanas.
Etain inspiró profundamente.
– Esto es algo que voy a echar de menos del embarazo -dijo, y Fiona la miró-. Mi increíble sentido del olfato. Durante todo el embarazo he tenido el sentido del olfato muy agudizado -explicó; se acercó lentamente a un rosal y pasó la yema de un dedo, con suavidad, por los pétalos, antes de continuar caminando-. Sí, es asombro…
La palabra terminó en un gruñido, porque la siguiente contracción la tomó por sorpresa.
– Lentamente. Recuerda que no debes resistirte, Etain -dijo Fiona suavemente, mientras su amiga se apoyaba en ella-. ¿Quieres que volvamos con las otras mujeres?
Etain negó con la cabeza y jadeó.
– No. Me da la sensación de que respiro mejor aquí -dijo.
Pasó la contracción, y se irguió lentamente, secándose el sudor de la frente con la manga.
– Y me gusta cómo suenan sus canciones al viento, como si todo el mundo se llenara de la magia del nacimiento de esta niña.
A Fiona se le llenaron los ojos de lágrimas, y abrazó a Etain.
– ¡Así es, así es!
La Elegida de la Diosa apartó de su mente el dolor concentrándose en todas las cosas buenas que tenía, mientras continuaban paseando por el jardín. La nación de Partholon adoraba a muchos dioses, pero Epona siempre ocuparía un lugar especial en el corazón de la gente.
Epona le infundía vida al cielo de la mañana, y el rostro de Epona se reflejaba en la plenitud de la luna. Era la Diosa Guerrera de los Caballos, y la Benefactora de los Frutos de la Cosecha. Y Partholon siempre la consideraría su protectora. Fue lady Rhiannon la Elegida de Epona, junto al compañero de su vida, el Sumo Chamán Clan Fintan, quien repelió la invasión de los Fomorians, y salvó a Partholon de la esclavitud. El hecho de que hubieran pasado más de cien años desde aquellas guerras no tenía mucha importancia para los habitantes de Partholon. Nunca olvidarían la generosidad de Epona, y su Amada siempre sería objeto de adoración.
Ahora, ella era la Amada de la Diosa, la Elegida de Epona, se recordó Etain mientras jadeaba a causa de otra contracción. Y eso significaba que su primer vástago sería una niña, y que ella también tendría el favor de la diosa. Sería la bisnieta de la de la legendaria Rhiannon, que se enfrentó a los Fomorians. La idea de que, seguramente, su hija también sería la Elegida de Epona resultaba emocionante, y le hacía más soportable el tedio y el dolor del parto.
La siguiente contracción fue diferente a las demás, y Etain lo comprendió al instante. Sintió algo abrasador, y una necesidad imperiosa de empujar. Le fallaron las rodillas, y Fiona la ayudó a tenderse en el suelo.
– Tengo que empujar -jadeó ella.
– ¡Espera! -exclamó Fiona, y miró hacia la habitación-. ¡Mujeres! ¡Venid! ¡La Diosa os necesita!
Etain no supo si la había oído alguien, porque todo su ser estaba concentrado en su interior. La necesidad de empujar era tan fuerte y primaria que tuvo que luchar contra ella con toda la fuerza que le proporcionaba el miedo por la vida de su hija.
Entonces, un sonido se abrió paso en la concentración de la Elegida, y su alma dio un salto de alegría al reconocerlo. Era el sonido de unos cascos contra el suelo firme del camino. Etain pestañeó y vio al centauro torciendo la curva rápidamente, y poniéndose de rodillas a su lado.
– Aquí estoy, amor mío. Todo irá bien. Rodéame los hombros.
La voz profunda de su marido ahuyentó el dolor, y la contracción se disipó por completo.
Sin decir nada, ella pasó los brazos alrededor del cuello de su marido y apoyó la cabeza en su hombro mientras él la levantaba. En pocos instantes llegaron al aposento, y Midhir la depositó con delicadeza sobre el diván. Ella se aferró a él, pero no tenía que haberse preocupado. Midhir no pensaba soltarla.
– Me alegro mucho de que estés aquí -le dijo.
– No querría estar en ningún otro sitio -respondió él con una sonrisa, y le apartó un rizo del rostro sudoroso.
– Tenía miedo de que no llegaras a tiempo. No creía que Moira fuera a encontrarte.
– Ella no me ha encontrado. Me ha encontrado tu diosa -dijo él, y la besó suavemente.
«Oh, Epona, gracias por traerlo a casa conmigo, y gracias por haberlo hecho para que fuera mi compañero en la vida». Con los ojos llenos de lágrimas, vio a su guapo marido centauro arreglar los almohadones en los que ella estaba recostada. Incluso después de cinco años de matrimonio, su fuerza y su virilidad de centauro todavía la asombraban. Por supuesto, era el Sumo Chamán, y tenía la capacidad de cambiar de forma para poder tener relaciones con ella, pero ella lo amaba por completo, y se deleitaba con el hecho de que su diosa hubiera creado a un ser tan maravilloso para que fuera su compañero en la vida.
Antes de poder decirle de nuevo lo mucho que lo quería, Etain sintió el comienzo de otra contracción. Su gemido avisó a la Sanadora.
– Mi señor, ayudadnos a colocarla -dijo la mujer, y Midhir tomó en brazos a su mujer. En aquella ocasión permaneció en pie, tras ella, con las manos unidas bajo sus brazos, y su espalda apretada firmemente contra el pecho mientras él sujetaba su peso con facilidad. Fiona se situó a la derecha de Etain y la tomó de la mano, y otra mujer la tomó de la mano izquierda. La Encarnación de la Diosa miró a la Sanadora, que estaba arrodillada entre sus piernas, y se quedó vagamente sorprendida al darse cuenta de que la habían desnudado. La Sanadora la exploró suavemente con los dedos.
– Estáis preparada. Debéis empujar con la siguiente contracción.
Entonces, Etain empujó. Tras sus párpados cerrados hubo un estallido de colores brillantes. Vio manchas de oro y rojo y oyó un sonido gutural, inhumano, que provenía de sí misma. Por un momento, no pudo respirar.
Entonces, percibió un canto y, aunque no podía ver a las mujeres, sintió su presencia. Su canción la llenó, y recuperó el aliento.
– Otra vez, Diosa. ¡Veo la cabeza de vuestra hija! -la animó la Sanadora.
Etain oyó la letanía de plegarias que estaba susurrando Midhir. Eran palabras pronunciadas en su antiguo idioma, que siempre sonaban mágicas para su esposa, y que fueron un reflejo del ritmo de la canción del nacimiento. Sintió otra nueva contracción, que se apoderó de ella.
De nuevo, Etain se concentró en empujar. Tenía la sensación de que se estaba partiendo en dos. Luchó contra el pánico y el miedo, pero su mente conectó con el poder que la rodeaba. Dejó que el encantamiento del círculo del nacimiento la llenara, y se concentró en empujar con aquella combinación de voluntad y magia. Con una sensación líquida de liberación, notó que su hija se deslizaba al exterior de su cuerpo.
Entonces, las cosas sucedieron muy deprisa. Etain intentó ver a su hija, pero sólo percibió imágenes de la Sanadora, que envolvía una forma húmeda entre los pliegues de su túnica. A la mujer le temblaban las manos mientras cortaba el cordón umbilical.
Silencio.
A Etain se le doblaron las rodillas, y Midhir y Fiona la sentaron en el diván.
– ¿Por qué no llora? -preguntó Etain entre jadeos.
Midhir entrecerró los ojos con preocupación y rápidamente se volvió hacia la Sanadora, que todavía estaba inclinada sobre el pequeño lío de tela.
Entonces el grito dulce y fuerte de la recién nacida reverberó por la estancia, y Etain perdió el miedo. Pero sólo fue un alivio instantáneo, porque casi al instante se dio cuenta de que la Sanadora estaba pálida, y de que tenía una expresión de incredulidad.
Las demás mujeres también se dieron cuenta, porque de repente su canción de júbilo se había acallado.
– ¿Midhir? -preguntó ella, con un sollozo.
El centauro se acercó con una velocidad inhumana a su hija, y la Sanadora lo miró con confusión y consternación. Rápidamente, Midhir se puso de rodillas y destapó a su hija. Y se quedó inmóvil.
Su cuerpo impedía la visión a Etain, y ella tuvo que sobreponerse al agotamiento para incorporarse y ver lo que estaba sucediendo.
– ¿Qué pasa? -gimió.
Al oírla, Midhir reaccionó y tomó a su hija en brazos, y se dio la vuelta hacia su esposa con los ojos llenos de alegría.
– Es nuestra hija, amor mío -dijo, con la voz entrecortada por la emoción-. ¡Y es una pequeña Diosa!
Entonces, se acercó a Etain y le entregó a la niña, que se había quedado en silencio, pero que estaba pataleando. La Elegida de Epona vio por primera vez a su hija.
El primer pensamiento de Etain no fue de horror ni de sorpresa. Nunca había visto nada tan maravilloso ni tan bello. La niña era perfecta. Tenía la cabecita adornada con mechones oscuros de pelo color dorado. Su piel era de un marrón cremoso, de un tono entre el bronce y el oro. Era exactamente como si alguien hubiera mezclado su piel y la de Midhir. Aquél fue el pensamiento de Etain, que se había quedado absorta en la contemplación de su bebé. La piel dorada le llegaba hasta la cintura, donde su cuerpo, de repente, estaba cubierto con un suave pelaje del mismo color que su cabello, pero con manchas como las del pelaje de un cervatillo recién nacido. La niña se retorció y agitó las dos patitas, que terminaban en dos cascos brillantes. Entonces abrió la boquita y emitió un grito de indignación.
– Shh, preciosa -la arrulló Etain, y le besó la cara. Se quedó maravillada con la suavidad de su piel, y sintió tanto amor por su hija, que nunca lo hubiera creído posible-. Estoy aquí, y todo va bien.
Al oír el sonido de la voz de su madre, los ojos increíblemente oscuros del bebé se abrieron mucho, y sus gritos cesaron.
– Elphame -dijo Midhir suavemente, y se arrodilló a su lado-. Elphame -repitió con su voz grave y maravillosa, que le añadió magia a la palabra.
Etain lo miró entre las lágrimas. Aquel nombre le resultaba vagamente familiar, como si lo hubiera oído en sueños.
– Elphame… ¿Qué significa?
Él le besó la frente y besó la frente de su hija antes de responder.
– Es el antiguo nombre de los chamanes para la Diosa Doncella. Es Ella, la más exquisita, llena de la magia de la juventud, y del milagro de una vida que comienza.
– Elphame -murmuró Etain, mientras guiaba la boca hambrienta de su hija al pecho-. Preciosa mía.
«Sí, Amada». La voz de la diosa resonó en la mente de su Elegida. «El Chamán le ha dado un nombre verdadero. Ella se llamará Elphame. Anuncia a Partholon el nombre de tu hija, que es también la Amada de Epona».
Etain sonrió y alzó la cabeza. Con la voz magnificada por el poder de Epona, pronunció las palabras.
– ¡Regocíjate, Partholon! Nos han concedido un regalo digno de una diosa con el nacimiento de mi hija -dijo, mirando a las mujeres que la rodeaban, y a su marido, que tenía las mejillas cubiertas de lágrimas-. Se llama Elphame. Es una pequeña Diosa, ¡la más bella y exquisita!
Tras el anuncio de la Encarnación de la Diosa, hubo un resplandor y un sonido parecido a un rayo. Entonces, la brisa que había estado hinchando las cortinas hacia fuera cambió de dirección, y la gasa dorada entró en la habitación con una ráfaga de aire caliente y perfumado, y de repente todos quedaron envueltos en una nube de alas delicadas. A su alrededor revoloteaban cientos de mariposas que esparcieron magia con sus aleteos.
– ¡Gracias, Epona! -exclamó Etain entre risas. Se sentía encantada con aquella demostración de placer por parte de su diosa.
Entonces, las mujeres comenzaron a cantar en voz baja, y a danzar, al principio lentamente, y después con más rapidez, con alegría, para llevar a cabo la ceremonia de saludo tradicional a un niño recién nacido en Partholon.
Etain descansó en brazos de su marido, mientras él estrechaba suavemente a su familia contra el pecho.
– La magia de la juventud y el milagro de una vida que comienza -le susurró a su hija.
Etain le acarició con reverencia la frente, sin dejar de mirarla para no perderse ni uno solo de sus movimientos. Recorrió su cuerpecito con las yemas de los dedos, y le acarició las patitas y los contornos de cada uno de los cascos delicados. Sátiro. Aquel nombre se le apareció en la mente, pero no. La niña no parecía un sátiro. Era demasiado delicada y bien formada como para parecerse a Pan. Era una mezcla perfecta de humana, centaura y diosa.
Etain se echó a reír sin darse cuenta.
Midhir le apretó los hombros a su esposa.
– Yo también estoy maravillado con ella.
Etain asintió.
– Sí, pero no me río por eso.
Él arqueó una ceja.
Ella sonrió y le acarició un casco a Elphame.
– Algunas veces me daba unas patadas tan fuertes que yo pensaba que debía de estar vestida y calzada con botas. Ahora entiendo perfectamente lo que estaba sintiendo.
La risa de Midhir se mezcló con la de su esposa, mientras los dos se deleitaban con la magia de su hija recién nacida.