– ¡Espera, Brenna! -dijo Cuchulainn, corriendo por el pasillo tras ella.
Brenna miró hacia atrás, y por un momento tuvo la tentación de huir. Estaba casi al final del corredor, y seguramente podía llegar a las zonas públicas del castillo antes de que él pudiera alcanzarla. Y entonces, ¿qué? Estar en público sólo serviría para empeorar las cosas. Por lo menos, allí nadie iba a presenciar lo que ocurriera entre ellos. Brenna se detuvo y se volvió hacia Cuchulainn. Empezó a bajar la cabeza para ocultarle la cara, cuando, inesperadamente, la ira de la noche anterior se desvaneció. No. Iba a enfrentarse cara a cara a su lástima.
– Te debo una disculpa por mi comportamiento de ayer.
– No me debes ninguna disculpa, Cuchulainn -dijo Brenna, y alzó una mano para interrumpirlo. Para su asombro, él la tomó y, antes de que ella pudiera protestar, se la llevó a los labios y le besó el dorso.
– Por supuesto que sí. Había bebido demasiado vino. Fui maleducado y bruto. Por favor, perdóname -le dijo él. No le había soltado la mano, y estaba dibujando círculos con el pulgar sobre la delicada piel que acababa de besar.
Brenna se quedó helada. Recibir un beso en la mano… Era algo tan sencillo… Los hombres y las mujeres intercambiaban saludos así todos los días. Sin embargo, a ella nunca le había besado nadie la mano. Ni a modo de saludo, ni con deseo. De repente, tuvo que contener el impulso de echarse a llorar.
– Por favor, no me acaricies así.
– ¿Por qué no, Brenna? -preguntó Cuchulainn en voz baja y suave.
¿Qué podía decirle? ¿Que no debía tocarla porque ella lo deseaba desesperadamente, o que no debía tocarla porque él era una herida de la que no sería capaz de recuperarse?
No podía decirle ninguna de aquellas dos cosas. Si lo hacía, iba a romperse en añicos. Así pues, buscó dentro de sí el resto de ira que pudiera quedar, y lo encontró al recordar su cuerpo ceñido contra el de Wynne mientras bailaban sensualmente la noche anterior.
– Porque a Wynne no le gustaría, pero sobre todo, porque a mí tampoco me gusta -dijo, y con desdén, apartó su mano de la de él-. Acepto tu disculpa. Sé que no querías ser cruel deliberadamente, pero no tienes que ser tan agradable ahora. Es degradante.
Entonces, se volvió para seguir su camino, pero Cuchulainn la agarró por la muñeca.
– Espera, yo…
Brenna miró fulminantemente hacia los dedos que le rodeaban la muñeca, y al instante, él la soltó.
– No voy a tocarte, pero, por favor, no te vayas. Deja que me explique.
– Cuchulainn, no tienes que explicarme nada.
– ¡Sí! Sí, tengo que hacerlo. Lo primero de todo es que yo no tengo ningún interés en Wynne.
– Eso no es asunto mío.
– ¡Brenna! Por favor, ¿puedes dejarme continuar?
Brenna se encogió de hombros, fingiendo una indiferencia que no sentía.
– Anoche estaba muy borracho. Mi única defensa, por patética que sea, es que normalmente tengo más sentido común, por lo menos con respecto al vino. Ayer dejé que la celebración me lo arrebatara. Cuando comenzó la música, sólo podía pensar en lo mucho que quería bailar contigo, y cuando me rechazaste, me quedé sorprendido y desconcertado. Pensaba que te caía bien, y por mucho que me duela admitirlo, la Cazadora tenía razón. No estoy acostumbrado a que una mujer me diga que no. Reaccioné como un niño mimado -dijo, y después la miró con una expresión de picardía-. Cuando dijiste que no sabías bailar, tendría que haberme sentado a tu lado y susurrarte los pasos de baile al oído, y decirte lo mucho que deseo enseñarte a bailar, en privado.
Brenna tuvo que recordarse que debía respirar.
– Te seguí. Al ver que te habías marchado, fui a buscarte. Brenna, a mí no me interesa Wynne. Me interesas tú.
Brenna notó que su rostro enrojecía de calor, y se enfureció.
– ¿Cómo puedes ser tan cruel?
– ¿Cruel? ¿Por qué es cruel decirte que te deseo?
– Porque es una mentira, o un juego, o una fantasía enfermiza.
– Ahora me insultas.
– ¿Que te insulto? Como siempre, piensas que tú eres el centro de todo. Tú bebiste demasiado. Tú pensaste sólo en lo que querías hacer. Tú deberías haber hecho esto o lo otro. ¿Es que nunca tienes en consideración los sentimientos de los demás?
– Sí, yo…
– ¡Escúchate! «Sí, yo». ¿Y yo qué? ¿Alguna vez has pensado que tal vez yo no quiera ser el juguete del gran Cuchulainn? ¿Has pensado que tal vez no te desee? Cuchulainn, eres mi amigo y el hermano de la Jefa del Clan, y eres un guerrero admirable. Te trataré con el respeto que mereces, y te curaré como a cualquier otro miembro del clan si lo necesitas. Pero no pienso dejar que me utilices para tu divertimento personal.
En aquella ocasión, cuando ella se dio la vuelta para salir del pasillo, Cuchulainn no la siguió.
– Cu -dijo Elphame desde el otro extremo del corredor. Su hermano se volvió y la miró con una expresión extraña-. Ven aquí. Vamos a hablar.
Él asintió.
– Siéntate -le dijo ella cuando ambos estuvieron en el dormitorio y le sirvió un poco de tisana-. Bébetelo. Brenna dijo que es bueno y fuerte.
Cuchulainn se echó a reír con amargura.
– Si ella hubiera sabido que yo iba a beberlo, lo habría envenenado.
– No digas tonterías. Dijo que te curaría si estuvieras enfermo. Si hubiera sabido que tú ibas a beberlo, habría hecho que tuviera mal sabor.
– Me odia, El.
– No lo creo. En realidad, sé que no te odia, pero ése no es el problema -dijo ella, y carraspeó antes de continuar-. Cuchulainn, como Jefa del Clan, tengo el deber de preguntarte cuáles son tus intenciones.
– ¿Mis intenciones?
Elphame comenzó a caminar de un lado a otro.
– No te hagas el bobo, Cu. Sabes muy bien que te estoy preguntando por tus intenciones hacia Brenna. Verás, creo que tiene algo de razón, por lo menos en parte de lo que ha dicho. Por supuesto que yo te conozco mejor que ella, así que no creo que mientas cuando dices que la deseas, pero no puedo evitar preguntarme si la estás persiguiendo como si fuera un juego. Después de todo, no estás acostumbrado a que las mujeres te digan que no.
Cuchulainn entrecerró los ojos peligrosamente.
– No estoy jugando a nada con Brenna.
– Me alegro de oírlo. Entonces, ¿la deseas porque no puedes resistirte a causarle entusiasmo a una chica con la cara desfigurada? ¿O tal vez para poder ver el resto de su cuerpo y averiguar hasta dónde llegan sus cicatrices?
Cuchulainn dio un puñetazo en la mesa.
– Si no fueras mi hermana, ¡haría que te tragaras lo que acabas de decir!
Elphame dejó de caminar, se puso en jarras y sonrió.
– Sabía que estabas enamorado de ella.
Cuchulainn echó la cabeza hacia atrás como si lo hubiera abofeteado.
– ¿Enamorado? No…
– ¿Acaso es demasiado fea como para que el gran Cuchulainn admita que la ama?
– Elphame -dijo él, bajando la voz de una manera amenazante-. Si no dejas de hablar así de ella, voy a…
Ella se echó a reír.
– Entonces, estás diciendo que no te parece fea.
Él le lanzó una mirada fulminante.
– Claro que no. Brenna es muy bella.
– ¿Y sus cicatrices?
– ¿Qué pasa con sus cicatrices? Son parte de ella. ¡Por Epona! No puedo creerme que tú estés diciendo estas cosas. Creía que era tu amiga.
– Y lo es. Por eso quería estar segura de ti, Cuchulainn. No pensaba que fueras a jugar con ella, pero tenías que decirlo en alto para que nosotros dos lo creyéramos.
Cuchulainn miró a su alrededor.
– Pero si estamos solos.
– Exactamente -dijo Elphame, y miró al cielo con resignación-. Tenías razón -dijo-. Es un borrico.
Su hermano la miró con cara de pocos amigos.
– ¿Has estado hablando con ese viejo fantasma otra vez?
– Sí, pero eso no es lo importante. Intenta centrarte, hermano mío. Estás enamorado de Brenna.
Cuchulainn se encorvó, asintió y se quedó mirando la taza de té.
– Y ella está un poco disgustada contigo.
– ¡Mff!
– Bien, tal vez eso sea un eufemismo -se corrigió Elphame.
– Creo que me odia, El.
– Tonterías. Escucha. Anoche subí a la torre…
– No deberías haberlo hecho. Ya sabes que Brenna te dijo que tuvieras cuidado.
– Sí, sí, ella ya me ha reprendido -dijo Elphame con impaciencia-. Olvídate de eso y escucha lo que vi desde arriba. Vi a Brenna saliendo del castillo. Estaba llorando, Cu, con tanta intensidad que tuvo que apoyarse en la muralla para mantener el equilibrio.
– Era por mi culpa. La avergoncé. Eso no significa que me quiera, El. Sólo significa que yo soy tan egocéntrico y tan insensible como ella piensa.
Elphame negó con la cabeza.
– No, Cu, no significa eso. Brenna se apoyó en el muro del castillo mientras yo estaba apoyada en la balaustrada del balcón de la torre. Es difícil de explicar, pero el espíritu de la piedra me conectó con ella y sentí lo que ella estaba sintiendo, desesperanza, dolor, soledad. Lo que ocurriera en el salón no la avergonzó, le rompió el corazón.
Cuchulainn se tapó la cara con las manos y gimió.
– Cu -dijo Elphame, y le apretó el hombro-. Tú puedes arreglar esto. Lo único que tienes que hacer es demostrarle que la quieres y conseguir que crea que puede confiar en ti.
Su hermano la miró entre los dedos.
– ¿Y cómo lo hago?
Ella le sonrió.
– No tengo ni idea.