Brenna se dijo que el hecho de querer ir a visitar a su paciente tan temprano era perfectamente normal. Aunque sólo estaba empezando a amanecer, la lobezna era muy pequeña, y había pasado por una experiencia horrible. En realidad, no debería haber dejado a aquella pequeña criatura con Cuchulainn. ¿Qué sabía el guerrero de cuidar a un ser tan frágil? Por eso había dormido tan mal. Brenna estaba preocupada por la lobezna. No era porque Cuchulainn la obsesionara.
La tienda del guerrero estaba silenciosa, pero ella vio las sombras temblorosas que proyectaba en la lona de la tienda la única vela encendida.
– ¿Cuchulainn? -dijo, y vaciló, con la mano posada sobre la entrada.
No hubo respuesta.
– ¿Hola? ¿Cuchulainn? -repitió, en voz un poco más alta, y creyó que oía una respuesta. Apartó la lona de la puerta y agachó la cabeza para pasar al interior de la tienda.
Brenna arrugó la nariz. El bulto que había sobre la cama se movió y llamó su atención. Cuchulainn estaba tumbado boca arriba, profundamente dormido, tapado con una manta de cintura para abajo. Tenía la camisa abierta en el pecho, y a la suave luz de la vela, ella vio el vello caoba oscuro de su pecho. Aquella visión la atrajo, lo cual era absurdo. Ella había visto muchas veces el pecho desnudo de un hombre.
Claro que ninguno de ellos era Cuchulainn, y ninguno de ellos la había mirado como él, dejando bien claro que era la Sanadora llena de cicatrices quien le interesaba, y no la bellísima cocinera. Brenna sintió un cosquilleo en el estómago al recordarlo. Entonces, hubo un movimiento que captó su mirada. La lobezna emitió un gemido lastimero, de cachorrito. Estaba tendida sobre el cuello de Cuchulainn como si fuera un pañuelo sucio. Una de las manos de Cuchulainn colgaba hacia el suelo, y la otra la tenía posada sobre el pequeño animal.
Brenna intentó no sonreír al darse cuenta, pero no lo consiguió.
Se acercó de puntillas a la mesa, y frunció el ceño al ver aquel caos. Había telas de gasa llenas de leche amontonadas, y un trozo de trapo que olía a orina. Tendría que volver más tarde con un cubo lleno de agua para fregar. ¿Cómo era posible que un solo hombre y una sola lobezna hubieran podido crear tanto desorden? Brenna se puso las manos en las caderas, agitó la cabeza y se preguntó si se había gastado toda la leche porque se la había bebido la lobezna o porque él la había derramado por toda la tienda. Miró a Cuchulainn, que seguía dormido. Por toda la tienda y sobre sí mismo, también.
La lobezna se movió, y Brenna suspiró. Tendría que ir en busca de más leche a la cocina. El animal iba a despertar pronto a su padre adoptivo, porque era evidente que estaba muy vivo y que iba a tener mucha hambre. Brenna sonrió. Sin duda, el padre adoptivo también tendría hambre. Recogió algunos de los trapos sucios. Llevarle algo de comer a él no sería muy distinto a llevarle leche a la lobezna. Ella sólo estaba cumpliendo con sus deberes como Sanadora del clan. Era lógico que la salud del hermano de la Jefa del Clan tuviera importancia para ella. Sin querer, volvió a mirar hacia la cama.
Él estaba despierto, y la estaba observando con una media sonrisa.
– Buenos días -susurró.
Brenna se limpió nerviosamente las manos en el delantal, y se acercó a él con determinación, pasando por alto su cara somnolienta y su pelo revuelto, y sus ojos color turquesa, e ignorando el hecho de que su sonrisa conseguía que le diera vueltas la cabeza.
– Buenos días -respondió-. Ahora que ya estás despierto, puedo examinar a la lobezna y…
Él la agarró por la muñeca e interrumpió sus palabras.
– Deja dormir a Fand -le dijo suavemente.
– ¿La has llamado Fand?
Como si estuviera respondiendo por él, la lobezna metió la nariz en el cuello de Cuchulainn y gruñó antes de volver a dormirse.
– Sí. Después de todo, Fand era el nombre de la mujer del legendario Cuchulainn -explicó él con los ojos brillantes-. Después de la noche íntima que acabamos de pasar, me pareció apropiado.
Brenna sonrió sin poder evitarlo. Él deslizó los dedos por su muñeca hasta que la tomó de la mano.
– Estaba soñando contigo -dijo Cuchulainn.
– Deja de…
Él continuó hablando sin hacerle caso.
– Éramos viejos. Tú tenías el pelo blanco y yo estaba encorvado y cojo -explicó con una sonrisa-. Vas a envejecer mucho mejor que yo. Pero eso no importa. Estábamos rodeados de nuestros hijos y nietos. Y, jugando entre ellos, había docenas de lobeznos -dijo, y contuvo una carcajada al oír un gruñido de Fand-. Fand es muy celosa -susurró, y le hizo un guiño a Brenna.
– Cuchulainn, por favor, deja de jugar…
En aquella ocasión, cuando él la interrumpió, sus ojos ardían, y todo el buen humor se había desvanecido de su rostro.
– ¡No me digas que estoy jugando contigo!
Le soltó la mano y, con delicadeza, se quitó la lobezna del cuello y la depositó en el hueco todavía cálido que había dejado en la almohada. Cuando se puso en pie, volvió a tomar a Brenna de la mano y la sacó de la tienda. Había neblina y todavía estaba oscuro. Cuchulainn bajó la voz para no despertar a los demás, que dormían en las tiendas de alrededor.
– ¿Qué es lo que he hecho para que creas que soy un hombre sin honor y que usaría a una doncella como juguete?
– La otra noche. El baile…
– Ya me he disculpado por eso -dijo él, con los dientes apretados de frustración-. Mi comportamiento fue estúpido y desconsiderado, pero no es mi comportamiento normal. Soy un guerrero cuya buena reputación es conocida en todo Partholon. ¿Cuándo ha dicho alguien que no tengo honor?
– Nadie lo ha dicho -respondió ella rápidamente-. Tu honor nunca ha sido cuestionado.
– ¿De verdad? -explotó él, y alzó las manos-. Dices que estoy jugando con tus sentimientos, usándote, fingiendo que te deseo. ¿Y te parece que eso no es cuestionar mi honor? -preguntó. Con esfuerzo, volvió a bajar la voz-. No quiero gritarte. No quiero alejarte de mí. ¡Por Epona! Parece que, en lo referente a ti, he perdido la capacidad de pensar y razonar.
Entonces, posó las manos en sus hombros y se los estrechó para anclarla ante sí.
– Brenna, me gustaría cortejarte. Si me dices cómo puedo ponerme en contacto con tu padre, le pediré permiso formalmente.
– Mi padre murió -dijo Brenna, con los labios entumecidos.
La expresión de Cuchulainn se suavizó.
– Entonces, tu madre. Se lo pediré a ella.
– También murió. No tengo familia.
Cuchulainn agachó la cabeza al sentir una oleada de tristeza. Cuánto dolor había en su pasado. Pero ya no habría más sufrimiento. Él nunca lo permitiría. Cuando alzó la cabeza de nuevo, tenía los ojos brillantes de la emoción.
– Entonces, tu familia es nuestro clan. La MacCallan y yo ya hemos hablado de mis intenciones, y aunque creo que ella piensa que no te merezco, estoy seguro de que me concederá permiso para cortejarte.
– ¿Elphame lo sabe? ¿Has hablado con ella sobre mí?
– Por supuesto. Es mi hermana.
– ¡No! Esto no puede ser. No es posible.
Cuchulainn se dio cuenta de que temblaba bajo sus manos, y de repente sintió que se le encogía el estómago. ¿Y si aquella reticencia no se debía a sus cicatrices o a su timidez? ¿Y si no lo deseaba?
– Brenna, no quisiera imponerte mi amor si tú no me deseas. Si no me deseas, sólo tienes que decírmelo, y te doy mi palabra de que, aunque me dolerá mucho, te dejaré en paz.
Ella lo miró fijamente.
– ¿Amor? ¡Mírame, Cuchulainn! Estoy desfigurada, y eso no termina en mi cara -le dijo, y pasó su mano por el cuello, por el pecho y hacia abajo, hasta la cintura, mostrándole con claridad hasta dónde llegaban las cicatrices.
Él se movió con cuidado y alzó una mano de su hombro. Con una caricia delicada, trazó el camino que ella misma acababa de recorrer. Lentamente, tocó las cicatrices fruncidas que Brenna tenía en un lado de la cara. Ella no hizo ademán de detenerlo, así que él siguió por su cuello, pasó por encima de la tela que cubría su pecho y, finalmente, descansó en su cadera.
– ¿Cómo puedes pensar que no eres deseable? Cuando te miro, veo a la primera mujer que se hizo amiga de mi hermana. Veo a la Sanadora, que tiene el corazón de una guerrera. Y veo la belleza de una doncella que llena mis pensamientos de deseo, y mis sueños de visiones de futuro.
– Cuchulainn, ha habido demasiada pérdida en mi vida. No sé si puedo arriesgarme más.
– ¿Eso es todo? -preguntó él con un gran alivio-. ¿No es porque no me deseas?
– Te deseo.
Su voz no fue la de una doncella tímida. Una vez más se había convertido en la Sanadora. Sus palabras eran fuertes y seguras. Cu sonrió, e iba a abrazarla, pero ella lo detuvo en seco.
– No. No he terminado. Admito que te deseo, pero no sé si quiero dejar que entres en mi corazón. Si lo hago, y después te pierdo, me temo que sufriré una herida de la que nunca podré recuperarme.
Cuchulainn sintió pánico. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer para transmitirle seguridad? Respiró profundamente y abrió las manos.
– Lo único que puedo hacer es darte mi palabra. Si crees que eso no es suficiente, entonces no puedo decir nada que te convenza de mi amor. Tienes que decidir creer en mí, Brenna.
Ella estudió al guerrero. Debía tomar una decisión, ¿y era lo suficientemente fuerte como para hacerlo? Abrió mucho los ojos. Aquélla era su respuesta. Lo único que sabía más allá de toda duda era que podía confiar en su fuerza. El fuego la había puesto a prueba, y ella había triunfado.
– He decidido creer en ti, Cuchulainn -dijo lenta y claramente. Y entonces, sonrió al ver su mirada de asombro.
Cuchulainn dio un grito de alegría y la levantó por los aires.
– Me voy a asegurar de que nunca me pierdas.
La dejó en el suelo y la abrazó. Cuchulainn se sentía increíblemente bien en contacto con su cuerpo. Ninguna mujer había encajado tan perfectamente entre sus brazos. Ni siquiera la había besado todavía, pero Brenna ya le había dado más que cualquiera de las bellas mujeres con las que había malgastado tanto tiempo.
Entonces, Cuchulainn notó que a Brenna le temblaban los hombros, y pensó que se le iba a romper el corazón. ¿No lo creía? ¿No se daba cuenta de que él nunca le haría daño?
– ¿Qué te sucede, amor mío? -le preguntó, y se inclinó hacia atrás lo justo para mirarle la cara. Vio que le brillaban los ojos, y que era la risa lo que le estaba sacudiendo el cuerpo.
– Oh, Cu -dijo ella entre risitas-. Hueles a orín de cachorro y a leche agria.
Cuchulainn frunció el ceño con severidad fingida.
– Fand no es un cachorro. Es toda una loba.
Y, como para darle significado a sus palabras, de la tienda surgió un quejido que pronto se convirtió en la versión juvenil del aullido de un lobo.
– ¿Te había dicho que tendrás que compartirme con Fand? -le preguntó Cuchulainn.
El aullido incrementó su intensidad.
– Voy a buscar más leche -dijo Brenna, que ya se estaba dando la vuelta.
Sin embargo, Cuchulainn no estaba listo para soltarla.
– ¿Vas a volver?
Ella lo miró a los ojos, que le recordarían eternamente al altar de Epona y a la magia de las segundas oportunidades.
– Sí, Cuchulainn. Volveré.
Él apartó las manos de sus hombros para que ella pudiera marcharse.
– ¡Date prisa! -le pidió a Brenna mientras se alejaba, y la urgencia de sus palabras fue subrayada por los aullidos lastimeros que emergían de la tienda.
El castillo estaba en silencio, pero mientras Brenna atravesaba el Gran Salón y llegaba a las cocinas, se vio rodeada por los sonidos y los olores de un castillo que despertaba. En la cocina había una actividad febril, y olía a delicioso pan recién hecho. Brenna intentó no molestar mientras tomaba una jarra limpia y la hundía en el barril de leche que habían ordeñado aquella mañana.
– Buenos días, Sanadora -le dijo Wynne. Varias de sus ayudantes asintieron para saludarla amistosamente.
– Buenos días -susurró ella.
No había olvidado la belleza de Wynne, pero al verla allí, con su melena rojiza recogida en una masa de rizos que se le derramaban alrededor del rostro perfecto, a Brenna le vaciló el corazón.
¿Cómo era posible que Cu la prefiriera a ella antes que a aquella mujer despampanante?
– ¿Vas a llevarle leche al animalito del guerrero?
– Sí -dijo Brenna. Era consciente de que la aguda mirada de Wynne estaba clavada en ella.
– Hay queso y pan recién hecho si queréis desayunar después de estar toda la noche alimentando a la criatura.
– Gracias, lo añadiré a la bandeja -dijo Brenna rápidamente. Sólo quería salir de la cocina.
– Te ayudaré -dijo Wynne.
Con movimientos precisos llenó una cesta con una gran rebanada de pan caliente, un trozo de queso y varias lonchas de fiambre, y lo puso todo sobre la bandeja de Brenna. Después sacó un odre de vino de la despensa y lo añadió.
Brenna la miró sorprendida, y se dio cuenta de que la joven cocinera la estaba observando con sus preciosos ojos verdes.
– Te deseo alegría, Brenna. El guerrero ha elegido bien.
Brenna se ruborizó con un placer inesperado. No pudo hacer otra cosa que sonreír y susurrar:
– Gracias.
Wynne le guiñó un ojo.
– Las mujeres debemos cuidarnos las unas a las otras. La próxima vez que me ponga enferma, espero que me des una de tus horribles pociones legendarias para sanarme. Y ahora, date prisa y desayuna bien, porque, chica, seguro que vas a necesitar las fuerzas.
Brenna enrojeció de nuevo y, sonriendo, salió apresuradamente de la cocina con la bandeja, y tomó unos trapos limpios de la cesta que había junto a la puerta mientras las mujeres se reían y la animaban con comentarios subidos de tono.
Nunca en su vida lo hubiera creído posible. La aceptaban. La incluían. Y Cuchulainn la deseaba. La felicidad que se le movía en el pecho era un pájaro pequeño que empezaba a agitar las alas y a elevarse por su alma.
Cuando entró en la tienda, Cuchulainn le dedicó una sonrisa fatigada.
– Fand tiene hambre -dijo, mientras la lobezna succionaba su dedo y gruñía al no obtener nada.
– Si se siente lo suficientemente bien como para estar enfadada contigo, creo que podemos decir que va a sobrevivir.
Brenna llenó la tetilla artificial mientras Cuchulainn se las veía con la lobezna. Cuando el animal se enganchó a la tetilla de leche, Brenna deseó de repente que hubiera alguna herida que tuviera que atender, o algún brazo que colocar.
– ¿No quieres sentarte a mi lado, Brenna? -le preguntó Cuchulainn, señalándole la cama con un gesto de la cabeza.
Brenna se sentó, agarrándose las manos en el regazo para impedir que le temblaran. Durante un rato, el único sonido que hubo en la tienda fue el que producía Fand al mamar ruidosamente y gruñir. Brenna observó a la lobezna, y se dio cuenta de que Cuchulainn la sujetaba con delicadeza entre las manos. De vez en cuando la acariciaba y le murmuraba palabras suaves de ánimo.
– Sólo soy yo, ¿sabes? -le dijo Cu a Brenna, con el mismo tono suave que utilizaba para la lobezna.
– ¿Sólo tú? -repitió, sintiéndose muy tonta.
– Sí. Soy el mismo a quien diste órdenes la noche del accidente de Elphame. El mismo cuyo rostro sabes leer al instante, en cuanto ocurre algo malo en nuestro clan. El mismo con el que has trabajado codo con codo para reconstruir nuestro hogar -dijo él. Sonrió y movió el cuerpo de modo que sus hombros y sus piernas se tocaron-. Te voy a decir un secreto. Por muy tarambana que te parezca, tú, mi dulce Sanadora, me asustas tanto que me dejas sin habla.
Brenna lo miró con incredulidad.
– Eso no tiene sentido.
– Te he dicho un secreto bastante embarazoso. Ahora te toca a ti.
Ella lo miró fijamente. Su lógica le decía que se protegiera a sí misma, que no se abriera a él, que no le dijera nada. Sin embargo, él la estaba observando con expectación, con calidez, y la esperanza que se había despertado en su pecho comenzó a latir de nuevo.
– Tienes los ojos del mismo color que dos regalos que me hizo Epona hace mucho tiempo -dijo ella con timidez, aunque sostuvo la mirada de Cuchulainn y no se escondió tras el velo de su cabello.
– ¿Regalos de Epona? ¿Y qué son?
– Una piedra turquesa y la pluma de un pájaro.
Al decirlo en voz alta, le pareció algo trivial, y se ruborizó. Sin embargo, Cuchulainn no se echó a reír, ni le tomó el pelo.
– ¿Me los vas a enseñar algún día?
Brenna asintió. ¿Cómo podía sentirse tan feliz por una sola pregunta?
Finalmente, la lobezna fue aminorando el ritmo de su succión, y Cu la miró.
– Por favor, dime que puedo lavar a esta bestezuela ya.
Brenna miró a Fand. Estaba acurrucada contra Cuchulainn, con la tripa distendida y un hilillo de leche que le salía de la boca. Después miró a Cuchulainn. Tenía el pelo revuelto y cara de sueño. Llevaba una camisa de lino blanco abierta al pecho, y tenía la piel manchada de leche y de excrementos de la lobezna. También su kilt estaba manchado. Tanto guerrero como lobezna necesitaban un baño desesperadamente.
– Como tu Sanadora que soy, puedo decir que puedes bañar a Fand -declaró, arrugando la nariz hacia ambos.
Cuchulainn arqueó una ceja.
– Aunque algunas veces parezco tonto en tu presencia, me doy cuenta de que tendré muchas más posibilidades de éxito a la hora de cortejarte si no huelo a orín de lobo. ¿Estás de acuerdo?
A Brenna le dio un vuelco el estómago.
– Sí.
– ¡Bien! -dijo él, y se puso en pie tan súbitamente que Fand gruñó de nuevo. Cu tomó a la lobezna y la metió dentro de su camisa-. ¿Has traído comida? -preguntó mirando la cesta y el vino-. Excelente.
Después se dio la vuelta y rebuscó en un baúl que había a los pies de la cama, del cual sacó una camisa y un kilt limpios; agarró la cesta de comida y puso los trapos limpios sobre ella. Finalmente, le tendió la mano libre a Brenna.
– Bueno, tienes que venir con nosotros. No creo que sea suficiente que Fand y yo nos bañemos en una palangana, y es demasiado pronto para ir a despertar a Elphame. Tendrás que enseñarnos la poza donde os bañasteis Brighid, Elphame y tú.
Brenna se quedó mirándolo sin saber qué decir. Aunque tuviera fuerza, todavía sentía que el miedo luchaba contra su deseo por el guerrero.
Cuchulainn la tomó de la mano y la puso en pie.
– ¿No quieres pasar tiempo a solas conmigo, Brenna?
Brenna tragó saliva y le dijo la verdad.
– Tengo miedo.
Él la miró fijamente a los ojos.
– Y yo también, amor mío.
La sinceridad de su respuesta hizo que su decisión fuera mucho más fácil. Exhaló un suspiro y respondió:
– Entonces, superemos nuestro miedo juntos.