Capítulo 4

– Estoy impaciente por ver el resto -dijo Elphame. Salió de aquel trance de felicidad y comenzó a caminar hacia la puerta.

– Sin mí no.

Cuchulainn desmontó rápidamente y ató las riendas del caballo a la rama más cercana. La alcanzó corriendo y, cuando llegaron a las puertas, desenvainó la espada.

Elphame se detuvo y miró el arma con el ceño fruncido.

– ¿De verdad crees que es necesario?

– Es mejor que seamos precavidos.

Ella asintió. Después se dirigió hacia la entrada del castillo. Aquel espacio estaba invadido por la maleza, así que tuvieron que abrir un hueco entre las enredaderas y las zarza para poder pasar. Elphame fue la primera en poner un pie en el interior de las murallas. Su hermano la siguió de cerca.

La maleza acababa una vez que estuvieron dentro del castillo. Se encontraban en una zona espaciosa que había entre las murallas exteriores y el castillo propiamente dicho.

Cuchulainn miró a su alrededor con curiosidad. A cada lado había restos de un adarve, que debía de haberse extendido por toda la longitud de las murallas. Cu frunció el ceño. Era una pena que El MacCallan no hubiera apostado unos vigías allí.

– Mira, Cu, seguro que aquí había unas maravillosas puertas de madera -dijo Elphame en voz baja, como si estuviera entrando a una iglesia.

Cuchulainn la siguió a través de otro agujero que había en los muros interiores, y entraron en lo que obviamente había sido un enorme patio. El suelo estaba lleno de escombros y de suciedad, pero todavía se veían partes cubiertas con grandes losas de piedra lisa. Había unos grandes pilares de piedra labrada situados en círculo, que se alzaban para sustentar un techo abovedado, pero que ahora estaba abierto al cielo brillante de la mañana. Aquellos pilares gigantescos tenían las huellas ennegrecidas del fuego que había devorado el castillo.

Elphame tragó saliva.

– ¿Crees que vamos a encontrar restos de algún guerrero?

– No. No creo. Ha pasado demasiado tiempo. Lo que no consumieran las llamas lo habrán borrado el tiempo y los elementos.

– Pero si encontramos algún resto de los guerreros en El MacCallan, debemos darles sepultura adecuadamente. Ellos lo aprobarían -dijo Elphame.

– ¿Tú puedes sentirlos, El? -le preguntó su hermano.

Elphame se quedó inmóvil y ladeó la cabeza como si estuviera intentando oír una voz en el viento.

– Espera. No estoy segura.

Lentamente, se acercó al pilar central. Era tan grueso que ambos hermanos no hubieran podido tocarse las puntas de los dedos si se hubieran abrazado a él, cada uno a un lado. Elphame se dio cuenta de que el pilar tenía una talla muy delicada, de nudos que se entrelazaban y que formaban un diseño precioso, lleno de pájaros, flores y yeguas encabritadas. La belleza de aquel trabajo era visible incluso bajo las capas de hollín y suciedad.

– Debiste de ser maravilloso -le susurró Elphame al pilar.

Al instante, sintió un zumbido extraño por el cuerpo.

– ¡Oh! -jadeó.

– ¿Qué sucede? -le preguntó su hermano.

Ella le sonrió para tranquilizarlo.

– No te preocupes, no es nada malo. Es que siento algo aquí, en esta piedra.

Mientras la estudiaba, Elphame siguió percibiendo algo. Era como una presencia que escuchaba. «De ahí proviene el zumbido», pensó, y puso las manos sobre la columna. En cuanto su carne tocó la piedra, fue como si la superficie de la columna temblara. Ella la acarició con asombro. Por un momento pareció que la enorme columna se hacía líquida bajo las palmas de sus manos, casi como si al tocarla convirtiera la piedra en algo arcilloso y maleable. Entonces, sus manos y la parte de la columna que estaba tocando comenzaron a brillar, y el brillo se intensificó y rodeó su cuerpo. Elphame se vio invadida por una sensación increíble, como si se hubiera hundido en una piscina cálida de emoción, o como si su madre la hubiera abrazado. Le temblaban las manos, no de miedo, sino por la belleza pura de todo aquello.

– Oh. ¡Oh, sí! Los siento -susurró.

– Lo que estáis sintiendo no son los guerreros, Diosa -dijo alguien con una voz grave desde detrás de ellos.

Cuchulainn se movió con rapidez y se situó entre su hermana y el recién llegado, con la espada lista.

– ¡Danann! Ésta es una manera excelente de asegurarte de que no morirás de viejo, Maestro de la Piedra -dijo Cuchulainn, con la mano temblorosa, mientras envainaba la espada. Sin embargo, el viejo centauro no le prestó atención al guerrero. Estaba concentrado en Elphame, como ella en él.

– Si no estoy sintiendo los espíritus de los guerreros, ¿qué estoy sintiendo?

Al oír su voz, Elphame había separado las manos de la columna, pero todavía tenía un cosquilleo en la piel. Esperó con impaciencia la respuesta de Danann. Todo Partholon sabía que Epona había concedido al centauro una afinidad especial con la tierra. Los espíritus de la naturaleza le hablaban a través de la piedra, y por ese motivo, Elphame había solicitado la presencia del Maestro de la Piedra en el equipo que la ayudaría a reconstruir el castillo, aunque por su avanzada edad, Danann prefiriera dormir la siesta al sol que erigir muros. Sin embargo, él era el cantero más respetado de todo Partholon. Oía a los espíritus del interior de las piedras, así que era capaz de elegir las piedras perfectas para cada edificio. Con aquel renombrado Maestro de la Piedra como guía de la renovación, Elphame estaba segura de que lo que construyeran permanecería en pie con armonía durante siglos.

El centauro se acercó a Elphame y a la columna. Observó la piedra sin tocarla, y dijo:

– Éste es el pilar central del Castillo de MacCallan. Una vez, fue la fuerza del castillo -sonrió a Elphame y añadió-: Lo que sentís es el espíritu de la piedra, el corazón del castillo. No los espíritus de los guerreros que murieron.

Él posó la palma de la mano, suavemente, en la columna.

– Tocadla otra vez, Diosa. No tenéis nada que temer.

– No tengo miedo -respondió Elphame rápidamente, y sin dudarlo, puso una mano sobre la piedra, junto a la del centauro.

Danann cerró los ojos y se concentró.

El brillo comenzó bajo la palma de la mano de Elphame, y rápidamente la envolvió junto a Danann. De nuevo, se sintió invadida por un sentimiento. Estaba preparada para recibirlo y se concentró, intentó asimilar los retazos de emociones que casi eran pronunciados. «Alegría». Oyó la palabra mientras la felicidad la envolvía. «Paz». Elphame tuvo ganas de echarse a reír. «El final de la espera». Aquella frase se abrió paso en su mente. Entonces, el brillo se apagó, y Elphame se quedó sin aliento, casi mareada.

– ¡Lo sabía! Lo sentí en cuanto entré por esas murallas -dijo el viejo Maestro de la Piedra. Volvió la cabeza hacia ella y la miró. Elphame se vio reflejada en sus ojos azules-. Estáis en sintonía con el corazón de este castillo, Diosa. Las piedras os dan la bienvenida. Se regocijan porque su señora ha llegado -dijo con una sonrisa-. Como vuestra antepasada, lady Rhiannon, tenéis la capacidad de oír a los espíritus de la tierra.

– ¡Nunca había podido, hasta que llegué aquí! -gritó ella con alegría. ¡Magia! Por fin tenía un don diferente al de la aberración física.

Elphame, impulsivamente, puso la mano sobre la de Danann, y se la estrechó con gratitud. Casi al instante, se arrepintió. Ella nunca tocaba a nadie, salvo a los miembros de su familia.

Uno de los primeros recuerdos que tenía era el de haber tocado a la hija de un jefe del Clan, que estaba de visita en el templo. Los adultos estaban hablando de cosas de adultos, y Elphame se aburría. Había tocado con un dedo el brazo de la niña para llamar su atención y escaparse a jugar con ella. La niña se había puesto a gritar, diciendo que la Diosa la había tocado y que iba a morir. No hubo manera de sacar a la niña de su histeria. El Jefe del Clan se había marchado rápidamente, mirando con temor a Elphame, incluso después de que Etain le hubiera asegurado que Epona no tenía interés en la vida de su hija.

Tal vez los espíritus de la tierra hablaran con ella, y las piedras le dieran la bienvenida, pero a los mortales no les gustaba nada que los tocara una diosa viviente.

Con una pequeña exclamación, Elphame intentó apartar la mano de la de Danann antes de que él pudiera alejarse de su contacto, pero él no se lo permitió, sino que atrapó su mano.

– Los espíritus de la piedra me dicen que éste es vuestro lugar.

Elphame se ruborizó.

– Siempre he querido devolverle la vida al Castillo de MacCallan -dijo-. Gracias por venir con nosotros, Danann. Tu presencia significa mucho para mí.

– Es un honor ser de ayuda, Diosa -le dijo él. Entonces, le estrechó la mano y se la soltó.

No se apartó de ella con miedo, ni le hizo una reverencia temerosa.

«Es como si yo fuera la Jefa del Clan, una mujer normal y corriente, que le está pidiendo ayuda».

Aquella idea era tan inesperada para Elphame que pestañeó con sorpresa, y tuvo que volverse hacia su hermano rápidamente para ocultar su azoramiento.

– Cu, ¿puedes creer que siento el espíritu de las piedras?

– Claro que sí -dijo él con una sonrisa.

Estaba contento de verla tan animada y tan feliz. Aunque ella hablaba muy poco de aquel tema, Cu sabía que su hermana siempre había anhelado tener una conexión espiritual con la diosa que había creado su cuerpo. Elphame era la primogénita de la Elegida de Epona. Nunca era seguro, pero a menudo la diosa llamaba a la hija mayor de una Elegida anciana para que siguiera a su madre como líder espiritual de Partholon. Tal vez Epona estuviera preparando a Elphame para ocupar un día el lugar de su madre. Así era la vida, pensó Cu.

Se acercó a Danann y le estrechó la mano para saludarlo cálidamente.

– Creo que se me da mejor oír a los espíritus que sorprender a un guerrero que está protegiendo a su hermana -dijo irónicamente el centauro.

– Oh, a mí me parece que has hecho un buen trabajo sorprendiéndome así -respondió Cuchulainn.

– Cu está picajoso desde anoche. Ignóralo -le dijo Elphame, con una sonrisa, a Danann.

Cuchulainn no hizo caso de las bromas de su hermana.

– ¿Has venido solo, Danann?

– No, me reuní con el resto del grupo cuando salían de Loth Tor. Ellos han preferido esperar junto a las murallas exteriores. No tienen muchas ganas de entrar -dijo el centauro-. Los jóvenes se asustan fácilmente con los cuentos de miedo y las sombras.

Elphame sintió gratitud por la actitud sensata del centauro.

– Así son los jóvenes -dijo, mirando a Cuchulainn con superioridad de hermana mayor-. En vez de ponerse manos a la obra, se quedan esperando a que les digas lo que tienen que hacer.

Danann se inclinó ante ella con galantería y le ofreció el brazo.

– Entonces, Diosa, ¿queréis que os acompañe para que podáis decirles a los jóvenes lo que tienen que hacer antes de que pierdan toda su vida ociosamente?

Elphame vaciló. ¿De verdad iba a tocar a una persona que no fuera de su familia dos veces en el mismo día? Miró el brazo del centauro, y después miró a su hermano. Cuchulainn le guiñó un ojo y asintió. Ella respiró profundamente y posó la mano en el brazo del Maestro de la Piedra. Le temblaron los dedos, pero sólo un poco.

«Como una persona normal», pensó sin poder reprimir la sonrisa. Con Cu siguiéndolos de cerca, salieron desde las ruinas del patio al lugar donde esperaba el grupo.

Tal y como había mencionado Danann, eran gente muy joven y estaban deseosos de embarcarse en la aventura de reconstruir el Castillo de MacCallan porque querían hacerse un hueco propio en el mundo. Si el Castillo de MacCallan resurgía, habría tierras y oportunidades para ellos. Eso les había provocado impaciencia y excitación.

Cuando Elphame apareció ante los hombres y los centauros que se habían reunido nerviosamente a varios metros de la entrada, todos se quedaron en silencio. La mayoría estaban acostumbrados a ver a la joven Diosa, pero su aparición les afectaba de todos modos, y aquella mañana, en particular, estaba incluso más extraordinaria de lo normal. Su rostro estaba iluminado, y su piel brillaba. Varios de los hombres y de los centauros pensaron en lo espectacular que era, y cuando sus labios carnosos y sensuales esbozaron una sonrisa, muchos de ellos sintieron la respuesta en la sangre, pero sólo brevemente, hasta que recordaron que no podían sentir lujuria por una diosa, por muy tentadora que fuera.

Cuando Elphame habló, su voz se extendió por todo el grupo como si fuera el fuego de una tea.

– Las flores de los arbustos, los pájaros que cantan y la brisa, los pilares de este castillo… ¡Nos dan la bienvenida! Las mismas piedras del Castillo de MacCallan nos saludan con alegría. Dejará de ser una ruina -Elphame alzó los brazos por encima de la cabeza y gritó-: ¡Regocijaos! ¡Será nuestro hogar!

El calor le causó un cosquilleo por los brazos, como cuando había tocado la piedra y había sentido fuego en el cuerpo.

El grupo reaccionó como uno solo, no tanto a sus palabras, ni a la idea de reconstruir el castillo; le respondieron a ella, a su espectacular Diosa. Con una sola voz, vitorearon a su Diosa, y las viejas murallas repartieron el eco de los sonidos jubilosos de los vivos.


Desde su escondite, entre los árboles, Lochlan observó al grupo. Hombres y centauros, jóvenes y orgullosos. Reconoció el fuego de su sangre mientras respondían a la mujer. Y él también la reconoció. ¿Cómo no iba a reconocerla? Él sabía que iba a encontrarla allí. Sin embargo, verla le había sacudido. Parecía mucho más viva que en sus sueños, y verla en persona hizo que se diera cuenta de que nunca había comprendido de verdad el alcance de su belleza.

¡Su cuerpo! Irradiaba pasión y poder sobrenatural. Sintió un arrebato de deseo, caliente y fuerte, y su excitación hizo que sus enormes alas temblaran y se pusieran erectas. Rápidamente, apartó la vista de ella, para poder controlar su lujuria.

El dolor le atravesó las sienes e irradió por todo su cuerpo. Su cuerpo luchó contra su deseo de control, pero como siempre, Lochlan acudió a su pozo de humanidad para derrotar a sus impulsos más oscuros. Su pulso se calmó, y sus alas temblaron una vez más antes de plegarse sobre su espalda.

Ignoró aquel dolor familiar que siguió acosándolo, recorriendo su mente como un fantasma.

Cuando consiguió controlarse de nuevo, volvió a mirarla. En aquel momento, ella elevaba los brazos, y el grupo respondía al unísono. Él sonrió, mostrando unos caninos largos y peligrosos. Ella también conseguía que él quisiera gritar. Había hecho bien en ir solo; los demás no podrían entenderlo. Pero pensar en los demás le causaba desesperación. Podía sentirlos. Siempre los sentía, sentía su necesidad, su dolor, su fe en él. Se estremeció y apartó aquello de su mente. En aquel momento no. No podía pensar en los demás en aquel momento. No, cuando todo lo que tenía de honorable y de verdadero, todo lo que era humano en él, quería correr hacia ella y decirle que había llenado sus sueños y su corazón desde que tenía uso de razón.

Respiró entrecortadamente y se pasó la mano por la cara. No podía ir a ella a la vista de todo el mundo. Ellos lo verían sólo como un Fomorian, y lo matarían. No podría luchar contra todos ellos.

«Recuerda tu promesa», le susurró la conciencia, recordándole a su amada madre. «Recuerda la Profecía. Tu destino es encontrar el modo de sanar a tu gente y de llevarlos de vuelta a Partholon. Eres tú quien debe cumplir la Profecía de Epona».

Lochlan no podía actuar de modo egoísta. Tenía que pensar en los demás. Tenía que terminar con su dolor, aunque aquello significara…

Luchando contra una sensación de pérdida abrumadora, apartó la vista de ella y desapareció en lo más profundo del bosque.

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