Elphame se estiró suavemente y giró el hombro herido con cuidado de no revelar ninguna incomodidad. Estaba sentada en el suelo recién arado, entre dos caballones en los que iban a crecer plantas de menta. Por lo menos, eso era lo que le había asegurado Wynne. Elphame no sabía mucho de hierbas ni de jardinería, así que aquella vieja parcela situada detrás de las cocinas en la que las plantas estaban tumbadas sobre la tierra no le parecía un huerto de hierbas aromáticas. Sin embargo, las cocineras que estaban al mando de Wynne sabían lo que hacían. Quitaban malas hierbas, trasplantaban y charlaban sobre una u otra hierba. En realidad, Elphame habría preferido estar fregando los muros de piedra del Gran Salón, pero Brenna se lo había prohibido. Elphame frunció el ceño mientras aplastaba un poco de tierra alrededor de una plantita. La Sanadora se había negado a que Elphame hiciera algo más fatigoso que sentarse cómodamente y trasplantar pequeñas mentas.
Suspiró. No debería quejarse, porque al menos había escapado de su confinamiento. Era un día cálido, claro, con una brisa que extendía el aroma de las flores y del mar dentro de los muros del castillo. El sol era maravilloso, y también los ruidos que hacían los miembros del clan mientras reparaban los barracones de los guerreros. Habían colocado la puerta cerca de las cocinas, lo cual era muy práctico. Parecía que los guerreros siempre tenían hambre. Por lo menos, Cuchulainn siempre tenía hambre.
Una figura con un kilt se acercó a los trabajadores, dando órdenes y supervisando el progreso del techo. Elphame lo observó atentamente. Cu estaba mucho más malhumorado de lo normal, y ella tuvo que contener la sonrisa. Sin embargo, su hermano no era tonto, y sabía cómo conseguir lo que deseaba de verdad. Brenna no se hacía una idea de la batalla que iba a lanzar contra sus defensas. Elphame esperaba fervientemente que, fuera cual fuera la campaña de Cu, funcionara. Brenna y él formaban una buena pareja.
Distraídamente, Elphame comenzó a preparar otro hueco para la siguiente menta. ¿Y qué ocurría con su amante? Notó un escalofrío al recordar cómo había respondido Lochlan a su caricia. Sus alas…
– Estás sonrojada. Deberías descansar un rato…
Elphame dio un respingo de culpabilidad. Miró hacia arriba y se protegió los ojos del sol con una mano. Entonces vio las siluetas de Brenna y de Brighid.
– No estoy sonrojada. Me siento muy bien -dijo, y se puso en pie con agilidad.
– A mí me parece que está descansada -dijo Brighid.
Elphame le habría dado un beso a la Cazadora.
Brenna entrecerró los ojos.
– No estarás…
– ¡No! No estoy haciendo ningún esfuerzo -exclamó Elphame, interrumpiendo a su amiga-. Sólo estoy trasplantando estas cosas.
– Estás trasplantando brotes de menta -dijo Wynne alegremente, al entrar en el huerto. La cocinera inspeccionó la fila que acababa de terminar Elphame-. Y lo estás haciendo muy bien.
Elphame sonrió.
– ¿Lo veis? Estoy bien.
Brenna se relajó, aunque sólo un poco.
– Bueno, procura ir con calma. Y si te empieza a doler el hombro, no lo fuerces.
Wynne, Brighid y Elphame comenzaron a hablar sobre los menús del castillo, y Brenna aprovechó para mirar a hurtadillas a la cocinera. Era voluptuosa y bella. No era posible que Cuchulainn no la deseara, como no era posible que la deseara a ella. Con el transcurso del día, la ira que sentía hacia él se había ido calmando, y se había transformado en una irritación confusa. ¿Por qué se había empeñado Cuchulainn en que la deseaba? Brenna se mordió el labio al recordar su respuesta. En realidad, no pensaba que él fuera egoísta y cruel; lo único que ocurría era que se había sentido completamente trastornada por su declaración. Y por su caricia. Y por su cercanía.
– Buenas tardes, señoras -dijo Cuchulainn.
Su voz grave sonaba un poco forzada. Llevaba todo el día de mal humor, irritable, y sabía que estaba molestando a los trabajadores del tejado, más que ayudándolos, así que se había ido a buscar a su hermana, y la había hallado en el huerto. Al ver a Brenna, había decidido que tendría que seguir el impulso de su corazón, o de su instinto, o de ambas cosas.
Elphame le sonrió.
– ¿A que no tenías ni idea de que soy jardinera, Cuchulainn?
Él le devolvió la sonrisa y le limpió una mancha de tierra de la mejilla.
– No lo eres.
– Te vas a llevar una sorpresa, guerrero -ronroneó Wynne-. Nuestra Jefa tiene muchos talentos ocultos.
Cuchulainn apenas miró a la bella cocinera. Sus ojos buscaron y encontraron los de Brenna. Sonrió lenta y seductoramente, y el calor de aquella sonrisa le iluminó todo el rostro.
– Tal vez tengas razón, Wynne. Hay muchas cosas de nuestra Jefa, y de otras personas, que me han sorprendido. Y me estoy dando cuenta de que quiero saber más.
Brenna se quedó mirando al guerrero con la boca abierta. ¡Él la estaba mirando así, delante de todo el mundo! El mensaje de Cuchulainn estaba bien claro. Les estaba diciendo a las demás en quién estaba interesado. En ella. Brenna se quedó allí inmóvil, sin saber si quería desaparecer o quería que él siguiera mirándola así.
– Bueno, Cu… ¿necesitabas algo? -intervino Elphame.
Cu no apartó la mirada de Brenna.
– Sí hay algo que necesito, pero creo que ya lo he encontrado, hermana.
Brenna se quedó sin aliento y se puso muy roja.
– Si me disculpas, Elphame, tengo que ocuparme de algunas cosas -dijo, y apartó los ojos de Cuchulainn para poder aclararse la cabeza-. Tengo que irme -añadió rápidamente, y se dirigió a la salida del huerto.
– Entonces, ¿así son las cosas? -preguntó Wynne.
Sin dejar de mirar la figura de Brenna mientras ella se alejaba, Cuchulainn asintió.
– Así es.
Wynne miró al guerrero, se echó hacia atrás la melena rojiza y salió muy dignamente del jardín.
– Tal vez eso no sea lo más inteligente que has podido hacer, Cuchulainn -le dijo Elphame-. Ya sabes lo tímida que es Brenna. Creo que tal vez la hayas asustado, más que seducido.
– Quiero que sepa que voy en serio.
Brighid soltó un resoplido.
– ¿Y tú qué tienes que decir? -le espetó Cuchulainn.
La Cazadora se encogió de hombros.
– Nada, salvo que pareces un toro en celo. Sólo te ha faltado orinar a su alrededor para marcar tu territorio.
Elphame se dio cuenta de que su hermano empezaba a echar humo por las orejas, y se colocó entre ellos.
– Ya está bien. Marchaos fuera de las murallas del castillo.
La Cazadora y el guerrero miraron a Elphame sin comprenderla. Ella movió la cabeza con disgusto.
– Id a cazar los dos. Brighid, intenta no enfrentarte a mi hermano a cada instante. Cuchulainn, tú tienes que deshacerte de algo de esa tensión -dijo, señalando los hombros de su hermano. No te está ayudando con Brenna.
La Cazadora volvió a resoplar.
Elphame arqueó una ceja y se cruzó de brazos.
Brighid suspiró y miró a Cuchulainn con cara de pocos amigos.
– Vamos, guerrero. Veamos si eres capaz de matar un ciervo.
Cuchulainn frunció el ceño. No tenía ninguna intención de salir del castillo. Iba a ir tras Brenna y…
– Gracias, Brighid, es buena idea. Me alegro de que se te haya ocurrido esa idea -dijo Elphame-. Wynne siempre está diciendo que no tiene suficiente venado. Os veré a los dos a la hora de la cena -añadió, e ignoró la mirada fulminante que le lanzó su hermano mientras seguía a la Cazadora hacia la salida del huerto.
Con un suspiro, Elphame retomó la tarea de transplantar brotes de menta, pensando en las ventajas de romperle la cabeza a Cuchulainn para que Brenna tuviera que curarlo.
– Seguramente, él sería peor enfermo que yo, y ella terminaría poniéndole veneno en la tisana. Y nadie la culparía -murmuró.
Cuchulainn tenía que admitirlo: Elphame había tenido una buena idea. Él tenía que alejarse del castillo para aclararse la cabeza. No tenía puntería aquel día, pero se le habían calentado los músculos y se le había relajado la tensión. También tenía que admitir que Brighid era una magnífica Cazadora. Él había pasado años junto a su padre, así que la gracilidad y la fuerza de un centauro no eran nuevas para él, pero Brighid se movía con un sigilo que parecía casi sobrenatural.
– Por aquí -susurró ella, y Cuchulainn siguió su mirada hacia un riachuelo que atravesaba el prado. El ciervo estaba agachando la cabeza para beber.
Cuchulainn asintió y bajó silenciosamente del caballo. Puso una flecha en el arco y tensó la cuerda para hacer un tiro limpio. Había un tronco enorme en su camino, y él se movió lentamente para rodearlo. Se levantó una suave brisa, y Cuchulainn se quedó inmóvil, aunque soplaba en dirección contraria al ciervo. Entonces, percibió un olor fétido que le hizo fruncir los labios. Era el olor de la muerte y la putrefacción. Dio un paso para superar una rama del tronco, y oyó un sonido repulsivo al pisar un cuerpo en descomposición.
Sin poder evitarlo, se retiró con brusquedad. El ciervo, asustado, salió corriendo.
– Cuchulainn, ¿qué…? -comenzó Brighid, pero su mirada de irritación cambió por una de sorpresa al reunirse con él al otro lado del tronco.
– Un lobo muerto -dijo él, mientras se limpiaba la bota en el musgo-. Siento haber asustado al ciervo. Es que no me lo esperaba. Y menos así.
Brighid estaba estudiando atentamente el cuerpo del animal.
– Está empalada -dijo.
– Es muy raro, ¿verdad? El lobo debió de lanzarse contra esa rama astillada.
– Es una loba.
Cuchulainn la miró con extrañeza.
– Es una loba -repitió la Cazadora, señalando la parte inferior del cuerpo hinchado-. Y tenía lobeznos. Mírale las tetas.
Cuchulainn sintió curiosidad y se olvidó del hedor. Se acercó un poco más a la loba muerta.
– He visto este tipo de muerte pocas veces, y siempre les había ocurrido a lobas solitarias que acababan de parir. Están desesperadamente hambrientas -explicó la Cazadora-. Me imagino que están tan frenéticas que corren tras su presa con una intensidad que las ciega, y pierden conciencia de todo lo que las rodea. Seguramente, intentó saltar el tronco y, a tanta velocidad, la rama se le clavó como si fuera una lanza.
Cuchulainn se agachó. La loba se había empalado a sí misma a la altura del pecho. Él sacudió la cabeza.
– Pero ¿por qué estaba cazando sola? Los lobos viven en manadas.
– La mayoría sí, pero mira su tamaño. Claramente, es el animal más pequeño de una camada. Normalmente no le habrían permitido que tuviera lobeznos. Creo que la hembra dominante la echó de la manada, porque no quería compartir con ella al macho dominante, y la manada casi nunca permite que los miembros más débiles críen -la Cazadora siguió observando el cuerpo del animal, y leyendo la historia que contaba-. Mírale la cabeza y el cuello. Tiene muchas cicatrices. Debería haber muerto. Es asombroso que se recuperara y sobreviviera tanto tiempo por sí misma.
Muchas cicatrices… Debería haber muerto… Cuchulainn apretó la mandíbula. De repente, se incorporó y miró a la Cazadora.
– ¿Cuánto tiempo crees que lleva muerta?
Brighid se encogió de hombros.
– Unos dos días.
– No es demasiado tarde.
– ¿Para qué?
– Tal vez algunos sigan con vida. Vamos a buscarlos -dijo él, y se encaminó hacia su caballo.
– Cuchulainn, ¿a qué te refieres?
Él subió a la montura y la miró.
– Demuéstrame que eres tan buena Cazadora como yo creo que eres.
Ella alzó la barbilla.
– ¿Y cómo sugieres que lo haga?
Él sonrió con tristeza.
– Quiero que encuentres a los lobeznos.