Capítulo 13

Elphame recorrió un lateral de las murallas. El Castillo de MacCallan estaba construido sobre la costa impresionante del Mar de B’an. Ella siguió la línea del acantilado norte. Como las tierras de la zona sur, la costa se curvaba y entraba en el bosque, y dejaba el Castillo de MacCallan aislado, silencioso y austero en su posición prominente.

Cuando nadie podía verla desde el castillo, Elphame se detuvo para desatarse la falda. Se la quitó y la dejó sobre una piedra. Después comenzó a hacer estiramientos para calentar los músculos de las piernas. Elphame respiró profundamente la brisa marina. Muy abajo, las olas rompían rítmicamente contra las rocas del acantilado. El sol estaba descendiendo hacia el mar azul, y el cielo del oeste estaba empezando a teñirse con los colores del anochecer. Elphame se sentía tan bien allí que se preguntó cómo había podido vivir tanto tiempo en otro sitio.

Cuando hubo calentado los músculos, comenzó a correr vigorosamente, siguiendo la línea del acantilado. El ejercicio era muy satisfactorio. Se inclinó hacia delante y aceleró el paso. Danann era muy sabio. Elphame sentía que la tensión de aquellos últimos días se deshacía. Frente a ella vio un río ancho que salía del bosque y discurría hasta el borde del acantilado. Tomó la decisión de seguir su orilla. Junto al río, el terreno estaba cubierto de agujas de pino y de musgo, y mientras se adentraba en el bosque, se dio cuenta de que los árboles eran tan antiguos que sus ramas comenzaban mucho más arriba de su cabeza. Aquellos árboles gigantes la asombraron, y miró hacia arriba para empaparse de su belleza. Aquél era su hogar, el lugar al que pertenecía. Por primera vez en su vida encajaba de verdad. Elphame se sintió libre, feliz y también, quizá, un poco mareada…

No vio el barranco hasta que era demasiado tarde para detenerse. El terreno se abrió bajo ella, y Elphame cayó. Comenzó a dar vueltas y vueltas, y sintió un dolor lacerante en un costado. Instintivamente se encogió para protegerse la herida, y se golpeó la cabeza con algo. La oscuridad la engulló rápida y completamente.


Lochlan supo cuándo cayó Elphame. Había dejado momentáneamente su puesto de vigilancia del castillo para cazar. Acababa de matar un ciervo joven en el interior del bosque y estaba limpiándolo, rápida y eficientemente, con la seguridad de que habría terminado a tiempo para volver y ver a Elphame dejando el castillo, al atardecer. Tal vez ella volviera a bañarse, pensó, y sus alas temblaron. Al instante reprimió el movimiento, y el dolor de cabeza reapareció con insistencia. La pasión de los sueños de la noche anterior había estado cerca de él durante aquel largo día.

Pero ella no sólo era un objeto que desear y usar. Era algo más que una fémina hermosa y sensual. Era algo más que piel y sangre. Sangre… Sus alas temblaron de nuevo.

Entonces, notó una punzada de dolor penetrante en el costado, seguida de un golpe en la sien y en el hombro. Tuvo que soportar una oleada de náuseas y dejó caer la espada corta que estaba usando para despellejar al ciervo. Y lo supo.

– ¡Elphame!

Había ocurrido algo terrible. Ella estaba herida y lo necesitaba. Frenéticamente, Lochlan intentó calmar el pánico para recuperar el control de sus pensamientos. ¿Dónde estaba? ¿Cómo podría llegar hasta ella?

«Te lo dirá el corazón. Escúchalo».

La voz, muy parecida a la de su madre, resonó en su mente junto al dolor de la herida de Elphame. ¿Se estaba volviendo loco, finalmente? No le importaba, siempre y cuando aquella locura lo condujera hacia ella. Lochlan se concentró en la joven que creía su destino.

Sintió la respuesta con tanta certeza como sentía el dolor. Abrió las alas para que lo transportaran con aquella carrera deslizante y rauda que había heredado de la raza de su padre, y corrió hacia el norte.


Elphame recuperó el conocimiento al oír un trueno distante. Iba a vomitar, y al volver la cabeza para no ensuciarse, sintió un dolor en la sien derecha, tan intenso que le provocó un sollozo. Tuvo arcadas, y los movimientos fueron tan duros que el costado le ardió como si tuviera fuego en él.

Abrió lentamente los ojos. Sus pensamientos eran incoherentes. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué tenía tanto frío? Tenía las piernas congeladas, casi entumecidas. Miró hacia abajo, y se dio cuenta de que estaba tendida sobre una orilla llena de musgo, y de que la mitad de su cuerpo estaba sumergida en un río. El río cuyo curso había estado siguiendo. Recuperó la memoria, y recordó que estaba corriendo y que no prestaba la suficiente atención. Se había caído por un barranco.

Cuchulainn iba a matarla.

Lentamente, estiró los brazos hacia delante para poder palparse las piernas. Le temblaban las manos, pero no notó ningún hueso roto ni saliente por el pelaje húmedo. Se estremeció, y volvió a sentir una llamarada en el costado. Tenía una rasgadura en la camisa empapada en sangre. La abrió y apartó la mirada rápidamente. Tenía un corte largo y feo en las costillas, que sangraba profusamente. Al verlo se sintió mareada de nuevo, porque nunca había visto tanta sangre.

Apretó los dientes para soportar el dolor y cambió el peso para intentar ponerse en pie, pero tuvo una náusea tan intensa que cayó desplomada de nuevo, jadeando. Le palpitaba horriblemente el lado derecho de la cabeza, y se palpó con cuidado el lugar dolorido, y apartó la mano pegajosa y roja. Tuvo que contener otra náusea.

Estaba pasándose el dorso de la mano por la boca cuando oyó un gruñido extraño, gutural. Al otro lado del río el barranco no era tan pronunciado, y había árboles casi hasta la orilla. Los matorrales se movían como si hubiera alguien atravesándolos rápidamente. ¿Había pasado el tiempo suficiente como para que Cuchulainn hubiera notado su ausencia? ¿Podría ser él?

– ¿Cuchulainn? ¿Eres tú?

El ruido cesó al instante. Cuando comenzó de nuevo, se acercó a ella y, a la luz débil del anochecer, Elphame vio dos ojos rojos entre la maleza, justo antes de que una criatura saliera de entre las sombras.

Elphame sintió pánico. Era un jabalí verdaderamente grande. Tenía el cuerpo de la longitud de un hombre y estaba lleno de barro, y unos amarillentos colmillos sobresalían formando unos arcos letales de sus poderosas mandíbulas. El animal olisqueó el aire y frunció los labios con un gruñido espantoso. Entonces, sus ojos relucieron con un brillo feroz y bajó la cabeza. Elphame se puso en pie y se tambaleó. Apoyándose pesadamente contra la pared del barranco, pestañeó para poder ver algo mientras agarraba la daga de su hermano, que llevaba prendida a la cintura. Sin embargo, el brazo derecho no le funcionaba bien, y la daga cayó al suelo. El jabalí cargó.

Elphame apretó los dientes e intentó alejarse. Sabía que iba a morir. «Epona, ayúdame a ser valiente», rezó con fervor.

– ¡No!

Mientras gritaba aquella palabra como una maldición, una forma alada se lanzó desde la parte superior del barranco, por detrás de Elphame, hacia la bestia. El jabalí cayó al suelo debido al impacto, pero se incorporó con rapidez. Ya no estaba concentrado en Elphame. Tenía un nuevo enemigo, un atacante que estaba agazapado ante él, con las alas extendidas y una espada corta, cubierta de sangre, preparada.

Elphame se desplomó de nuevo contra la pared del barranco. Tenía la sensación de que la realidad se había fragmentado, de que estaba en otro mundo, porque aquella criatura alada no cabía en su mente.

El jabalí volvió a cargar, y el ser alado se apartó de un salto y hundió la espada en el costado del animal. El jabalí gritó de dolor y rabia y se giró para embestir otra vez. Sin embargo, de nuevo la criatura fue demasiado rápida, y volvió a apuñalar a la bestia. Echando espumarajos por la boca, el jabalí atacó salvajemente, y con un terrible silbido, la criatura alada se alzó sobre él y le atravesó la garganta con la espada. El jabalí chilló y cayó pesadamente en el río, tiñendo de rojo el agua con su sangre.

Entonces, la criatura se irguió y dio dos pasos, tambaleándose, hacia Elphame.

– ¡No te acerques! -gritó ella.

La criatura se detuvo en seco.

Elphame le estaba mirando las manos. Las tenía cubiertas de sangre, al igual que la espada. Él siguió su mirada e inmediatamente dejó caer la espada y abrió las manos.

– No voy a hacerte daño -le dijo, y se dio cuenta de que ella estaba temblando con violencia.

– Demasiada sangre -musitó Elphame.

No necesitaba decirlo. Lochlan ya notaba intensamente la sangre del jabalí en su cuerpo, porque llenaba sus sentidos. Sentía el espíritu del animal, todavía fuerte y furioso, en la sustancia pegajosa y roja que le teñía las manos. Llamaba a Lochlan con una voz bárbara que hacía bullir su propia sangre.

El demonio que llevaba dentro se removió. Quería hundir los colmillos en el cuello del jabalí y beber, y absorber su esencia bestial. Lochlan luchó contra todas aquellas sensaciones. Tenía que quitarse la sangre de encima antes de dejarse ganar por ella. Mientras resistía el dolor que le atravesaba la cabeza y reprimía aquel deseo oscuro, Lochlan se agachó rápidamente y se lavó las manos en el arroyo, frotándose frenéticamente. Después, con los brazos empapados, pero limpios, se incorporó.

– Ya no tengo sangre -dijo.

Había recuperado el control, y pudo hablarle con voz calmada, como si fuera una niña pequeña.

Ella le miró las manos y el cuerpo, y lo estudió con curiosidad y extrañeza, casi sin poder respirar como resultado de la impresión, de la pérdida de sangre y de la incredulidad. Era un hombre. Un hombre alado. Era muy alto, y tenía el pelo rubio, pero de un color excepcional, como si alguien hubiera domesticado los rayos del sol del amanecer, pensó Elphame. Debía de tenerlo muy largo, porque aunque lo llevaba recogido en una coleta, se le habían soltado algunos mechones durante la lucha con el jabalí y le llegaban hasta los hombros. Tenía la cara esculpida con maestría, con líneas fuertes y unos pómulos muy bonitos, muy altos. Sus ojos, que la observaban atentamente, eran ligeramente rasgados. Cada vez más asombrada, Elphame se dio cuenta de que era muy guapo. Tenía un cuerpo largo y delgado, y la piel muy pálida, aunque no enfermiza. Parecía un ser etéreo, como si no perteneciera al mundo de los mortales. Llevaba una camisa de color crema y unos pantalones de cuero marrón. No llevaba zapatos. Sus pies tenían algo extraño, pero estaba en mitad del río, así que Elphame no podía vérselos bien.

Entonces, miró sus alas. Las tenía plegadas y colocadas a la espalda, pero incluso así su tamaño era impresionante. Recordó cómo eran mientras él luchaba contra el jabalí. Estaban extendidas a su alrededor como si él fuera un enorme pájaro de presa con una envergadura de más de tres metros. No tenían plumas, sino una membrana que tenía aspecto de ser muy suave al tacto. La parte inferior tenía un color muy claro, como su piel y su pelo, pero la parte superior era más oscura, más parecida al gris oscuro de sus ojos.

– ¿Qué eres? -le preguntó.

– Me llamo Lochlan. Y no quiero hacerte daño. Nunca te lo haría. ¿Vas a permitir que te ayude, Elphame? -inquirió él con urgencia.

Elphame estaba perdiendo mucha sangre. Tenía los labios azules, y estaba muy pálida. Sin embargo, abrió los ojos con sorpresa al oír cómo la había llamado él.

– ¿Por qué conoces mi nombre?

– Siempre lo he sabido -dijo él, y dio un paso hacia delante.

– ¿Está ocurriendo esto de verdad, o estoy muerta?

Lochlan dio dos pasos más hacia ella.

– Te prometo que está ocurriendo, y que no estás muerta.

Entonces, él sonrió, y ella se quedó asombrada del calor que desprendía.

– Sin embargo, entiendo lo que sientes. Para mí también es como un sueño -le dijo Lochlan-. Aquí hace demasiado frío, y estás mojada. No es seguro que te quedes en el río.

La preocupación de su voz era real, y penetró a través de la niebla de dolor que amenazaba con abrumar a Elphame.

– Creo que no puedo andar -dijo ella.

– Yo te llevaré.

Elphame pensó que tenía que estar viviendo un sueño. Lo que le estaba ocurriendo era sólo un sueño muy realista, como el de la noche anterior. Pronto se despertaría y se encontraría a Cuchulainn echando otro leño al fuego. La reprendería por no dormir lo suficiente, y después fingiría que no estaba en vigilia, protegiéndola durante toda la noche.

Entonces, ¿por qué no? Era su sueño, y ella pensó que podría gustarle que la llevara aquel hombre alado.

– Puedes llevarme -dijo.

Él se arrodilló a su lado, intentando ignorar el olor de su sangre, llena de poder femenino. Entonces, oyó las palabras de la Profecía en la voz de su madre.

«Salvarás a tu gente de la locura con la sangre de una diosa moribunda».

¡No! Elphame no podía morir. Ni allí, ni en aquel momento.

Apretó los dientes, rechazando la llamada de la sangre, y aceptó el dolor que lo atravesaba cada vez que negaba sus deseos más profundos. La tomó en brazos con sumo cuidado, intentando no hacerle más daño del que ya estaba sufriendo.

– Perdóname -le dijo.

La levantó del suelo y ella emitió un gruñido que a Lochlan le partió el corazón. Él extendió las alas para guardar mejor el equilibrio y, con toda la rapidez que pudo, la sacó del barranco.

Comenzaron a sonar truenos, y la luz de un relámpago iluminó el cielo. Lochlan miró hacia arriba. Se estaba acercando una tormenta desde el mar. Elphame iba a necesitar un refugio, e iba a necesitar que le curaran aquellas heridas. Él miró a su alrededor y detectó un lugar adecuado bajo un gran pino, junto a cuyo tronco había un lecho grueso de acículas. Lochlan amontonó unas cuantas más con la garra y, con delicadeza, la tendió sobre aquel lecho improvisado.

– Elphame, necesito ver tu herida.

Ella abrió los ojos.

– Esto no es un sueño.

– No, no es un sueño. No quiero causarte más dolor, pero necesito comprobar la gravedad de la herida.

– Adelante -dijo ella, y volvió a cerrar los ojos.

Lochlan supo que tenía que mantener la calma. Aquél no era momento para temblar, ni para sentir pánico. Él era más humano que demonio, y podría hacerlo.

Respiró profundamente y abrió los bordes rasgados del corpiño de Elphame. El corte era muy largo y tenía mal aspecto, pero cuando lo inspeccionó, pudo ver con alivio que no era tan profundo como había creído. Palpó la zona con todo el cuidado que pudo, y no sintió ninguna costilla rota.

Estaba sangrando mucho, y Lochlan tuvo que apretar los dientes por el esfuerzo que le estaba costando mantener a raya al demonio de la sangre. Por una vez, se alegró de sentir aquel dolor en las sienes, que le permitía observar la herida con un interés clínico. Tendría que rellenar el corte para detener la hemorragia. Le miró la cabeza a Elphame; estaba manchada de sangre seca. Aquella herida de la cabeza le asustaba más que el corte del costado, pero no podía hacer mucho por ella.

Lochlan pensó en lo que necesitaba. En un siglo de vida había aprendido muy bien algunas lecciones. Su gente era longeva, pero no inmortal, y ciertamente, no inmune a las heridas. Lochlan había curado muchas heridas y había tratado incontables lesiones. Se levantó y se dirigió hacia el barranco.

– ¡No me dejes sola!

Aquellas palabras lo llevaron rápidamente junto a Elphame. Le acarició la mejilla.

– No, corazón mío. Pero tengo que taparte la herida y parar el sangrado. Eso es todo. No me voy a alejar mucho -le explicó, señalando hacia el barranco-. En la orilla del río había musgo.

Ella asintió silenciosamente, e hizo un gesto de dolor a causa del movimiento.

Lochlan notó que lo seguía con la mirada mientras él se aproximaba a toda velocidad al barranco. Se deslizó hacia la corriente de agua y, con la espada, cortó una porción de musgo sano. Después volvió junto a Elphame y se arrodilló a su lado.

– No quiero hacerte daño, pero no puedo permitir que sigas sangrando. Tengo que rellenarte la herida del costado. ¿Lo entiendes? -le preguntó, mirándola a los ojos. ¿Hasta qué punto eran claros sus pensamientos? ¿Sería muy grave la herida de la cabeza?

– Entiendo que me vas a hacer tanto daño que lo sientes antes de haber empezado -susurró ella con una sonrisa débil.

Aquella sonrisa, y aquella respuesta inteligente, fueron un alivio para Lochlan. Era como la Elphame que él conocía tan bien de sus sueños.

– Entonces, lo entiendes bien.

– Estoy lista -respondió Elphame mientras cerraba de nuevo los ojos-. Hoy he descubierto que no me gusta ver mi propia sangre.

La visión de su sangre… su olor… su contacto… A Lochlan tampoco le gustaba lo que le hacía a él. Trabajó con rapidez. Cortó una tira de musgo de la longitud de su herida y con cuidado la metió en el corte, intentando no oír el sonido del dolor que le estaba causando.

– Ya he terminado -dijo con la voz temblorosa.

Ella tenía las mejillas llenas de lágrimas y los ojos cerrados, y cuando volvió a abrirlos, tuvo que pestañear varias veces para poder enfocarlo.

– Hace mucho frío -musitó.

– Puedo darte calor, Elphame, pero debes confiar en mí. Te doy mi palabra de que no quiero hacerte daño.

– Confío en ti.

Su sonrisa dejó entrever sus colmillos, y Elphame se sintió desconcertada, pero no tuvo tiempo para sentir nada más, porque él se tendió a su lado y desplegó una de sus enormes alas para taparla. El ala permaneció a unos centímetros por encima de ella, inmóvil, como una manta viviente, y su calor la envolvió. Desde tan cerca, Elphame se dio cuenta de que la piel de la parte inferior estaba cubierta con unos pelos pequeños y finos. Entonces percibió su olor. Olía a pino y a sudor, y a algo salvaje que ella no sabía definir, pero que resultaba muy agradable a sus sentidos. Volvió la cabeza, lenta y cuidadosamente. La cara de la criatura estaba muy cerca de la suya, y él la estaba mirando con intensidad.

– ¿Qué eres tú? -le preguntó.

– Soy el hombre que te conoce desde que naciste.

Aquello no tenía sentido.

– Pero si no eres un hombre, y no me conoces.

– Te conozco desde tu nacimiento, Elphame. Te he visto siempre a través de mis sueños. Y soy un hombre, en parte.

– ¿Y la otra parte?

– Mi madre era humana. Mi padre era Fomorian. Tengo la sangre de ambas razas en mis venas.

Elphame sintió mucho frío de nuevo.

– Pero… eso no es posible. Los Fomorians fueron expulsados de Partholon hace más de un siglo.

Él quería explicárselo, intentar mitigar el miedo y la confusión que veía en sus ojos, pero su finísimo oído había captado un sonido. Alzó la cabeza hacia el viento. Entre el ruido de la tormenta que se avecinaba, oyó unos cascos. Tenía que ser Cuchulainn.

– Elphame, escúchame -le dijo con urgencia-. Tu gente se acerca. No puedo quedarme. Ellos sólo verían al Fomorian, y no al hombre.

Elphame pestañeó. A través del dolor intentó concentrarse en su rostro. Vio al hombre; a un hombre bello, heroico.

– Escúchame y recuerda lo que voy a decirte. Ahora no te estoy dejando. Siempre estaré cerca de ti, esperando tu llamada. ¿Lo entiendes?

– Yo… -comenzó ella, pero el sonido de la voz de su hermano, que la llamaba con desesperación, cortó sus palabras-. ¡Vete! -le dijo a Lochlan.

Él subió el ala, y el frío de la noche volvió a cubrir a Elphame. Antes de ponerse en pie, Lochlan le acarició la mejilla con los dedos.

– Llámame, corazón mío. Responderé.

Después se deslizó sigilosamente por el bosque y desapareció.

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