Capítulo 5

– ¿Es que quieres sentenciarme a una vida de celibato? -le preguntó Cuchulainn a su hermana, refunfuñando.

Elphame sonrió.

– No creo que asignarte la vigilancia en el exterior, donde sobre todo hay trabajadores, mientras yo entrevisto a las mujeres para los puestos en el castillo, pueda afectar a tu activa vida amorosa.

– Vamos, chico. Yo iré contigo y elegiré a los que puedan ser canteros -le dijo Danann, dándole una palmadita en el hombro-. Después puedes llevarte a los demás y comenzar a limpiar el patio, como te ha dicho tu hermana -el viejo centauro le hizo un guiño a Elphame-. Piensa esto: es más probable que las mujeres te concedan sus favores en el lecho cuando las paredes que haya alrededor sean sólidas y estén limpias.

– Quieres decir todo lo contrario a esta ruina -dijo Cu.

– Exacto.

Cu refunfuñó de nuevo, pero siguió al Maestro de la Piedra hacia el patio, para reunirse con los trabajadores.

Elphame agitó la cabeza mirando a su hermano mientras se alejaba. Su voz fuerte le llegó desde el otro lado del patio, cuando él llamó al orden al grupo de hombres y centauros. Después de que ella hubiera saludado a los trabajadores, Cu, Danann y Elphame habían recorrido todo el castillo, y se habían dado cuenta de que antes de comenzar la reconstrucción debían retirar los escombros, así que los primeros trabajos, los de limpieza, eran tediosos, pero necesarios. Mientras miraba a su alrededor por el patio, Elphame se dio cuenta de que aquélla era una empresa enorme. ¿Podría hacerlo? ¿Sería capaz de restaurar el castillo?

Se sintió abrumada, y notó que se le encogía el estómago de ansiedad, pero rápidamente reaccionó. Era normal que sintiera algo de aprensión, pero tenía que empezar. Tenía que avanzar paso a paso. Mantener el control.

Aquél era su castillo. Su hogar.

– ¡Elphame! -la voz de su hermano atravesó el patio vacío-. ¡Las mujeres ya han llegado!

– Aquí es donde comienzo yo -se dijo. Miró hacia la columna central, sonrió para despedirse de ella y se encaminó apresuradamente hacia la entrada de las murallas.

Las mujeres habían formado un pequeño grupo en el exterior, a varios metros de las murallas del castillo. Elphame las observó desde las sombras, sin que ellas se dieran cuenta. Eran muy jóvenes y estaban asustadas. ¡Y eran muy pocas! Elphame contó rápidamente; había poco más de doce. El número de centauros y de hombres que se habían ofrecido voluntarios era el triple. Y todas las mujeres eran humanas. ¿No había acudido ninguna mujer centauro? ¿Ni siquiera una joven cazadora en adiestramiento? El sintió desilusión, pero rápidamente la superó. Tenía mucho que hacer, y tenía que hacerlo con los medios que tuviera en su mano. Tal vez el hecho de que fueran pocas le diera la oportunidad de conocerlas más personalmente. Eso sería un cambio agradable.

Cuando Elphame salió de entre las murallas, todas le hicieron una reverencia. Ella carraspeó y esbozó su mejor sonrisa de bienvenida.

– Buenos días. Me agrada mucho comprobar que tantas de vosotras estéis interesadas en reconstruir el Castillo de MacCallan y convertirlo en vuestro hogar. Los hombres se ocuparán de las tareas más pesadas, pero eso no significa que nuestro trabajo sea menos importante. Necesito cocineras, y mujeres que sepan coser y tejer -sin darse cuenta, su sonrisa se volvió soñadora-. A medida que el castillo vuelva de nuevo a la vida, quisiera llenar sus paredes con bellos tapices que hagan que incluso mi madre se sienta celosa.

En respuesta a la expresión dulce de la Diosa, varias de las muchachas sonrieron tímidamente. Elphame se sintió animada por aquella reacción, y continuó hablando con la voz segura, fuerte.

– Y por supuesto, necesitaré mujeres que me ayuden con el mantenimiento diario del castillo -Elphame se rió y miró significativamente la maleza que casi ahogaba el paso al castillo-. Algunos días necesitará más mantenimiento que otros, claramente.

Una de las mujeres soltó una risita nerviosa, y después se tapó la boca con la mano y se ruborizó.

– No tengáis miedo de reír -dijo Elphame-. Sé que ahora no lo parece, pero las piedras están cantando de alegría por nuestra llegada. MacCallan será un hogar lleno de alegría.

La muchacha se apartó la boca de la mano y sonrió con timidez.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Elphame.

– Meara, mi señora.

– Meara. ¿Y cuál es el trabajo que mejor haces?

– Yo… eh… Se me da muy bien ordenar las cosas.

– Entonces, has venido al lugar más adecuado. Aquí hay mucho que ordenar -dijo Elphame, y miró a las demás-. Aquéllas a quienes se les dé bien limpiar, por favor, dadle vuestros nombres a Meara. Meara, por favor, te pediré que me entregues una lista con tus trabajadoras al final del día. Y ahora… ¿quiénes serán mis cocineras?

Con tan sólo una ligera vacilación, cuatro mujeres levantaron la mano. Una de ellas dio un paso hacia delante. Era pelirroja y tenía unos preciosos ojos verdes.

– Venimos del Castillo de McNamara, mi señora. La cocinera jefe de allí era… -hizo una pausa y miró a sus compañeras en busca de apoyo. Ellas asintieron para animarla-. Era muy malhumorada, y no le gustaban las cocineras jóvenes, sobre todo las que tenían ideas nuevas.

Elphame arqueó las cejas.

– Bueno, pues te aseguro que a mí no me importa que las cocineras sean jóvenes, y que me gustan las ideas nuevas. No creo que sea malhumorada, aunque tal vez Cuchulainn no esté de acuerdo conmigo.

Ante la mención de su hermano, las chicas sonrieron.

– ¿Y cuál es la mejor cocinera de entre vosotras? -preguntó Elphame. Tres pares de ojos se volvieron hacia la mujer que había hablado.

– Todas cocinamos bien, pero admito que yo tengo un don especial en la cocina. Me llamo Wynne. Las chicas que están conmigo son Ada, Colleen y Ula -dijo, señalando a cada una de las muchachas mientras hablaba.

– Wynne, me complace anunciar que eres mi nueva cocinera jefe -dijo Elphame-. Lo primero que tendrás que hacer será inspeccionar lo que queda de las cocinas del castillo. Toma nota de lo que hay que reparar para que empiece a funcionar rápidamente. Tenéis muchas bocas que alimentar.

– Sí, Diosa -dijo Wynne, con una reverencia.

Elphame apretó los dientes al oír que la llamaba «Diosa». Nunca la verían tal y como era, Elphame, una joven a quien le gustaba correr y reírse con su familia, y que tenía tendencia a pasar largas horas en la piscina de aguas termales de su madre. Siempre la considerarían una diosa.

Bueno, tal vez aquello comenzara a cambiar. Tomó una rápida decisión.

– Bien -dijo, y la charla que había comenzado cesó al instante-. Me gustaría pediros un favor. Vamos a trabajar codo con codo, y preferiría que me llamarais por mi nombre, en vez de llamarme «Diosa».

Las mujeres la miraron con asombro.

Elphame suspiró.

– O podéis llamarme «señora». Cualquier cosa menos «Diosa» -dijo, y continuó rápidamente-. Veamos, ¿qué más? Ya sé. ¿Hay alguien que sepa coser y tejer?

Varias mujeres levantaron la mano. Elphame se dirigió a una joven regordeta y rubia, con la cara sonrojada y brillante.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó.

– Caitlin.

– Caitlin, ¿sabes coser o tejer?

– Ambas cosas, Diosa… señora.

– Excelente. Tengo varias ideas para el tema de los tapices. Me gustaría que cada uno de los tapices de las estancias principales tuviera un tema distinto, y el del salón principal sería el mismo castillo. Quiero que los tapices muestren el Castillo de MacCallan de nuevo habitado, en toda su grandeza y esplendor.

Caitlin titubeó antes de responder.

– Pero, señora… ¿cómo vamos a saber lo que debemos tejer? -preguntó, y señaló hacia las ruinas-. Ahora no tiene demasiado esplendor.

Elphame frunció el ceño. Se le había olvidado que no todo el mundo tenía la imagen del castillo reconstruido en la mente.

– Supongo que tendré que encontrar una pintora…

– Yo podría dibujarlo, señora.

– ¿Quién ha hablado?

La misma voz respondió desde la parte posterior del grupo.

– Me llamo Brenna.

– Ven aquí, Brenna. No te veo.

Las mujeres se hicieron a un lado para dejar pasar a una mujer morena y delgada. Tenía la cabeza agachada, y Elphame se dio cuenta de que el resto de las muchachas apartaba la vista de su rostro, como si se sintieran incómodas. Entonces, la mujer elevó la cabeza. Elphame sintió una profunda impresión, y tuvo que hacer un esfuerzo por mantenerse impasible.

Brenna era joven, y una vez había sido bella. Elphame lo supo por el lado izquierdo de su rostro. El lado derecho estaba destrozado. Tenía una terrible cicatriz que le cubría desde el cuello hasta la frente. Era una cicatriz gruesa, con las manchas rosadas y blancas que distinguían la más profunda de las quemaduras. El lado derecho de su boca había perdido la línea del labio, lo cual era más horrible al compararlo con la carnosidad suave de la parte izquierda. Tenía el ojo derecho claro, e intacto. Era del mismo color castaño que su ojo izquierdo, pero las cicatrices tiraban de la piel y le daban un aspecto caído.

Se quedó inmóvil, permitiendo a Elphame que la observara.

– Creo que puedo dibujar vuestro castillo -dijo en voz alta y clara.

– ¿Eres pintora, Brenna? -preguntó Elphame.

– Tengo un poco de habilidad para el dibujo, sobre todo para dibujar cosas que imagino -dijo con una sonrisa. Elphame se quedó sorprendida al ver que era una sonrisa atractiva-. Así que creo que podría dibujar las cosas que vos imagináis, si me las describís.

Elphame asintió con entusiasmo, pero antes de que pudiera responder, Brenna continuó:

– Pero deberíais saber que no me considero artista. Soy una Sanadora.

Elphame sonrió.

– Eso es magnífico, Brenna. Con todos estos trabajadores reconstruyendo el castillo, es probable que tengamos algún percance que requiera el toque de una Sanadora. Sé que mi hermano, aunque es un gran guerrero, también es proclive a hacerse cortes y heridas.

Durante un instante, Elphame vio que la expresión de Brenna cambiaba, y fue como si una sombra pasara por el semblante de la joven. Sin embargo, Brenna respondió sin titubeos.

– Por supuesto, señora. Me agrada estar donde se me necesita.

– ¡Elphame!

Como un tornado, Cuchulainn atravesó el grupo de mujeres. Con los ojos chispeantes, saludó a varias de las más guapas antes de llegar junto a su hermana.

– Las carretas de las provisiones están atascadas en la carretera. He enviado a los centauros para que abran un buen camino en la maleza y despejen la entrada de las murallas. Cuando los carros estén aquí, creo que lo mejor será montar las tiendas en el exterior del castillo, por lo menos hasta que hayamos conseguido que este monstruo sea habitable de nuevo.

Elphame arqueó una ceja.

Cuchulainn se echó a reír.

– ¡De acuerdo! Perdóname por haber llamado «monstruo» a tu palacio.

– No es un palacio. Es un castillo.

– Bueno, tu castillo no es adecuado para los hombres ni para las bestias -dijo, y le guiñó un ojo a la regordeta Caitlin, que se ruborizó intensamente-. Ni para una preciosa señorita -añadió, señalando hacia atrás-. Al suroeste del castillo hay una pradera que llega hasta el acantilado, y será fácil clarearla. En un par de días podemos tener preparado el campamento. Hasta entonces, la gente de Loth Tor estará encantada de hospedarnos -dijo Cu, y sonrió a Elphame descaradamente-. Si eso es de vuestro agrado, mi señora.

Elphame se contuvo para no darle una torta.

– Sí, sí, muy bien. Pero necesito que algunos hombres acompañen a la cocinera jefe y a sus ayudantes. Es importante que las cocinas se arreglen rápidamente -dijo, y le dio un codazo en las costillas-. Los hombres necesitan algo más que carne seca y galletas si tienen que trabajar durante largas jornadas.

Cuchulainn se echó a reír y se agarró el costado. Le gustaba ver a su hermana tan relajada en público. Normalmente, sólo bromeaba con él en privado. Estaría muy bien reconstruir aquel castillo si iba a enseñarla a relajarse.

– Por mucho que me cueste admitirlo, tienes razón, hermana mía. Pondré varios hombres a disposición de tu cocinera -dijo, sonriendo con picardía-. Lo cual significa que tienes que presentármela.

Elphame puso los ojos en blanco, y después llamó a la cocinera jefe.

– Wynne, este molesto joven es mi hermano. Cuchulainn, te presento a la cocinera jefe.

Cuchulainn se inclinó ante ella.

– Me alegro de conocerte, Wynne la del cabello de fuego.

– Lo mismo digo -respondió ella, admirándolo sin disimulo.

– Ahora que sabes su nombre, Cu, envía a varios hombres para que la ayuden. Estarán dentro del castillo, como el resto de nosotros -le dijo Elphame, y lo empujó suavemente hacia la salida.

– Ah, siempre pensando en el trabajo, hermana mía -dijo Cu, e hizo una galante reverencia para todo el grupo-. Señoras, hasta luego.

Las mujeres se inclinaron y se despidieron.

– Mi hermano es un granuja -dijo.

– Sí, pero un granuja endemoniadamente guapo -suspiró Wynne, que todavía estaba mirando la figura de Cuchulainn mientras se alejaba.

Entonces se dio cuenta de que debía de haber traspasado los límites. Se quedó pálida y murmuró una disculpa apresurada.

Elphame agitó la mano para quitarle importancia y dijo:

– Recuerda bien lo de «endemoniadamente» y te ahorrarás mucho dolor de corazón -dijo.

¿Acaso nunca iban a relajarse en su presencia? ¿Siempre iban a comportarse como si ella fuera un ser sagrado? Estaba intentando comportarse con normalidad con aquellas mujeres. ¿No acababa de bromear con Cu delante de ellas?

«Llevará tiempo demostrarles que no soy diferente», se dijo con firmeza. Aquello era su nuevo comienzo, pero tenía que ser paciente. Lo que había sucedido en los años anteriores de su vida no se borraba en un día. Contuvo su frustración y se dirigió nuevamente al grupo.

– Vamos a trabajar. Sé que todas tenéis un talento especial, y lo valoro mucho -dijo, y sonrió a las mujeres, sobre todo a aquéllas a quienes ya conocía, y se dio cuenta de que Brenna ya no estaba cerca de ella. Había vuelto a la parte posterior del grupo-. Pero me temo que todas tendremos que imitar a Meara. Debemos limpiar y ordenar las cosas antes de poder concentrarnos en nuestras habilidades individuales. Así pues, comencemos a despejar la entrada de nuestro futuro hogar.

Sin esperar respuesta, Elphame caminó hacia el hueco que había en las murallas del castillo. Tomó una larga pieza de hierro oxidado, que una vez formó parte de las puertas de la muralla, y tiró de ella valiéndose de la fuerza de sus poderosas patas. El hierro salió de entre la maleza.

Alzó la vista y vio a las mujeres observándola a ella y mirando después hacia las sombras que había en el interior de las murallas del castillo. Estaban ansiosas y asustadas. Sin duda, recordaban los cuentos que les habían contado de niñas sobre la maldición del Castillo de MacCallan. Elphame casi podía ver el reflejo de los fantasmas en sus ojos. Sabía que necesitaban unas palabras de ánimo, pero a ella no se le daba demasiado bien aquello. El discurso que les había hecho a los hombres aquel día había sido una excepción. Todavía estaba demasiado emocionada por haber oído a los espíritus de la piedra del castillo. Dar discursos inspirados era la especialidad de su madre, no la suya.

Sin embargo, tenía que animarlas, y se le ocurrió una idea.

– Creo que es justo que nosotras limpiemos la entrada de nuestra nueva casa. Las mujeres son el corazón del hogar, sea un castillo, un templo o una casa modesta. Las mujeres infunden vida a la familia, como nuestra diosa, Epona, le infunde vida al mundo cada amanecer. Nosotras somos las mujeres de este castillo. Vamos a abrirlo para los vivos, y lo convertiremos en nuestro hogar.

Elphame oyó un suspiro colectivo; sus palabras habían aliviado un poco la tensión del grupo.

Meara se adelantó, agarró una rama seca y la arrojó a la pila que había comenzado Elphame.

– Por lo menos, sabemos que aquí nos necesitan -dijo, con un tono de satisfacción que hizo sonreír a las demás.

– Sí, eso es cierto.

Wynne tiró de una enredadera que estaba en mitad de la entrada. Sin dudarlo, sus ayudantes se unieron a ella. Después, el resto del grupo se puso a trabajar, charlando y riendo, y haciendo bromas sobre cómo las mujeres debían abrirles el paso a los hombres, o de lo contrario, se perdían.

Elphame las observó. Se dio cuenta de que eran un grupo trabajador. Nadie se quejó por tener que ensuciarse las manos. Nadie pidió un descanso. Pensó en lo que había dicho Meara: «Por lo menos, sabemos que aquí nos necesitan». Tal vez fuera eso. Aquellas mujeres tenían algo en común; en sus antiguos hogares, en sus antiguas vidas, no las necesitaban, así que habían ido allí en busca de un sentimiento de pertenencia, de ser necesitadas.

«Siempre tendrán eso conmigo, tendrán un hogar en el que serán necesitadas y apreciadas». Mientras Elphame se hacía aquella promesa, creyó que oía, por un instante, una voz en el viento, una voz que decía: «Bien hecho, Amada».

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