Capítulo 2

– Cu, recuérdame por qué accedí a que vinieras conmigo.

Elphame miró de reojo a su hermano e intentó acelerar el paso sin que se notara demasiado. Él iba entonando el verso número quinientos de una canción militar, y el coro interminable martilleaba en la sien derecha de Elphame al ritmo de su dolor de cabeza. Casi se arrepentía de haberse empeñado en que su hermano y ella viajaran separados del resto del grupo.

El caballo de Cuchulainn adaptó su trote automáticamente al paso de Elphame. Él comenzó a reírse.

– He venido, hermana mía, para protegerte.

– Oh, por favor, no me tomes el pelo. ¿Para protegerme? Lo que pasa es que necesitabas un descanso, dejar de perseguir a las doncellas del templo hasta los confines del mundo.

– ¿Hasta los confines del mundo? -preguntó Cuchulainn, y volvió a reírse-. ¿De verdad has dicho «hasta los confines del mundo»? Ya sabía yo que estabas pasando demasiado tiempo leyendo en la biblioteca de mamá. Y yo no persigo precisamente a las doncellas -dijo, moviendo las cejas de un modo muy sugerente.

Elphame intentó contener una sonrisa, aunque sin éxito. Lo miró afectuosamente.

– Ahora me recordarás que tú no tienes que perseguir a ninguna mujer a ningún sitio.

– Bueno, hermana mía, ésa es la pura verdad… -dijo él con otra sonrisa.

– Um… Pensaba que tenías que quedarte en casa para darle la bienvenida a… -Elphame carraspeó y se echó el pelo hacia atrás, e imitó a la perfección el tono de voz de su madre, y sus gestos-: A la encantadora hija soltera del Jefe del Castillo de Woulff, que pasaba por el Templo de Epona de camino al Templo de la Musa, donde va a comenzar su educación.

Cuchulainn frunció los labios y, durante un instante, Elphame lamentó haber bromeado. Después, con su habitual buen humor, Cuchulainn se encogió de hombros y sonrió.

– Se llama Beatrice, hermana mía. ¿Alguien que se llama Beatrice podría no tener una frente amplia y un porte majestuoso?

– Seguramente es muy bella -dijo Elphame entre risitas.

– Y sin duda, fértil, de caderas anchas y con capacidad para dar a luz a muchos hijos.

Los dos hermanos se miraron con un entendimiento completo.

– Me voy a alegrar mucho cuando Arianrhod y Finegas tengan edad suficiente como para que mamá empiece a buscarles pareja -dijo Elphame en un tono serio.

Cuchulainn suspiró.

– Los mellizos van a cumplir dieciocho años este verano. Dentro de tres años, mamá estará en su mejor momento de casamentera.

– Pobrecitos. Casi me da pena que nos hayamos metido tanto con ellos cuando éramos pequeños.

– ¡Casi! -exclamó Cuchulainn entre risas-. Por lo menos, todos estamos en esto. No es que mamá haga distinciones entre nosotros.

Elphame se limitó a sonreír y apresuró nuevamente el paso para colocarse delante de su hermano en el estrecho sendero que estaban recorriendo. «Pero no es lo mismo para mí», pensó. Sus hermanos eran humanos, atractivos, llenos de talento, muy admirados. Elphame no necesitaba mirar a su hermano para recordar cómo era. Tenía un año y medio menos que ella. Tenía sus mismos pómulos altos y bien definidos, pero mientras que los de Elphame eran delicados y femeninos, los de él eran masculinos y fuertes. Ella tenía un mentón desafiante, según su madre, y él tenía una barbilla obstinada, orgullosa, con una preciosa hendidura. En vez de tener los ojos negros y el pelo caoba oscuro como Elphame, Cuchulainn tenía los ojos de un color excepcional, entre el verde y el azul, y el pelo espeso y rubio, y no conseguía librarse de sus remolinos infantiles. Por eso lo llevaba muy corto y peinado hacia atrás. Su madre siempre protestaba porque él no quisiera dejárselo largo, como un guerrero en condiciones.

Sin embargo, Cuchulainn, hijo de Midhir, el Sumo Chamán y Señor Guerrero de los Centauros, no tenía que ser un «guerrero en condiciones». Tenía el nombre de uno de los antiguos héroes de Partholon, y realmente parecía un héroe, aunque no siempre se comportara bien. Era alto y tenía una figura excelente, y siempre destacaba en los torneos. Era el mejor espadachín de Partholon, y también el mejor arquero. Elphame había oído a más de una joven doncella suspirar y decir que debía de ser la encarnación del verdadero Cuchulainn.

No, a Cu nunca le había faltado la compañía femenina, pero todavía no había encontrado a su compañera. Elphame sonrió. «Aunque no será por falta de intentos», se dijo con ironía.

Aquél era un aspecto en el que se diferenciaba por completo de su hermano. Él tenía mucha experiencia y mucho éxito con el sexo opuesto. A ella nunca la habían besado.

Ni siquiera sus hermanos pequeños, a quienes Cu y ella habían apodado «Los Pequeños Eruditos», tenían problema para encontrar compañeros para los rituales de la luna. Aunque Arianrhod y Finegas no eran tan atléticos como sus hermanos mayores, se estaban convirtiendo en adultos inteligentes y bien educados. Eran casi como una imagen el uno del otro: altos, elegantes, completamente humanos, normales. Y, además, muy bellos.

El camino atravesaba un antiguo bosque a la derecha, y se ensanchaba. Cuchulainn hizo que el caballo se acercara a su hermana.

– Me recuerda a mamá -dijo Elphame de repente.

– ¿Quién?

– Arianrhod, ¿quién iba a ser? Por eso todos los chicos suspiran por ella. Claro que ella ni siquiera se da cuenta. No le importa nada. A menos que haya cambiado mucho durante su primer trimestre estudiando en el Templo de la Musa.

– Arianrhod siempre estará en las nubes.

– La astronomía y la astrología están vinculadas a las Parcas, y por eso es inteligente estudiarlas con suma atención -dijo Elphame, imitando a su hermana pequeña.

Cu se rió.

– Exacto, eso dice la Pequeña Erudita. La ironía es que esos jóvenes que están enamorados de ella la perseguirán más y más a causa de su indiferencia. Y también las muchachas están empezando a perseguir a Fin, y eso que todavía no se afeita.

– Bueno, sea cual sea el motivo, a ellos les gusta mucho Arianrhod.

Cuchulainn miró a su hermana.

– ¿Estás bien?

– Claro -respondió ella rápidamente, sin mirarlo a los ojos.

– Será distinto aquí, ya lo verás -le dijo Cuchulainn.

– Lo sé.

Lo miró y apartó la vista rápidamente, para que él no se diera cuenta de que se le habían llenado los ojos de lágrimas.

– Lo digo en serio. En el Castillo de MacCallan encontrarás lo que siempre has buscado. He tenido un presentimiento.

Elphame sabía lo que significaba aquello. Era parte de un código entre ellos. Igual que ella era la primera hija de su madre, la Encarnación de la Diosa, y por lo tanto estaba marcada por Epona, Cuchulainn era el primer hijo de su padre Chamán. Desde pequeño, sabía las cosas, simplemente. De niño le había explicado a su hermana que era como si pudiera oír las palabras que estaban en el viento. Algunas veces, aquel viento le decía dónde podía encontrar cosas que se habían perdido. Otras veces le decía cuándo iba a ir alguien de visita al templo. Y algunas veces predecía noticias portentosas, como la muerte prematura de un niño, o la ruptura de un juramento de sangre.

Aquel conocimiento sobrenatural asustaba a Cuchulainn cuando era pequeño. No era un enemigo al que pudiera vencer con sus músculos o con su inteligencia. Hacía que se sintiera como una aberración. Era un poder que él no había pedido, y que no quería ejercer.

Era algo que su hermana mayor comprendía muy bien.

Así que había acudido a Elphame siempre que tenía un presentimiento sobre algo o alguien. Su hermana entendía sus miedos, se identificaba con ellos. No le había dado la espalda, sino que se había convertido en su confidente, aunque la actitud de Elphame hacia las cosas del reino de los espíritus fuera muy diferente a la de él. Después de todo, ella era una manifestación física del poder de la diosa. Elphame no entendía por qué motivo rechazaba su hermano los dones de aquel reino de los espíritus, sobre todo cuando ella anhelaba sentir aunque sólo fuera un susurro del poder que su madre ejercía con tanta facilidad. Sin embargo, lo apoyó siempre con una actitud de calma. A medida que crecía, Cuchulainn aprendió a controlar su capacidad para la videncia y a no permitir que lo abrumara.

En aquel momento, Elphame miró a su hermano. Él nunca le había mentido. Y sus presentimientos nunca habían sido erróneos.

– ¿Me lo prometes?

– Sí -dijo él, al tiempo que asentía con tirantez.

Elphame sintió una gran alegría.

– ¡Sabía que reconstruir el Castillo de MacCallan era lo acertado! Pero ¿por qué has tardado tanto en decírmelo?

Cuchulainn frunció el ceño y respondió lentamente.

– El presentimiento no fue claro -dijo, y al ver que su hermana se desanimaba, se apresuró a explicarse-: No, eso no significa que fuera menos cierto. Sé que encontrarás tu destino en el Castillo de MacCallan. Sé que tu destino está entrelazado con tu compañero, pero cuando intento concentrarme en los detalles de ese hombre, sólo veo niebla y confusión -agitó la cabeza y sonrió con timidez a Elphame-. Tal vez sea porque eres mi hermana, y saber detalles de tu vida amorosa me resulta inquietante.

– Entiendo perfectamente lo que quieres decir. Cuando las doncellas hablan extasiadas sobre tu cuerpo -dijo ella, con un estremecimiento-, yo tengo que taparme los oídos y salir corriendo en dirección contraria.

Él refunfuñó brevemente, y se rió sin poder evitarlo. Se alegraba de que su hermana dejara de hacerle preguntas sobre aquel presentimiento.

Había meditado mucho sobre lo que debía contarle a Elphame acerca de su visión. Sabía que a su amada hermana le causaba dolor el hecho de pensar que nunca iba a encontrar un compañero, y sabía que tenía que contarle aquel presentimiento. Para él estaba claro que ella iba a encontrar su futuro y a su compañero en el Castillo de MacCallan, pero también sabía que había algo más, que no iba a ser tan sencillo como enamorarse. Una parte de su premonición había sido oscura y vaga. No tenía nada que ver con las visiones típicas de amor que había tenido anteriormente, en las cuales vislumbraba a un amigo en brazos de una joven, y tenía la certeza de que se pertenecían el uno al otro.

Cuchulainn había tenido una visión de su hermana en brazos de un hombre, pero no había sido capaz de ver a aquel hombre. Tal vez porque lo primero que había podido ver con claridad era la expresión de ternura y de felicidad que había en el rostro de su hermana, que normalmente era de seriedad, y aquella visión en especial había sido tan sorprendente que su concentración se había fracturado irreparablemente. Tal vez no. Y, sí, Cuchulainn había tenido el presentimiento de que los dos estaban destinados a pertenecerse. Sin embargo, cuando había intentado concentrarse nuevamente en el hombre, una luz cegadora de color escarlata había inundado la visión, y después, rápidamente, todo había quedado sumido en la oscuridad, como si los amantes estuvieran envueltos en un terciopelo, y el hombre se había desvanecido y había dejado sola a su hermana.

Era típico del reino de los espíritus dejarlo con tantas preguntas sin responder y con aquella sensación de inquietud. Él siempre había detestado la naturaleza esquiva y resbaladiza de su poder. No era algo seguro, como el peso de una espada, o como el blanco de una flecha.

Cuchulainn se alegró de que Elphame se hubiera adelantado por el camino, una vez más. Ella leía con demasiada claridad las expresiones de su rostro, y Cuchulainn no quería que viera su ansiedad y su temor. Flexionó la mano derecha. Sentía el peso fantasma de su espada, y mentalmente la agarró por la empuñadura y la blandió en el aire.

Sí. Cuchulainn estaba listo para proteger a su hermana de cualquier cosa que pudiera causarle un daño, fuera su compañero vital o no.

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