Elphame continuó pensando en aquel sueño durante toda la mañana, e incluso por la tarde se dio cuenta de que estaba distraída por el recuerdo de las caricias de aquella niebla escarlata. Durante una de aquellas distracciones, se perdió lo que le estaba diciendo uno de los trabajadores.
– Y eso es todo, mi señora.
– Disculpa. Tenía la cabeza en las nubes. ¿Puede repararse?
– Como le he dicho, llevará trabajo, pero creo que sí -dijo el joven-. Ya he comenzado a desatascar el pozo principal del castillo. Cuando termine, el agua podrá fluir libremente desde el pozo a la cocina, y también a esta fuente, señora. A menos que haya alguna rotura en las tuberías, cosa que todavía tengo que descubrir.
– Bien, muchas gracias.
El joven hizo una reverencia y se alejó por el patio. Elphame miró a la estatua de la preciosa jovencita que se parecía tanto a ella. Ya habían limpiado todos los escombros que rodeaban la fuente, y habían comenzado la tarea de restaurarla. Danann había recomendado que usaran arena y agua jabonosa, así como un cepillo de cerdas fuertes para limpiar la estatua, y también las columnas enormes que rodeaban el patio, y de cuya limpieza se estaban encargando las mujeres subidas en andamios que habían montado para tal efecto. El sonido de su conversación se mezclaba con el de la reconstrucción del tejado. El castillo bullía de actividad.
– Seguramente debería estar supervisando algo terriblemente importante, en vez de obsesionarme contigo -le susurró a la estatua-. Sin embargo, no sé por qué, pero creo que tú eres terriblemente importante.
– Me parece muy bien que habléis con la piedra, mi señora -dijo Danann, y Elphame se sobresaltó. No sabía quién se movía con más sigilo, si Danann o la Cazadora, pero tenía la sensación de que ambos iban a ponerla nerviosa.
Elphame se recobró de la sorpresa y le acarició la mejilla a la estatua.
– No me resulta difícil hablar con ella. Me parece real. Esta fuente y este patio tienen algo que me resulta muy importante. Sé que hay otros deberes que debo atender, pero me siento atraída hacia aquí, el corazón del castillo. No puedo descansar hasta que esto reviva.
– Corazón… Revivir… -repitió lentamente Danann-. Interesante elección de palabras. Cuando uno habla de reconstruir un hogar, normalmente no lo describe con palabras que se refieren a un ser humano. ¿Sabríais decirme por qué lo hacéis vos?
– Para mí, el castillo está vivo. No lo veo como piedras y madera podrida.
– Sí, Diosa. Tenéis afinidad con este castillo.
– Para mí es algo nuevo, Danann. Nunca había sentido nada igual hasta que llegué aquí.
– Eso es porque hasta que vinisteis aquí estabais demasiado atrapada en vuestra vida como para sentir la magia que os rodea.
– Parece que he sido frívola y tonta.
– No, en absoluto. Eso es lo que les ocurre a casi todos los seres de Partholon. El problema es que vos no sois como los demás.
Elphame no sabía cómo responder. Detestaba que la llamaran «Diosa», pero en boca de Danann era más una expresión de afecto que un título. Y ella siempre había deseado dos cosas, ser como el resto de la gente de Partholon y poder sentir alguna forma de magia. Sin embargo, lo que Danann le estaba diciendo era que una de aquellas cosas excluía a la otra.
Elphame suspiró.
– Es difícil de entender.
– Sí, para aquéllos que han sido marcados por el reino de los espíritus es difícil de entender -dijo Danann amablemente. Después se puso a observar la estatua.
– Pero a mí me gustaría saber más -dijo, temiendo que el centauro no le explicara nada más-. ¿Estarías dispuesto a enseñarme, Danann?
– Yo no puedo instruiros, porque no soy un Maestro, sino un Chamán -respondió él-. Pero puedo guiaros.
– Oh, gracias, Danann.
– ¿Cómo iba a rechazar a una alumna tan encantadora? -dijo Danann-. ¿Por qué no os tomáis un descanso y venís a dar un paseo conmigo? Cuando permanezco parado durante un rato en el mismo sitio, me da la sensación de que los huesos se me encajan.
– Claro que sí. ¿Adónde te gustaría ir?
Danann sonrió enigmáticamente.
– Dejad que los espíritus os guíen, Diosa. Los seguiremos.
Elphame frunció el ceño.
– ¿Cómo?
– Dejaos llevar. Abríos a la influencia de los espíritus y comenzad a caminar.
Elphame respiró profundamente y aclaró la cabeza. Después comenzó a caminar, y el centauro la siguió. Lentamente, ella se dirigió hacia la cocina, pero cuando llegó al pasillo que había junto al Gran Salón, se sintió impulsada a girar a la derecha y alejarse del ajetreo de los trabajadores.
Recorrió el pasillo y atravesó un arco que conducía a un patio interior, mucho más pequeño que el principal. Se detuvo y observó la zona. No recordaba haber pasado por allí el día anterior, cuando estaban inspeccionando el castillo. El patio estaba abierto al cielo, pero no porque el tejado se hubiera quemado. En aquella zona no existía tejado. El suelo no era de piedra, sino de hierba, que le llegaba casi hasta las rodillas. Había varias entradas que daban al patio, y una de ellas era un tramo de escaleras que llevaba a una habitación grande y baja. Debían de ser las barracas de los soldados. Elphame se preguntó cómo serían los hombres que habían vivido y muerto allí.
Entonces se sintió atraída hacia las escaleras. Las piernas la llevaban como si tuvieran voluntad propia. Sin embargo, se detuvo a varios pasos del primer peldaño.
La tristeza la embargó de una manera repentina e inesperada.
– ¡Oh! -susurró, y tuvo que pestañear para que no se le cayeran las lágrimas.
– Respira, Elphame -le dijo Danann tuteándola por primera vez, y con su voz suave le dio sosiego a sus emociones-. El mundo natural está vivo, lleno de poder, información, consejo y sabiduría. No está intentando hacerte daño, sino hablar contigo. Calma tu mente y escucha.
Elphame tomó aire y, cuando exhaló, liberó su inquietud, y escuchó.
– ¡Venid aquí, malditos cobardes!
Reconoció aquella voz al instante. Él había hablado con ella la noche anterior. Una confusión de imágenes convergió sobre ella, y todo comenzó a temblar a su alrededor, y de repente, las sombras del pasado cobraron vida.
El MacCallan estaba frente a ella, en el primer peldaño de las escaleras de piedra. Lo rodeaban unas criaturas espantosas, con forma de hombre, aladas y negras. Él estaba herido, y la sangre brotaba profusamente de sus numerosos cortes. Sin embargo, seguía girando la espada a su alrededor. A sus pies había dos criaturas descabezadas que habían sido víctimas de su fuerza. Los monstruos lo tenían cercado y rugían, pero trataban de mantenerse fuera del alcance de la hoja letal de la espada.
«¡Acercaos, malditos cobardes!».
Repitió su desafío. Elphame no podía apartar los ojos de él. Sus palabras habían llamado la atención de más criaturas. Una por una se acercaron, hasta que fueron veinte las que lo rodeaban, con las alas tensas y las bocas ensangrentadas y torcidas de desprecio y expectación.
Elphame notó que se le aceleraba el corazón cuando los monstruos comenzaron a estrechar el cerco y a acercarse más y más a él. Sin embargo, El MacCallan no se dejó llevar por el pánico. Sus movimientos eran calmados, seguros. Ella vio brillar la espada, y oyó que cercenaba el cuerpo de la primera y la segunda de las criaturas, hasta que ya no pudo seguir. Entonces, ellos hundieron los colmillos y los dientes en su carne. Él luchó con los puños, que estaban resbaladizos de su propia sangre, tanta sangre, que toda la visión estaba bañada en escarlata.
Aunque El MacCallan cayó de rodillas, no gritó. Y no se rindió.
Pero Elphame ya no podía ver más. Aunque su mente le decía que estaba presenciando algo del pasado, la escena era demasiado real para ella. Había hablado con él la noche anterior, y todavía recordaba su voz ronca y agradable, y el brillo cálido de su mirada. Cuando El MacCallan cayó de rodillas, ella cayó con él y, sollozando, cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos.
En cuanto sus rodillas tocaron la hierba, los sonidos de la batalla cesaron.
– Has sido testigo del pasado por un motivo -le dijo Danann, y su voz la ancló al presente-. Continúa escuchando. No dejes que los espíritus hayan hablado en vano.
Intentando calmar sus estremecimientos, Elphame se apartó las manos de la cara y abrió los ojos. El día estaba lleno de paz. El patio estaba iluminado por el sol de aquella tarde de primavera, y no había fantasmas que lucharan hasta la muerte. Elphame se enjugó las lágrimas e intentó calmar de nuevo su pensamiento, pero la imagen del noble Jefe del Clan le llenaba la mente.
Se mordió el labio y miró hacia el suelo. Había algo entre las hierbas, algo que relucía. Elphame se agachó y lo tomó. Era un objeto metálico. Lo puso a la luz.
Era un broche redondo, deslustrado, lleno de tierra incrustada. Sin embargo, ni siquiera el fuego y los años de exposición a los elementos habían podido extinguir la belleza de la yegua encabritada sobre la plata.
– Es el broche de El MacCallan -dijo Danann, inspeccionando aquel tesoro-. Por eso has sido conducida hasta aquí. Atesóralo, Diosa. El propio MacCallan te lo ha regalado.
Ella acarició el broche con un dedo, y mientras lo hacía, oyó el eco de la respuesta del Jefe cuando ella le había llamado El MacCallan.
«Sí, muchacha, ahora esa posición la ocupas tú».
A Elphame le parecía que tenía la aprobación del viejo espíritu. Lo sentía a través del calor que desprendía el broche.
Danann y ella se encaminaron hacia el patio principal. El centauro le concedió tiempo para que asimilara lo que le acababa de ocurrir, pero antes de que llegaran al ajetreo del patio, se detuvo.
– Ha sido una experiencia difícil para ti -le dijo.
Elphame miró el broche y asintió. Estaba un poco mareada.
– Lo mejor será que comas y bebas un poco ahora. Has visitado el reino de los espíritus, y no te sentirás enteramente de este mundo hasta que te sitúes entre los vivos alimentándote.
Ella asintió, y sintió otra ráfaga de mareo.
– Verlo morir ha sido horrible -dijo, con la voz ahogada.
– Ocurrió hace más de cien años. Intenta olvidar el horror, y recuerda el regalo que te han hecho. Tú has sido testigo de su muerte por un motivo que verás con claridad a su debido momento. Hasta ese instante, piensa en el regalo. Ahora debo despedirme. Los hombres ya habrán vuelto con otra carga de piedra. Tengo que supervisar su colocación.
– Gracias por enseñarme, Danann.
– No te he enseñado, sólo te he guiado -dijo él con una sonrisa-. Pero voy a darte un último consejo. Esta noche haz algo que le dé alegría a tu corazón. A menudo, los que escuchan a los espíritus se olvidan de vivir su propia vida. Ten en cuenta que el mundo tiene alma, y que no está en una tumba. Llénate de vida, Diosa, no de imágenes de muerte.
El viejo centauro hizo una reverencia y se marchó.