Elphame miró fijamente la estatua. Realmente, se parecía a ella. Tenía sus mismos pómulos, sus labios carnosos y sus cejas arqueadas y finas.
– Lady Rhiannon -dijo Brenna-. Esta fuente debe de ser una estatua de Lady Rhiannon cuando era niña. Ahora lo recuerdo. Antes de que se convirtiera en la Encarnación de Epona, vivía aquí. Era la única hija de El MacCallan, y era…
– Mi antepasada -dijo Elphame.
– También era una gran guerrera -intervino Cuchulainn mientras observaba atentamente la estatua-. Con su liderazgo, los Fomorians fueron derrotados y expulsados de Partholon.
– No debemos olvidar que Lady Rhiannon tuvo ayuda de su compañero, el Sumo Chamán ClanFintan.
Elphame miró a su alrededor sorprendida, intentando localizar a la mujer que había hablado desde el otro extremo del patio. Era una mujer centauro, y debía de ser una Cazadora para haber podido acercarse a ellos tan sigilosamente. Cuchulainn ni siquiera se había dado cuenta de que se aproximaba. Al pensarlo, Elphame sintió una gran alegría. ¡Se había unido a ellos una Cazadora!
– Tienes razón al corregirme, Cazadora -dijo Elphame formalmente-. Mi padre hubiera hecho lo mismo.
– No quería corregiros, Diosa, sólo recordároslo.
A medida que la Cazadora se acercaba a la luz que iluminaba la zona de alrededor de la fuente, Elphame se iba asombrando más y más por su belleza. La parte equina de su cuerpo era de color claro, con matices crema y rubio tan claro que parecía plateado. Elphame recordó el pelaje brillante de la Yegua Elegida de Epona. Nunca había visto un centauro con aquel color tan espectacular. Incluso sus cascos eran blancos como la nieve. Tenía la piel de alabastro, y llevaba el chaleco tradicional de los centauros. Su rostro era un estudio de perfección clásica. Elphame miró sus ojos, que eran de un asombroso color violeta.
La mujer centauro se detuvo ante ella e hizo una reverencia elegante.
– He venido a ofreceros mis servicios de Cazadora, Diosa Elphame, y también al Castillo de MacCallan. Soy Brighid Dhianna.
– Eres del clan de los Dhianna -dijo Cu, con una expresión grave y en un tono áspero.
– Soy de ese clan. Pero no tengo las mismas ideas.
Elphame entendió aquellas palabras. Entre los centauros había una corriente, cada vez más numerosa, de los que rechazaban el contacto con los humanos. Rara vez salían de las Llanuras de los Centauros, y rechazaban a los centauros que vivían en las comunidades humanas, porque los consideraban poco más que animales domésticos. Recordó a sus padres hablando de las implicaciones de aquella ideología segregacionista, y el disgusto de su padre centauro al referirse a ella. Y también recordó que él había mencionado al clan de los Dhianna, cuya poderosa líder Chamán apoyaba incondicionalmente aquella ideología. Eso explicaba el semblante serio de Cu.
– Brighid Dhianna, si estás buscando un nuevo comienzo, te doy la bienvenida al Castillo de MacCallan -dijo Elphame con solemnidad.
La Cazadora la miró directamente, sin vacilar.
– Sí, Diosa, busco un nuevo comienzo.
– Bien, entonces puedes empezar por llamarme Elphame y tutearme -dijo Elphame con energía-. Este guerrero de aspecto fiero es mi hermano, Cuchulainn -añadió, y Cu asintió con frialdad para saludar a la Cazadora-. Y ésta es nuestra Sanadora, Brenna.
Elphame se sintió agradada al ver que Brighid no se inmutaba al mirar a Brenna.
– Empieza a apartar vigas, Brighid. Está anocheciendo y me gustaría despejar esta fuente antes de que se vaya toda la luz.
Elphame se volvió hacia el montón de escombros, haciendo caso omiso de las miradas de desconfianza que se dedicaban su hermano y la Cazadora.
– ¡Ya está bien, El! Puedes seguir mañana. Todo el mundo se ha marchado ya, incluso tu cocinera tiránica y sus arpías están de camino hacia Loth Tor para tomar una comida caliente y echarse a dormir -dijo Cuchulainn con exasperación, ante la ilimitada energía de su hermana.
La Cazadora y él acababan de sacar otra parihuela llena de escombros del patio a la pila, cada vez mayor, que estaban creando en el exterior del recinto amurallado. Y Cuchulainn había vuelto al patio, no se había encontrado a Brenna y a su hermana recogiendo los cubos y preparándose para marchar. Su testaruda hermana estaba llenando otro cubo.
– Cu -le dijo ella, sin mirarlo-. ¿Por qué no te adelantas? Yo voy a sacar esto, y me pondré en camino -dijo, mirando el cielo a través del agujero del techo. Estaba a punto de anochecer.
– No. Todos los demás se han marchado. No quiero que vayas sola por el bosque.
– Oh, por favor. Ha habido gente yendo y viniendo de Loth Tor todo el día. No creo que ni siquiera se hayan quedado las ardillas, con tanto ajetreo y tanto ruido.
– Además, no va a estar sola. Yo iré con ella -dijo la Cazadora.
– Y yo -añadió Brenna.
Elphame arqueó una ceja y miró a su hermano.
– ¿Contento? No voy a estar sola.
Él refunfuñó, y después añadió con firmeza:
– Si no has vuelto a la Posada de la Yegua cuando sirvan la cena, vendré a buscarte. Y quédate con esto -dijo, y se desabrochó el cinturón. En él había una funda que contenía una de las dagas letales de Cuchulainn. Se lo lanzó a Elphame, que lo atrapó con habilidad-. Ya te he dicho más veces que deberías llevar un arma.
Se dio la vuelta y, murmurando algo sobre las mujeres tercas, salió del patio.
– ¡Eh! Mejor preocúpate por tu seguridad si Wynne se entera de que has llamado «arpías» a sus ayudantes -le dijo Elphame-. Hermanito molesto y posesivo -añadió con disgusto.
– Te quiere mucho -dijo Brenna.
– Pero es molesto -añadió Brighid.
– No lo habéis visto molesto de verdad. Si no vuelvo cuando él me espera, vendrá atravesando el bosque, con la espada al aire, asustando a todos los roedores y pájaros que haya por el camino.
Brenna se echó a reír. Era un sonido encantador, musical, y pronto, Brighid y Elphame se unieron a ella.
Siguieron trabajando unos minutos, y cuando hubieron llenado de escombros la última parihuela, Elphame se limpió las manos en la falda de la túnica.
– Creo que ya es suficiente. Puaj. Estoy deseando darme un baño y comer algo.
Brenna asintió mientras intentaba quitarse algo pegajoso del brazo. Incluso el pelaje reluciente de Brighid estaba lleno de polvo y tenía manchas de hollín.
La Cazadora agarró las tiras de cuero de la parihuela y se las puso sobre el hombro para trasladarla con su poderoso cuerpo de centauro.
– Por lo menos, vosotras dos podéis bañaros. Yo estoy segura de que en Loth Tor no habrá ninguna bañera lo suficientemente grande para mí -comentó, mientras empezaba a arrastrar la carga hacia el exterior.
Elphame y Brenna la ayudaron a mantener el equilibrio de la pila de escombros para no dejar caer nada por el camino.
– Nunca lo había pensado -dijo Brenna-. Sería horrible que las bañeras fueran demasiado pequeñas para mí -musitó.
– Es horrible si eres una mujer centauro -respondió Brighid, y sonrió a Brenna-. Si eres un centauro, no te importa tanto.
– ¡Aj, hombres! -dijo Elphame, acordándose de que su madre tenía que amenazar a Cuchulainn y a Finegas cuando eran niños para conseguir bañarlos-. Centauros o humanos, pueden llegar a ser repugnantes.
Las tres mujeres arrugaron la nariz y se echaron a reír.
– ¿Podéis creer lo mucho que ha crecido esta pila? -preguntó Elphame mientras vaciaban la parihuela en el montón de vigas y escombros.
– Lo creo -dijo Brenna, mientras hacía girar el cuello-. Espero que en Loth Tor haya un aguamiel decente. Vamos a necesitarlo para relajar los músculos esta noche. Y mañana.
– Bueno, ya está -dijo Elphame, sacudiéndose las manos con satisfacción-. Vamos al pueblo.
– ¡Bien! -dijo Brighid.
Sin embargo, después de unos cuantos pasos, Elphame se dio una palmada en la frente.
– Me he dejado dentro la daga de Cuchulainn. Si aparezco sin ella me va a echar una buena bronca. Esperad aquí. Sólo tardaré un momento.
Entonces, salió corriendo hacia la entrada del castillo.
¿Dónde había podido dejar aquella cosa? Había muy poca luz, y todos los montones de tierra y hojas parecían un cinturón con una funda.
– Debería haber tenido sentido común y habérmelo abrochado a la cintura cuando me lo dio -murmuró enfadada consigo misma.
«¿Buscas esto, muchacha?».
Elphame sintió un escalofrío. Aquella voz grave provenía de algún lugar a su espalda. Tenía una resonancia extraña, como si le llegara a través de una piscina de agua. Se volvió.
Él estaba sentado, en actitud relajada, sobre el borde de la pila de la fuente. Elphame no tuvo problema para verlo, puesto que su cuerpo resplandecía suavemente, como el reflejo de la llama de una vela sobre una perla. También veía las ruinas del patio detrás de él, a través de su cuerpo.
– ¡Oh!
Elphame no se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aliento hasta que se le escapó de los pulmones. Se echó a temblar e intentó decirles a sus piernas que salieran de allí a toda prisa.
El espectro alzó una mano fuerte, encallecida.
«Tranquila, Elphame, no voy a hacerte daño».
Tenía la voz un poco ronca, pero su mirada era bondadosa, y estaba sonriendo.
«Allí está, muchacha», le dijo, asintiendo hacia el cinturón, que estaba sobre el borde de la fuente, no lejos de él. «¿Es eso lo que estás buscando?».
Elphame asintió rígidamente, y dio un paso hacia delante para tomarlo.
– Gra-gracias -dijo.
Él inclinó la cabeza con galantería.
«Es un placer», respondió, y dirigió su mirada desde Elphame hasta la estatua de la muchacha. La sonrisa del espectro se volvió conmovedora. «Me alegro mucho de que hayas venido por fin, Elphame. Ni siquiera los muertos pueden esperar para siempre».
– ¿Me conoces?
«Sí, muchacha, te conozco. Y eres una chica estupenda, muy guapa. La mezcla perfecta de dos. Eres la elección más adecuada».
– ¿Para qué? ¿Quién eres? -preguntó El, y comenzó a recuperar la capacidad de hablar.
«Confía en tu intuición, muchacha, y en tu corazón. Ellos te dirán quién soy».
Elphame respiró profundamente y observó con atención al espectro. Era de mediana edad, pero todavía tenía una figura poderosa, y llevaba los ropajes típicos del oeste, una blusa de lino y un kilt. Aunque fuera transparente, los colores eran fuertes: azul zafiro y verde claro, formando un contraste marcado sobre la tela escocesa. Elphame abrió mucho los ojos. Conocía aquella tela de lana. Su madre la había llevado durante años cada vez que viajaba al oeste. Ella misma tenía una igual. Y con todo el derecho. La sangre del clan de los MacCallan corría por sus venas.
– Eres El MacCallan.
Él sonrió y le hizo un guiño.
«Sí, muchacha, lo era. Ahora, ese puesto lo ocupas tú», dijo. Entonces se puso en pie, y con seriedad, ejecutó una reverencia elegante, que hizo que Elphame recordara a Cuchulainn. «Tus compañeras vienen a buscarte, y no puedo quedarme. En otro momento, muchacha… En otro momento…».
Y desapareció, dejando sólo una voluta de niebla fina que se quedó junto a la fuente.
– ¡Mi señora! ¿Va todo bien? -exclamó Brenna, desde la entrada.
– ¡Sí! -respondió Elphame.
Se pasó una mano temblorosa por la cara. Ella le había dicho a su madre que no creía que en aquel castillo hubiera ningún espíritu que quisiera hacerle daño, y lo había dicho en serio. Sin embargo, nunca se había planteado que pudiera haber espíritus de otro tipo con los que tuviera que conversar.
– Nunca pensé que iba a conocer a El MacCallan en persona.
– ¿Has dicho algo, Elphame? -preguntó Brighid, acercándose a ella entre la oscuridad-. Aquí está muy oscuro. No es de extrañar que estés tardando tanto.
– Debemos arreglar los apliques de las paredes y colocar antorchas -dijo Brenna con nerviosismo. Era sólo una pequeña silueta oscura junto al pelaje blanco, casi etéreo, de la Cazadora.
Elphame sonrió e intentó que su voz sonara con normalidad.
– Tienes razón. Me ha costado mucho encontrar la daga, pero ya la tengo, así que por fin podemos marcharnos -dijo, y con una última mirada hacia la fuente rodeada de niebla, Elphame se encaminó hacia la salida del castillo.