Elphame estaba envuelta en una capa, entre las sombras que había a la entrada del patio principal. La escena que tenía ante sí era macabra. Las antorchas ardían alegremente, y los sonidos reconfortantes de la charla de la gente mientras terminaba de cenar llegaban desde el Gran Salón y se mezclaban con el borboteo del agua de la fuente. Eran los sonidos de su castillo al final del día. Todo sería muy normal si no tuviera en las manos el perfume del aceite que había usado para ungir el cuerpo de Brenna, y si no hubiera guardias en el patio vigilando a Lochlan.
Lochlan tenía grilletes en los tobillos y en las muñecas, y las cadenas estaban enrolladas en la gran columna central del castillo. Lochlan estaba sentado en la base de la columna, apoyado contra ella. Tenía los ojos cerrados, y estaba lleno de golpes y hematomas. Tenía una flecha clavada en el hombro izquierdo, y sobre el timón de la flecha, un corte profundo en el músculo. Todo el lado izquierdo de su cuerpo estaba cubierto de sangre. Sin embargo, la herida que más impresionaba a Elphame, la que más le encogía el estómago, era el desgarramiento que le recorría toda el ala. El ala intacta estaba plegada a su espalda, pero la otra le colgaba flácida y abierta, como si fuera el ala de un pájaro moribundo.
Elphame tomó aire, intentando olvidar el perfume del aceite mortuorio. Quería correr junto a Lochlan y ordenar a los guardias que le quitaran las cadenas. Si hubiera sido cualquier otra persona, y no La MacCallan, les habría gritado que él no había matado a Brenna, que él no era un demonio. Sin embargo, no podía reaccionar como una esposa horrorizada. Debía hacer justicia, no dejarse dominar por la histeria o por el llanto. No podía salvar a Lochlan. Él debía salvarse a sí mismo. Debía demostrar que era inocente de la muerte de Brenna, o ella tendría que imponerle un castigo, como haría con cualquier otro miembro del clan.
Sin embargo, también como cualquier otro miembro del clan, Lochlan estaba bajo su protección y su cuidado hasta que se hubiera celebrado su juicio. Y, tal y como había visto hacer a Brenna muchas veces, se colocó el bolso de cuero de la Sanadora al hombro y salió al patio. Sus cascos resonaron contra el suelo de mármol, y los dos guardias armados se inclinaron ante ella.
– Brendan, Duncan -dijo, saludándolos con un asentimiento.
Lochlan alzó la cabeza.
– Necesito que uno de vosotros vaya a la cocina. Wynne tendrá preparado un caldo. Debéis traerlo, junto a un odre de vino tinto.
Brendan volvió a inclinarse ante ella y se marchó a cumplir sus órdenes. Después, Elphame miró a Duncan.
– Quisiera hablar en privado con Lochlan.
Duncan vaciló durante un instante, y después se retiró de mala gana hacia el otro extremo del patio. Permaneció lo suficientemente lejos como para no oír su conversación, pero lo suficientemente cerca como para volver a su lado si ella corría peligro.
– ¿Son muy graves tus heridas? -le preguntó a Lochlan.
Al principio él no respondió. Sólo la miró mientras negaba con la cabeza lentamente, y Elphame se preguntó si había comenzado a sucumbir a la locura.
– Yo no he matado a Brenna -dijo entonces, con claridad.
En vez de hablar, ella se agachó a su lado y abrió el maletín de Brenna en busca del ungüento que había usado su amiga para curarle las heridas a ella, y tiras de lino para vendarle el corte del hombro.
Las cadenas hicieron ruido cuando él la agarró por la muñeca. Duncan desenvainó la espada y dio un paso hacia ellos, pero Elphame le indicó que se alejara.
– Debo saber si confías en mí -dijo él.
Elphame lo miró a los ojos y se dio cuenta de que no podía responderle.
– El espíritu de las piedras puede decírtelo, Diosa -le dijo Danann desde la entrada del patio.
Elphame se zafó de la mano de Lochlan y se dio la vuelta para mirar al centauro. Él también olía a aceite de ungir, y en su rostro se reflejaba la tensión de las horas pasadas. Sin embargo, sus ojos tenían la misma mirada de sabiduría y bondad de siempre. Se acercó a ella y observó a Lochlan, y después volvió a mirar a Elphame.
– Pregúntale al espíritu de la gran columna. A través de él, sabrás la verdad.
Elphame abrió mucho los ojos. No se le había ocurrido aquello, pero se dio cuenta de que el Maestro de la Piedra tenía razón. Ella tenía la capacidad de averiguar, infaliblemente, si Lochlan había tenido algo que ver con la muerte de Brenna.
Las cadenas volvieron a resonar cuando él se puso en pie fatigosamente.
– ¿Qué quiere decir el centauro? -murmuró.
– Que el espíritu de la piedra de esta columna y yo estamos conectados. A través de él puedo verte, y saber si le hiciste daño a Brenna o no.
Lochlan cerró los ojos con cansancio, y por un momento, Elphame pensó que iba a perder el conocimiento, pero volvió a abrirlos. Elphame vio una gran tristeza en ellos.
– No deberías necesitar a los espíritus de tu castillo para saber que no he cometido ningún crimen.
– ¿No? -preguntó Danann-. Tal vez deba esperarse que tu compañera confíe implícitamente en ti, pero tu compañera también es La MacCallan. Ella debe ser más prudente. Nunca subestimes la gran responsabilidad que lleva en la sangre.
Al escuchar las palabras de Danann, el semblante de Lochlan cambió. La tristeza desapareció, y sólo quedó el cansancio.
– Has hecho bien en censurarme, Maestro -dijo-. Yo lo sabía cuando le hice el juramento de lealtad. No debería esperar menos de ella -entonces, miró a su Jefa y esposa-. Pregúntales a los espíritus para que La MacCallan pueda estar tranquila.
Elphame se acercó a él, y tocó la piedra que había a su lado. Notó un calor en la palma, como si el espíritu se despertara y respondiera a su contacto.
– Necesito saber si Lochlan es culpable de la muerte de Brenna -dijo.
Sintió una ráfaga de calor, y su espíritu se unió al de la gran columna. Como si acabara de exhalar un suspiro, parte de su conciencia fluyó por su mano y entró, a través de la piedra, en Lochlan.
Él inhaló bruscamente a causa de la impresión y la sorpresa, al notar que el calor invadía su cuerpo malherido, pero no apartó los ojos de Elphame.
– Yo no maté a Brenna -repitió.
Y, de repente, Elphame se sintió sacudida por descargas de emociones que percibió en Lochlan. «Horror… Ira… ¡Desesperación!». Supo lo devastado que se había sentido al descubrir lo que le habían hecho a Brenna. Y después sintió lo que él había sentido al oír su propia llamada: «Resignación… Tristeza…». Él había respondido a su llamada aunque sabía que seguramente estaría acercándose a su muerte.
Elphame supo que su corazón estaba en lo cierto. Él no era culpable de la muerte de Brenna. Sólo era culpable de haberla encontrado. Tuvo ganas de echarse a reír, de gritar de alegría. La MacCallan no podía hacer eso, pero con su poder, había una cosa que sí podía hacer.
– Perdóname por dudar -le dijo a Lochlan en un susurro.
Después agachó la cabeza y se concentró en enviar calor y curación desde su propio cuerpo, a través del corazón del castillo, al cuerpo herido de su compañero.
Oyó su jadeo mientras la fuerza entraba en él, y percibió el eco de su pensamiento. «No hay nada que perdonar, corazón mío».
Una mano fuerte la tomó del hombro, y Elphame alzó la cabeza.
– Ya es suficiente, Diosa -le dijo Danann-. Tal vez pronto necesites tus fuerzas.
De mala gana, Elphame separó la palma de la mano de la piedra viviente. Tenía un zumbido en la cabeza, y le pesaban mucho los brazos.
– ¡Trae algo de vino para tu Jefa! -le ladró el centauro a Duncan-. Y trae también agua caliente y vendas para que podamos curarle las heridas a Lochlan.
Duncan salió corriendo hacia la cocina.
– Siéntate antes de que te caigas -le dijo Danann a Elphame.
Elphame obedeció y se sentó en el suelo, cerca de Lochlan. Él le sonrió débilmente y deslizó la espalda por la columna hasta que se sentó a su lado. Seguía teniendo mal aspecto, pero respiraba con más facilidad y tenía algo de color en las mejillas.
– Él no mató a Brenna -le dijo Elphame al centauro, que estaba rebuscando por la bolsa de la Sanadora.
– Claro que no -dijo Danann.
– ¿No creías que yo la había matado? -preguntó Lochlan.
Danann arqueó las cejas.
– Nuestra Elphame no es tan tonta como para casarse con un monstruo.
– Entonces, ¿por qué me dijiste que se lo consultara al espíritu de la piedra? -inquirió Elphame.
– Ya sabes la respuesta, Diosa.
Fue Lochlan quien habló antes de que lo hiciera Elphame.
– Para lo que va a venir, ella necesita tener certidumbre, en el corazón y en el alma.
– Sabes que tal vez la verdad no cambie las cosas -le dijo el viejo centauro, mirándolos a los dos significativamente.
– Sólo sé una cosa. Estoy cansado de esconderme, y creo que por fin Partholon va a saber que existimos. Lo que suceda después está en manos de Epona.
– Bien, si quieres conquistar Partholon, te sugiero que antes nos dejes limpiarte y curarte las heridas.
Duncan volvió con un odre de vino, una palangana, una jarra de agua y algunas vendas. Danann tomó la jarra y las vendas y le hizo un gesto a Duncan para que le diera el odre de vino a Elphame, antes de que el guardia volviera a su puesto, junto a la fuente.
– Bebe -le dijo Danann.
Ella obedeció con gusto. Tenía la boca increíblemente seca. Cuando terminó, le dio el odre a Lochlan.
– Bebe -repitió.
Él bebió mientras Elphame estudiaba sus heridas.
– Debemos sacarle la flecha -dijo Danann-. Seguramente deberíamos coserle la herida del hombro, pero ha pasado demasiado tiempo, y creo que el dolor que sentiría no merecería la pena a cambio del beneficio.
Elphame asintió.
– Quítale la camisa y límpialo lo mejor que puedas. Después de sacarle la flecha habrá que cauterizar el agujero. Iré a la tienda de Brenna a buscar el hierro que utilizaba ella, y después lo dejaré calentando -dijo Danann con el semblante grave, y le apretó el hombro antes de dejarlos solos.
Elphame comenzó a verter agua de la jarra en la palangana, y notó que Lochlan la estaba mirando.
– No era así como quería presentarme al clan.
– No -dijo ella suavemente, pensando en el cuerpo sin vida de Brenna. Con dedos torpes, comenzó a deshacerle las lazadas de la camisa-. Todo ha salido muy mal, Lochlan -añadió mientras deshacía nudos.
Él le tomó la mano, y ella lo miró a los ojos.
– Nuestro amor no. Nuestro amor no se ha estropeado. Recuerda que pase lo que pase, no lamento ni un solo instante de nuestro amor.
– He traído el caldo, mi señora.
Brendan los interrumpió, y Elphame miró hacia arriba y se percató de que el guardia estaba observando sus manos unidas. Lentamente, Lochlan la soltó, aunque miró a Brendan sin vacilar.
– Dame tu cuchillo -le ordenó Elphame al guardia.
Brendan obedeció y ella comenzó a cortar la camisa ensangrentada de Lochlan. Cuando terminó, le devolvió el cuchillo a Brendan y tomó la taza de caldo humeante de sus manos para entregársela a Lochlan. Él comenzó a beber para reunir fuerzas. Elphame se puso a limpiar las heridas de su compañero, aunque sabía el dolor que le estaba causando. Lochlan cerró los ojos y se apoyó en la columna. De vez en cuando se llevaba el odre a los labios con mano temblorosa.
Danann se aproximó con un par de tenazas en la mano. Las rodillas le crujieron cuando se arrodilló junto a Lochlan.
– Esto es lo que tenemos que hacer -le dijo el centauro al hombre alado-. Yo cortaré por aquí, justo debajo del timón de la flecha. Después contaré hasta tres y tiraré con fuerza. Entonces llegará la parte más incómoda -afirmó, y se volvió hacia el guardia -. Brendan, el hierro de cauterizar está en el hogar de la cocina. Cuando haya sacado la flecha, ve rápidamente por él.
– Ésa será la parte incómoda -ironizó Lochlan.
Danann sonrió.
– No la más atractiva.
Lochlan se rió suavemente, y después hizo un gesto de dolor.
– Entonces, comencemos ya, Maestro.
– Agarra el timón -le dijo Danann a Elphame.
«No pienses en que es Lochlan», se dijo ella, mientras agarraba el final de la flecha. «Piensa que es un extraño al que estás intentando ayudar».
Con un crujido, las tenazas partieron la madera de la flecha.
– Ahora, inclínate hacia delante -le dijo Danann a Lochlann.
Elphame pensó que Lochlan iba a caerse. El ala rota quedó sobre su espalda, y ella tuvo que levantarla y doblarla para exponer el extremo de la flecha que sobresalía de su hombro. Lochlan emitió un gruñido de dolor al notar que ella le tocaba el ala.
El centauro agarró la cabeza de la flecha y apoyó la otra mano, con firmeza, sobre la espalda de Lochlan.
– A la de tres -dijo-. Una, dos y ¡tres!
El Maestro de la Piedra extrajo la flecha de un solo tirón, y después apretó una venda contra el agujero para intentar detener el flujo de la sangre.
– ¡Trae el hierro, rápido! -le ordenó Elphame a Brendan, que ya estaba volviéndose hacia el Gran Salón.
Lochlan estaba inmóvil contra el suelo de mármol, con la cabeza escondida en el hueco de su brazo derecho.
Elphame le acarició el pelo, notando los temblores que sacudían su cuerpo.
– Casi ha terminado -le susurró, intentando que no se le quebrara la voz.
A los pocos segundos, Brendan volvió con el hierro al rojo vivo. El extremo redondo del instrumento brillaba con una luz roja.
Elphame apenas se dio cuenta de que varios miembros del clan habían seguido al guardia, y estaban observando la escena silenciosamente.
Danann le hizo un gesto a Brendan para que le entregara el hierro.
– Lochlan -le dijo el viejo centauro-. Debes permanecer muy quieto mientras te cauterizo la herida. ¿Necesitas que te sujeten?
Lochlan miró a Elphame.
– Su contacto será suficiente.
Entonces, le tendió la mano débilmente, y Elphame se la agarró con las suyas.
– Prepárate -le dijo Dannan, y un instante después, presionó con el hierro candente sobre la herida.
Fue Elphame quien gritó cuando Lochlan se arqueó de dolor, y el hedor de la carne quemada los envolvió. Lochlan no dejó de mirarla, y no emitió ni un solo sonido. Cuando, por fin, Dannan apartó el hierro de su carne y comenzó a aplicarle ungüento, Lochlan cerró los ojos y apoyó la cabeza en el brazo. No soltó la mano de Elphame.
– ¿Elphame? He traído esto para él.
Entre lágrimas, Elphame vio a Meara. La muchacha le ofrecía una manta cuidadosamente doblada. La dejó en el suelo, junto a Lochlan.
– Gracias -le dijo Elphame.
Cuando Meara se dio la vuelta, otra mujer se acercó.
– Wynne ha mandado más caldo. El estofado es para vos, mi señora -dijo Kathryn, la nueva ayudante de cocina.
Después se acercó otra mujer con un chal de lana, y sonriendo tímidamente, se lo puso por los hombros a su Jefa.
– Hace frío, mi señora.
Elphame, que era incapaz de hablar, sonrió para darle las gracias, y miró a su clan con la vista borrosa. Tenían una expresión sombría, pero no vio ira ni resentimiento en ellos, sólo preocupación.
– Cuidaos, mi señora -dijo uno de ellos.
Sus palabras rompieron el silencio del clan. Varios de los hombres se acercaron a Elphame, hablándole con suavidad y mirando con curiosidad al hombre alado que sólo había necesitado el contacto con su Jefa para soportar un dolor tan espantoso.