Capítulo 15

El sol acababa de salir por encima de los altos pinos del bosque cuando Brenna anunció que Elphame podía dormir.

– Bébete esto -le dijo la Sanadora mientras le ponía una taza en los labios.

La tisana estaba caliente y era espesa, con un vago sabor a miel y a menta. Al instante, Elphame sintió que le pesaban los párpados.

– No tenías que drogarme, ¿sabes? Ya estoy muy cansada -dijo arrastrando las palabras.

Cuchulainn le apartó un mechón de pelo de la cara pálida.

– Duérmete. Brenna sabe lo que es mejor para ti.

Elphame intentó, sin éxito, concentrarse en el rostro de su hermano. Él todavía estaba muy preocupado. Tenía unas ojeras muy profundas.

– Tú también necesitas dormir -susurró.

– Pronto, El.

Elphame suspiró y cerró los ojos, y por fin permitió que el sueño la venciera.

Cuchulainn se sentó junto a la cama de su hermana. Se frotó la sien y giró el cuello para relajar la tensión.

– Elphame tiene razón. Necesitas dormir -le dijo la Sanadora sin mirarlo, mientras colocaba la ropa de la cama de Elphame.

Cuchulainn se dio cuenta de que la voz de Brenna se había suavizado de nuevo y ella se había dado la vuelta mientras hablaba. En realidad, no parecía la misma mujer que hacía poco tiempo había empezado a soltar órdenes como una guerrera. Observó a Brenna mientras formaba montoncitos de hierbas con las que había hecho la infusión de su hermana. La amistad entre Elphame y la Sanadora era una de las cosas que había predispuesto a Cu para ser amable con Brenna, pero la capacidad que había demostrado poseer al enfrentarse al accidente de su hermana había fortalecido el respeto que sentía por ella. Algunas veces él tenía la sensación de que debía protegerla, como lo haría con su hermana, y al instante siguiente la Sanadora estaba gritando órdenes y se comportaba con una seguridad que le recordaba a su propia madre. Era una mezcla de mujeres, y distinta a todas las demás que él hubiera conocido.

La luz que había en la tienda era tenue. Sólo había una vela encendida en la mesilla. Como de costumbre, ella llevaba una túnica con el escote alto, que le cubría por completo el pecho hasta el cuello, al contrario que la mayoría de las mujeres de Partholon, que normalmente se sentían libres de enseñar todo el escote que quisieran. El vestido recatado de Brenna era poco corriente, y más en una mujer joven. Cu entendía que ella debía de estar cubriendo más cicatrices, pero aquel pensamiento se le olvidó rápidamente. Lo que permaneció fue el deseo de ver lo que había bajo su ropa, y no porque tuviera curiosidad por sus heridas. Quería verla a ella de verdad, quería ver a la mujer que había bajo las cicatrices. Sus ojos se posaron sobre la piel de marfil de sus delicados brazos.

Brenna sentía su mirada. Sabía cuándo la estaba mirando un hombre. Había tenido una década de experiencia con los hombres y sus miradas venenosas. Notó que se le encogía el estómago. Durante una emergencia normalmente olvidaba su propio aspecto, pero cuando terminaba la enfermedad, o el accidente, o el parto, la Sanadora se convertía de nuevo en La Mujer de las Cicatrices. No era porque sus miradas fueran espantosas, sino porque, pese a que la observaran tanto, nunca la veían de verdad, y menos los guapos, como Cuchulainn. Sólo veían el horror que había dejado el fuego. Él era amable con ella, pero Brenna sabía que se debía a la devoción que sentía por su hermana. La verdad sería fácil de leer cuando ella alzara la vista de las hierbas y se encontrara con sus ojos. Sus cicatrices serían claramente visibles para él. Cuchulainn la observaría con una mezcla de fascinación y disgusto que ella conocía bien. Brenna suspiró y levantó la barbilla.

Cuchulainn notó que le ardían las mejillas. Ella lo estaba mirando directamente, y él estaba concentrado en su cuerpo como un joven torpe. Se pasó las manos por la cara y se puso en pie.

– Dormir. Oh, sí. Debería dormir -murmuró. Se sentía como un idiota.

La mirada sincera de Brenna no vaciló, y él se dio cuenta de que no podía esquivar sus ojos castaños.

– Yo me quedaré con ella. Si se despierta, le daré más tisana. En estos momentos, lo que más necesita es dormir -dijo Brenna.

– Pero ¿tú no estás cansada?

– Es mi don. Yo cuido a los que están heridos o enfermos.

– Ah, sí. Es cierto.

Brenna ladeó la cabeza y lo miró con curiosidad. ¿Qué le ocurría al guerrero?

– Cuidaré bien de tu hermana, Cuchulainn -dijo.

Cu se sorprendió.

– Eso no lo dudo -respondió, y tuvo que carraspear-. Creo que no te había dado las gracias por haber cuidado a mi hermana. Gracias, Brenna -dijo con una sonrisa nerviosa, y salió de la tienda.

Brenna cabeceó. Era evidente que el accidente de Elphame había afectado mucho al guerrero. No parecía el mismo. ¿Y por qué tenía aquella expresión tan rara mientras la miraba? Además, se había ruborizado. Ella también se ruborizó al acordarse. No, tenía que estar confundida. ¿Por qué iba a mirar su cuerpo Cuchulainn? Tal vez se hubiera enfriado durante la cabalgada. Eso explicaría el brillo de sus ojos y su rubor. Brenna se dijo que debía comprobar si al día siguiente el guerrero tenía buena salud, y se acomodó en la silla que todavía conservaba el calor de su cuerpo.

Se inclinó hacia delante y agarró la cinta de su bolso de Sanadora del borde de la mesa. Rebuscó en su interior y encontró el cuaderno y el carboncillo. Iba a ser un día muy largo. Dibujar la mantendría despierta ya ayudaría a pasar el tiempo. También le calmaría los nervios, porque de repente estaba muy inquieta. Comenzó a mover el lapicero sobre el papel con trazos seguros, mientras dejaba vagar la mente. Sin darse cuenta, plasmó la imagen que se había instalado en su inconsciente, y las líneas fuertes del rostro bello de Cuchulainn tomaron forma entre sus dedos.


En sueños, Elphame estaba envuelta en un calor suave que reconoció con facilidad. Eran las alas de Lochlan. Un delicioso temblor recorrió su cuerpo, y pudo sentir otra vez su roce suave, sólo que en aquella ocasión él no estaba curándole las heridas, sino acariciándola. Notó que su deseo aumentaba mientras se entregaba a él…

Y la voz de su madre hizo añicos el sueño erótico, como si fuera un jarro de agua fría y de culpabilidad arrojado sobre su necesidad cada vez más intensa.

«¡Pero si está herida! Tengo que ir con ella».

«No puedes. Debe aprender a crecer sin ti».

«Es mi hija. Tengo que ir a su lado».

«Pero ya no es una niña, Amada».

«Eso no hace que sea menos hija mía».

«Ella siempre será tu hija, pero debe crecer y convertirse en una mujer, para poder cumplir su destino. Eso es algo que no podría hacer si tú la protegieras de todas las dificultades de la vida».

«Pero…».

Su madre no pudo continuar, porque la otra mujer la interrumpió.

«¿Confías en ella, Amada?».

Elphame se sintió como si estuviera conteniendo el aliento mientras esperaba la respuesta de su madre.

«Sí, confío en ella».

«Entonces debes liberarla y dejar que vaya hacia su propio destino, como es parte de tu destino confiar en ella, Amada, y confiar en mí para que la vigile en tu lugar».

Elphame sintió una gran sorpresa al darse cuenta de que la otra mujer debía de ser Epona. ¿Realmente estaba escuchando una conversación entre su madre y la diosa, o estaba soñando? Fascinada, Elphame oyó que su madre tomaba aire temblorosamente.

«¿Puedo enviarle, al menos, un cargamento de botellas de vino y sábanas? Ese modo en el que está viviendo es bárbaro».

«Por supuesto, Amada…».

A medida que las voces se alejaban en la oscuridad, Elphame sonrió. Era tan típico de su madre pensar que todo podía arreglarse con un buen vino y unas sábanas de lino…


En sueños, Lochlan notó que ella lo tocaba. Sin despertarse, respondió e intentó abrazarla. No podía verla, pero sintió su piel suave bajo las palmas de las manos y, en su sueño, la envolvió entre sus alas.

Entonces, ella comenzó a desvanecerse.

Él se movió con inquietud, intentando recuperar el sueño. No lo consiguió, y despertó. Miró a su alrededor, entre la oscuridad de la cueva. El deseo que sentía por ella era algo tangible, una fuerza que se había formado durante más de un siglo. Inspiró profundamente para calmarse, pero le resultaba difícil. El olor a sangre todavía permanecía en su cuerpo, y las alas comenzaron a temblar de tal manera que tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para controlarse.

Entre el dolor que sentía, las palabras de la Profecía se burlaban de él. Elphame era la reencarnación de una diosa. No podía negarlo. Y la Profecía de su gente, que su propia madre le había transmitido, consistía en que sólo la sangre de una diosa moribunda podría salvarlos de la locura que les habían legado sus padres.

Estaba predestinado a matarla.

Lochlan apretó la mandíbula. ¡No! Tenía que haber otro modo de conseguirlo.

«Por favor, Epona, que no tenga que hacerle daño. Preferiría morir antes».

Lochlan se acurrucó de costado, intentando combatir el miedo y la soledad con el recuerdo de la bondad que había vislumbrado en los ojos de Elphame. Ella no lo había mirado como una criatura malvada. Había visto al hombre, no al Fomorian.

Él llevaba demasiado tiempo solo, y la soledad le estaba corroyendo. ¿Cómo estaría su gente? Era el comienzo de la primavera, y deberían estar plantando la comida que los sustentaría durante el invierno siguiente. Los cazadores comenzarían sus largas marchas hacia el mar para poder pescar y ahumar el pescado. La nieve se derretiría pronto, y podrían atrapar cabras salvajes para aumentar su rebaño doméstico. Había mucho que hacer para sobrevivir en las duras Tierras Yermas. ¿Estarían bien los niños? ¿Estaba la locura invadiéndolos a todos? Sabía que Keir habría ocupado su puesto de líder. Keir había ambicionado aquel puesto, y el poder que conllevaba. Sólo esperaba que la influencia de Fallon lo estuviera ayudando a ser un dirigente sabio, y que contuviera el lado oscuro de Keir, que siempre estaba muy cercano a la superficie.

Lochlan abrió los ojos. ¿Qué estaba haciendo? Como si hubiera echado agua sobre unas llamas, extinguió todo pensamiento de su hogar. Sabía que era muy peligroso que lo hiciera. El vínculo psíquico que comunicaba su sangre con la de su gente era muy fuerte. Pensar en ellos sólo serviría para fortalecerlo más, y eso era lo último que necesitaba: que ellos descubrieran el paso a través de las Montañas Tier hacia Partholon, y que lo siguieran hasta allí. Para la gente del Castillo de MacCallan, un grupo de Fomorians híbridos sólo podía ser una cosa: un ejército invasor. Y serían un ejército, reconoció Lochlan. Un ejército que sólo tendría un objetivo, capturar a Elphame y cumplir la Profecía.

«Piensa en ella», se dijo. «Piensa en su belleza y en su fuerza».

Tenía que haber una manera de conseguir ambas cosas, de salvar a su gente y quedarse con Elphame.

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