– Han pasado cinco días. Me voy a volver loca si no me dejáis salir de aquí -le dijo Elphame a Cuchulainn. Después entrecerró los ojos y lo cortó antes de que él pudiera responder-. ¡No! No quiero que me digas otra vez lo grave que es mi herida. Sé lo que me duele. Me pica el costado como si me hubiera mordido un hormiguero entero, y me arde el hombro. Y tengo una buena jaqueca. Pero te digo que tengo que salir de esta tienda, y me refiero a salir de verdad.
La puerta de la tienda se abrió, y apareció Brenna con una bandeja y una taza de tisana humeante.
– ¡Ah, no! No voy a tomar más de esa tisana para dormir. Estoy harta de dormir. Estoy harta de estar en la cama. Estoy harta de esta tienda. Y estoy especialmente harta de cómo huelo.
Brenna miró a Cuchulainn, que tenía una expresión de angustia. Él alzó las manos y le dio la espalda a su hermana.
– Tú eres la Sanadora -le dijo a Brenna-. Manéjala tú -dijo, y se dirigió hacia la salida.
– Y pensar que las doncellas suspiran por tu valentía… -dijo Elphame con disgusto.
– Esas doncellas no son mi hermana. Tú eres completamente distinta. Brenna, admito que es una paciente espantosa, y la dejo en tus manos capaces con mis más humildes disculpas -dijo él. Sonrió a su hermana, que lo estaba fulminando con la mirada, y con una reverencia salió de la tienda.
Brenna tuvo que hacer un esfuerzo para dejar de sonreír hacia la puerta vacía.
– ¡Burro! ¡Se empeña en protegerme en exceso! -exclamó Elphame mientras se apartaba un mechón de pelo de la cara-. Estoy repugnante, y huelo mal -dijo, y se acarició distraídamente el vendaje del costado-. Pero tiene razón. Soy una paciente muy mala.
Brenna sonrió.
– No tanto. Lo que ocurre es que te estás curando y te aburres. Si no estuvieras un poco inquieta me preocuparías.
– Eso no me consuela mucho -dijo Elphame, rascándose la cabeza.
– ¿Te ayudaría darte un baño?
– ¡Oh, por Epona, sí! -dijo Elphame, y se puso en pie con demasiada rapidez. Tuvo que apretar los dientes cuando el mundo comenzó a girar a su alrededor.
– Tranquila. Tómatelo con calma.
Brenna la agarró del brazo para sujetarla y la irguió con la sabiduría de una Sanadora experimentada. Elphame respiró profundamente, lentamente, hasta que el mareo pasó.
– ¿Mejor? -le preguntó Brenna.
– Sí. He sido una boba -dijo, mirando a su amiga de reojo-. ¿Todavía puedo bañarme?
– Más tarde, esta noche.
– Pero…
Brenna alzó una mano para detenerla.
– Es una sorpresa. No discutas con tu Sanadora.
– Con eso me vale -dijo El, y miró hacia la bandeja que Brenna había dejado sobre la mesa-. Incluso estoy dispuesta a beberme esa horrible poción si apresura mi camino hacia la limpieza.
Brenna se echó a reír.
– Sí, quiero que te tomes la tisana, pero no tienes que preocuparte. No es nada más que un poco de corteza de sauce para que te alivie el dolor de cabeza.
Elphame se sentó al borde de la cama y le dio un sorbito a la infusión.
– Y, cuando hayas terminado, ¿te apetecería dar un paseo corto? -le preguntó Brenna.
– ¿Fuera?
– Sí, fuera.
Elphame se tragó el té de golpe.
– Eres maravillosa.
La Sanadora se echó a reír y se echó el bolso al hombro. Elphame se puso en pie lentamente y Brenna la tomó del brazo. Cuando salieron de la tienda, Brenna dio sólo un par de pasos para dejar que Elphame se acostumbrara a la luz brillante de la tarde. Después la guió despacio hacia la izquierda, en dirección contraria al castillo.
– He encontrado una zona rocosa un poco al sur, justo al borde del bosque. Desde allí tendrás una vista preciosa del mar y de las murallas. Me pareció un buen sitio para ir. Allí yo puedo trabajar en esos dibujos para los tapices del castillo mientras tu te relajas y disminuyes tu nivel de frustración.
Elphame sonrió y asintió distraída, aunque su mente trabajaba febrilmente.
Iban a acercarse al bosque. Lochlan estaba en algún lugar dentro de aquel bosque. ¿Verdad? Porque, por enésima vez, ella maldijo sus recuerdos incompletos. Él había sido una realidad. Las pruebas físicas eran innegables. Lochlan había matado al jabalí y la había sacado del barranco, había curado su herida y le había dado calor, pero toda la experiencia estaba envuelta en una niebla de dolor y confusión. Cuando intentaba recordar cosas específicas que él el hubiera dicho, sólo podía reconstruir partes de su conversación.
Le había dicho que la conocía de sus sueños.
Le había dicho que iba a estar esperándola.
Había admitido que su padre era un Fomorian.
De repente, vio con claridad a Lochlan, con las alas extendidas, con un gesto de ferocidad mientras acuchillaba al jabalí. Pese a la calidez de la tarde, Elphame se estremeció.
Brenna la miró.
– Me siento bien -le aseguró Elphame-. Sólo estaba pensando en el accidente.
La expresión de la Sanadora se volvió comprensiva.
– Brighid me dijo que nunca había visto un jabalí tan grande. La lucha debió de ser horrible. Odio que tuvieras que sufrir tanto.
– Puedo decir que nunca me había asustado tanto -murmuró Elphame. ¿Era la omisión una mentira?
– Gracias a Epona que sobreviviste.
Elphame asintió, y deseó que Brenna cambiara de tema.
– No quería mencionar esto delante de tu hermano, pero me he dado cuenta de que tienes un sueño bastante inquieto. Creo que deberías saber que es normal que tengas malos sueños después de una experiencia traumática.
Elphame miró a Brenna, y después apartó rápidamente la mirada. No eran las pesadillas lo que la tenía inquieta. Notó que se ruborizaba.
– No tienes por qué sentir vergüenza, Elphame -le dijo Brenna-. Pero si los sueños te angustian, te daré una poción somnífera más fuerte, aunque yo preferiría no hacerlo.
– ¡No! -respondió Elphame-. Los sueños no son malos. Estoy inquieta porque no estoy acostumbrada a la inactividad. Me recuperaré en cuanto lleve un horario normal.
– Eso sucederá pronto. Tus heridas curan con una rapidez milagrosa.
– Oh, por favor, no se lo digas a nadie.
– Yo nunca divulgo los secretos de la Sanadora.
– Eso es un alivio. No quiero que la gente empiece otra vez a tratarme como si fuera una diosa en un pedestal.
– Es difícil estar aparte de los demás -dijo Brenna.
En aquella ocasión, Elphame no tuvo problemas para mirarla a los ojos.
– Sí. Es difícil.
Caminaron en silencio, ambas perdidas en sus pensamientos. Era una tarde muy bonita. Había llovido aquella mañana, y el bosque estaba más brillante de lo normal, como si Epona acabara de lavarlo. Iban por las praderas del sur del castillo, y Elphame se quedó impresionada al ver lo mucho que habían adelantado en el trabajo. La maleza y los árboles habían desaparecido, y no había quedado más que una hierba bien segada en varios metros a la redonda de las murallas exteriores del castillo. Cuchulainn debía de haber permitido, después de aquella distancia adecuada, que sobrevivieran algunos árboles llenos de flores rosas, flanqueando la carretera que llevaba al bosque. Elphame sonrió al ver que también había indultado varias zarzamoras. Tenía que acordarse de felicitar a su hermano y a los hombres por haber hecho tan bien el trabajo.
Cuando llegaron a las rocas que había elegido Brenna, Elphame se sentó con cuidado en una de ellas, desde la que tenía una vista excelente del castillo. Brenna se sentó también, y rebuscó en su bolso hasta que sacó un cuaderno y varios lapiceros de carboncillo. Después comenzó a dibujar. Elphame inspiró profundamente para respirar el aire fresco de la primavera. La sal del mar y el olor de los pinos le llenaron los sentidos, y bebió aquellas esencias fuertes mientras miraba su castillo.
– Es precioso, ¿verdad? -le preguntó a Brenna con reverencia, después de un rato.
– Sí -dijo la Sanadora distraídamente.
Brenna estaba muy concentrada haciendo volar el lapicero sobre la hoja. Cuando se detuvo, sopló con suavidad por la hoja y entrecerró los ojos críticamente.
– Ya he terminado. Creo que he conseguido poner la cuarta torre en su posición correcta -dijo.
Entonces le tendió el cuaderno a Elphame para que ella pudiera ver el dibujo.
El Castillo de MacCallan saltaba de aquella página. Brenna había dibujado los poderosos muros exteriores, con la puerta de hierro forjado, que había sido restaurada, aunque en realidad todavía no la habían instalado. Las banderas que estaban cosiendo las mujeres aparecían ondeando sobre cada una de las cuatro torres, cada una con su yegua encabritada. No había madera quemada, ni piedras ennegrecidas, ni agujeros en las almenas. El castillo aparecía joven y lleno de vida.
– ¡Oh, Brenna! Es perfecto. Es como si hubieras visto lo que yo tenía en la cabeza.
Brenna se sonrojó.
– Me lo describiste muy bien.
Antes de que Brenna pudiera detenerla, Elphame comenzó a pasar las páginas del cuaderno y vio algunos bocetos de partes del castillo, y algunos estudios de pies y manos. Y entonces, estaba Cuchulainn. Página tras página de Cuchulainn. Elphame se sorprendió. «Bien», pensó, «así son las cosas». Los dibujos de su hermano estaban hechos con ternura, y capturaban varios de sus estados de ánimo. Elphame se detuvo especialmente en uno en el que Cuchulainn estaba cansado y triste, y parecía mucho mayor de lo que era en realidad.
– Así es como estaba el día de mi accidente -dijo Elphame.
– Es… Yo… Sólo quería… -Brenna hizo una pausa, tragó saliva y comenzó de nuevo-. Tu hermano es un modelo muy interesante. Tiene unos rasgos perfectos, orgullosos, y demuestra muchas emociones distintas.
Elphame no podía apartar la vista de aquel dibujo de su hermano, en el que se apreciaba a la perfección el amor y la preocupación que sentía por ella.
– Lo has dibujado perfectamente. ¿Puedo quedarme con éste?
Brenna miró a su amiga con atención. No vio lástima en su semblante, ni tampoco ningún reproche.
– Por supuesto. Puedes quedarte con todos los que quieras.
– Sólo con éste. Los demás son tuyos.
Elphame sonrió con calidez a Brenna, pensando en lo mucho que se alegraría su madre si la conociera.
El sonido de unos cascos que se acercaban rápidamente las sorprendió a las dos, y como si lo hubieran conjurado al pensar en él, Cuchulainn apareció frente a ellas. Brenna leyó su expresión al instante.
– ¿Un accidente? -le preguntó, bajándose enseguida de la piedra en la que se había sentado.
– Angus estaba cortando unas maderas nuevas y la sierra se le resbaló. Me temo que tiene una herida muy fea -dijo él, mientras se inclinaba para tenderle la mano. Sin titubeos, Brenna depositó la suya en su palma y él la levantó y la sentó en la grupa del caballo. Después, Cuchulainn miró a su hermana con severidad-. No te muevas de ahí. Volveré pronto a buscarte.
– No tienes por qué apresurarte. Me siento bien aquí, alejada de mi cautividad -respondió Elphame.
Cuchulainn frunció el ceño y después espoleó al caballo. Brenna y él se alejaron hacia el castillo. El vio que Brenna se agarraba a la cintura de su hermano, y que Cu echaba un brazo hacia atrás, con un gesto posesivo, para sujetarla con firmeza contra sí.
Sí, así eran las cosas. Cuchulainn y Brenna. Su instinto no había errado. Se preguntó si alguno de los dos se daba cuenta. Seguramente, todavía no. Pese a toda la experiencia que tenía con las mujeres, Cuchulainn estaba tan poco preparado para el amor como su hermana.
Sin embargo, ¿cómo podía haber estado preparada para Lochlan? ¿Había sido sólo una alucinación? No, no podía ser. Había pruebas de que él era real. El jabalí estaba muerto, y el corte del costado de Elphame había sido rellenado con musgo. Sin embargo, ¿tenía Lochlan de verdad las alas de un Fomorian? Elphame se estremeció y miró hacia el bosque. No había sentido temor, eso sí lo recordaba. ¿Por qué no?
Porque su presencia había hecho que se sintiera bien. Ya sabía la respuesta, porque le había dado muchas vueltas a todo aquello durante los últimos cinco días.
– Lochlan -dijo, sin poder evitar pronunciarlo en voz alta.
Una brisa inesperada se llevó su nombre, y Elphame notó que se le ponía el vello de punta. Durante un momento, tuvo la sensación de que el nombre de Lochlan volaba a su alrededor, antes de que el viento se lo llevara y lo extendiera por el bosque.
Elphame cabeceó.
– El golpe que me di me está haciendo imaginar cosas extrañas.
– ¿Y qué es lo que estás imaginando, corazón mío?
Elphame se sobresaltó y dio un respingo. Miró hacia el bosque con los ojos abiertos como platos.
El hombre alado, como un enorme pájaro, se dejó caer desde la rama de un pino y aterrizó a pocos metros de Elphame. Permaneció dentro de las sombras del bosque, y plegó las alas a la espalda. Tenía una sonrisa tímida.
– No quería asustarte.
– ¡Por Epona, eres real! -balbuceó Elphame, y se sintió como una tonta.
– ¿Lo dudabas?
Elphame asintió con vehemencia.
– Constantemente.
Lochlan se echó a reír. Fue un sonido tan alegre que Elphame sonrió, y notó que se relajaba un poco.
– Entiendo tu confusión. Yo tenía la mente clara y no estaba herido, y pese a todo, durante estos cinco días que han pasado, me ha parecido que nuestro encuentro fue cosa de otro mundo.
– Como un sueño -dijo Elphame.
Lochlan negó con la cabeza.
– No, corazón mío, nuestros sueños son algo único, diferente a todo lo demás.
Elphame se ruborizó, pero no apartó la vista de sus ojos penetrantes. Lochlan salió de entre los árboles. Aunque tenía las alas bien plegadas contra el cuerpo, se movía con una elegancia que la hipnotizaba. Durante un momento, lo único que pudo oír, sentir o ver fue a Lochlan. Y entonces, su mente comenzó a trabajar de nuevo y se dio cuenta de algo. ¿Y si lo veían? Alzó una mano, y él se detuvo en seco.
– Quiero que me lo expliques todo. Quiero saber quién eres y qué está ocurriendo entre nosotros -dijo Elphame, mirando nerviosamente a su alrededor-. Pero no pueden verte. Ni siquiera le he hablado de ti a Cuchulainn.
Lochlan se quedó decepcionado, pero asintió con tirantez y dio unos pasos atrás, de modo que volvió a sumirse en la luz tenue del bosque.
Elphame se sintió azorada y, después, irritada. Los días de aburrimiento y frustración le habían puesto los nervios de punta, y de repente quería recriminarle, decirle que no era más que un extraño para ella porque acababa de conocerlo. Sin embargo, aquellas palabras falsas no salieron de sus labios. Elphame supo, con una certidumbre aterradora, que estaba viendo su futuro.
Recordó lo que le había dicho Cuchulainn: «Sé que encontrarás tu destino en el Castillo de MacCallan. Y sé que tu destino está vinculado al de tu compañero…».
Lochlan era aquel compañero.
Entonces, recordó el resto de la frase de su hermano: «… pero cuando intento concentrarme en los detalles del hombre, sólo veo niebla y confusión».
Por lo menos, ya sabía el motivo por el que la visión de su hermano era incompleta, y no podía evitar pensar que Epona había sido muy sabia al ocultarle el rostro de Lochlan a Cuchulainn. Si él supiera que su compañero iba a ser un demonio Fomorian… Elphame ni siquiera quería pensarlo.
– Esto va a ser muy difícil -dijo.
Lochlan sonrió.
– Mi madre habría dicho que entonces es algo que merece la pena.
El cariño con el que mencionó a su madre hizo que la irritación de Elphame desapareciera.
– La querías mucho.
– Ella me dio la humanidad, y después me enseñó lo que significaba. Nunca me vio como si fuera un monstruo, sino como a su hijo.
– Tú no eres un monstruo -dijo Elphame.
– No. No lo soy, pero llevo la sangre de una raza de demonios en las venas, y eso es algo que ninguno debemos olvidar.
– ¿Debería tener miedo de ti?
– No puedo responder a esa pregunta por ti -dijo él-. Lo único que puedo decirte es que preferiría morir antes que hacerte daño.
Elphame notó que se le hacía un nudo en la garganta. Su mente y su corazón estaban batallando. Debería pedirle que se marchara. Le daría ventaja, y después informaría a Cuchulainn de que había una criatura Fomorian en Partholon. Tenía que dejar de pensar como una tonta romántica. Él no era más que un sueño peligroso.
– Me marcharé, si es lo que deseas -dijo él.
– ¿Puedes leerme el pensamiento? -preguntó Elphame con aspereza.
– No, no puedo, sólo puedo leer tu semblante y tus ojos. He soñado contigo desde que naciste. Ha sido tiempo más que suficiente para aprender cómo son todas las expresiones de tu cara, y para entender tus estados de ánimo.
Elphame lo miró a los ojos, intentando obviar la tristeza que percibió en ellos. Podía hacerlo. Podía pedirle que se fuera. Su destino era ser la Jefa del Clan, ser La MacCallan, y estaba marcada por el poder de Epona. Estaba aparte de los demás.
Como Lochlan.
Lo miró y analizó la verdad de la criatura que estaba ante ella. Tenía un cuerpo muy humano. Era alto y musculoso, y estaba bien formado. Sin embargo, los hombres no tenían alas, y no tenían la piel brillante como si irradiaran una luz pálida. Tampoco había visto nunca unos ojos de aquel color gris oscuro, como una tormenta. Elphame recorrió su figura con la mirada hasta que llegó a sus pies.
– Garras -dijo Lochlan, y se encogió de hombros-. Tengo garras. Tú tienes cascos. Si pudiera elegir, creo que preferiría tener cualquiera de esas dos cosas antes que los pies de un hombre. No puedo imaginar cómo es llevar zapatos.
Elphame se rió.
– Ésta es la primera vez que lo digo en voz alta, pero pienso lo mismo. Cuando era niña, mi madre se ponía triste porque yo no podía ponerme medias y zapatos, así que me abrillantaba los cascos hasta que relucían. Yo intentaba explicarle que a mí no me importaba, que me gustaban mis cascos, pero ella nunca lo entendió.
Lochlan le devolvió la sonrisa.
– Mi madre sólo me decía que me cortara las garras porque estaba cansada de remendar mis sábanas.
Era muy fácil hablar con él. Cuando dejó de analizar su humanidad, y comenzó a reaccionar como una mujer ante un hombre, se dio cuenta de que no era difícil olvidar que fueran tan distintos. Su corazón le decía que él no podía ser un monstruo, pero ¿podía confiar en su corazón?
Lochlan no mostró ninguna señal de su propia angustia mientras observaba su lucha interna y el conflicto de sus emociones. ¿Qué podía decirle? No podía pedirle que lo aceptara. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Qué ocurriría si no encontraba ningún modo de llevar a cabo la Profecía, si no era con su sangre? Debería dejarla en aquel mismo instante, darse la vuelta y huir, y no volver a verla, aunque al hacer aquello estuviera condenando a los suyos a la locura eterna.
Notaba el tirón del demonio que habitaba en sus venas. «Llévatela», le susurraba. «Tómala y haz lo que quieras con ella».
«¡No!», pensó Lochlan, y aceptó el dolor con agrado, como siempre que conseguía reprimir al demonio de su sangre. Aquel dolor era el mismo que estaba haciendo que su gente perdiera la humanidad y se abandonara lentamente a la locura y a la sed de sangre que era la esencia de la raza Fomorian. El dolor era el precio que debían pagar por intentar ser algo más que sus demoníacos padres. Habían nacido diferentes, únicos. En los vientres de sus madres, cada uno de ellos se había alterado, y en vez de pertenecer a la raza Fomorian, había evolucionado hasta ser algo casi humano. Sin embargo, la llamada de su sangre oscura siempre estaba presente, y era una tentación que debían reprimir. Era una seducción llena de sueños de muerte y de la enloquecedora esencia de la sangre.
¿Cómo iba a salvar a su raza de la violencia que los estaba destruyendo? ¿Matando a Elphame? ¿Cómo podía pedirle Epona algo semejante? No tenía sentido. Debía de haber otro modo de cumplir aquella Profecía.
Ella estaba muy cerca, y ya no era la mujer etérea de sus sueños, sino un ser vivo que respiraba, y que estaba a pocos metros de él. No podía dejarla. Todavía no. Había pasado un siglo luchando contra la oscuridad, y no iba a retirarse.
Lentamente, Elphame alzó la vista para mirarlo, y Lochlan vio su confusión, que era casi un espejo de la que él sentía.
– No tengo todas las respuestas que necesitas -dijo-. Están sucediendo muchas cosas que yo tampoco entiendo, pero te juro que mi corazón, incluso mi alma, están ligados a los tuyos. Si tú no estás a mi lado, sufriré por ti hasta que deje de respirar -dijo Lochlan.
Él sufría por ella. Elphame estaba empezando a sentir algo igualmente terrible y maravilloso. De repente, quiso acariciarlo. Quería sentir la seguridad de que él respiraba, de que era de carne cálida. Él había estado soñando con ella durante toda la vida, y ella sólo había soñado con él durante una fracción de aquel tiempo, pero Elphame ya sabía que quería algo más que sueños y esperanzas.
Sin dudarlo, bajó cuidadosamente de su asiento y se acercó a él.
– Elphame -susurró él-, no debería quedarme.
– Lo sé, pero no quiero que te marches -respondió ella, e intentó sonreír-. Pero tal vez el golpe que me di en la cabeza me esté nublando el juicio.
Lochlan frunció los labios.
– Entonces, parece que tu herida se me ha contagiado -dijo. Alzó la barbilla y señaló a un lado de la cabeza de Elphame-. Y parece que has mejorado mucho. Te curas con rapidez -añadió, y miró su hombro-. Veo que tu Sanadora te ha dado permiso para que te quites el cabestrillo.
– Brenna -dijo ella-. La Sanadora se llama Brenna. Tiene mucho talento, y además es mi amiga.
Él asintió pensativamente.
– Me gustaría ver cómo te ha curado el corte del costado.
Elphame se puso la mano sobre el vendaje que tenía bajo la túnica de lino.
– Creo que tendrás que aceptar mi palabra de que también se está curando bien.
Lochlan sonrió con picardía.
– Ya te he visto el costado desnudo.
Oh, por Epona… Elphame sintió un cosquilleo en el estómago. Deseó desesperadamente tener el don de su hermano para flirtear.
– Bueno, eso fue en un momento de urgencia, pero ahora no me va a atacar ningún jabalí. Y de todos modos, no creo que tenga muy buen aspecto. No me he bañado desde el accidente.
Elphame se pasó una mano, con un gesto nervioso, por el pelo. Le pareció que estaba sin vida, muy sucio. Incluso dio un paso atrás por miedo a oler tan mal como pensaba.
Pero Lochlan no le permitió que se retirara. Sin acercarse a ella, la tomó de la muñeca. Elphame notó el contacto de su mano y le pareció fuerte y cálida. Él tiró suavemente, y ella dio un paso adelante.
– ¿Cómo podría explicarte lo que veo cuando te miro? -le preguntó él-. Mi madre me educó en sus creencias. Me enseñó a comportarme como la gente de Partholon, su gente. Y ella me transmitió el amor por la diosa Epona. No sé cuántas veces la oí pedirle a Epona que nos protegiera, que nos ayudara, en especial, a mí y a los que eran como yo. Ella tenía un vínculo con su diosa que se mantuvo fuerte durante toda su vida. Mi madre era una mujer con una gran fe. Murió creyendo que sus plegarias obtendrían respuesta.
Lochlan volvió a tirar de Elphame para que se le acercara más, y en aquella ocasión ella siguió los latidos de su corazón y fue hacia él.
– Así que ya ves, para mí es como si hubieras salido de las plegarias de mi madre y hubieras entrado en mi corazón. Cuando te miro, veo el amor de mi pasado junto a la realización de mis deseos más profundos.
Suavemente, como si temiera que ella volviera a apartarse de él, le acarició la mejilla con las puntas de los dedos. Con lentitud, dibujó la línea de su mandíbula y después le acarició el cuello hasta que su mano descansó sobre el hombro herido de Elphame.
– ¿Todavía te duele?
– ¿El qué? -ella estaba tan cerca de él que sentía su calor.
– El hombro.
El contacto con Lochlan la había afectado profundamente. Él se daba cuenta, porque ella había separado inconscientemente los labios y tenía los ojos brillantes y húmedos. El hecho de poder afectarla tanto con sólo un roce hizo que él sonriera, y dejó a la vista sus incisivos, muy blancos y afilados.
Elphame apartó la vista rápidamente, pero Lochlan le puso un dedo bajo la barbilla e hizo que lo mirara a los ojos.
– Son sólo dientes.
– ¡Deja de leerme el pensamiento!
– Ya te he dicho que no puedo hacerlo.
– Entonces deja de leer la expresión de mi cara.
– No puedo evitarlo. Tienes una cara muy bonita, muy expresiva.
Cuando él volvió a sonreír, ella no apartó los ojos.
Tenía los colmillos distintos, largos y peligrosos. Elphame empezó a recordar fragmentos de los libros de historia que había en la biblioteca de su madre. Los Fomorians eran demonios y estaban sedientos de sangre, sobre todo durante el apareamiento. Se alimentaban de la sangre de las demás criaturas y atacaban a los humanos.
– ¿Tú… te alimentas de la sangre de los demás?
Lochlan pestañeó con sorpresa.
– No. No me alimento de la sangre de los demás. Me gusta la comida cocinada. Y muerta.
– Entonces, ¿por qué?
– ¿Que por qué tengo así los colmillos?
Elphame asintió.
– Es parte de mi herencia, Elphame. Soy lo suficientemente humano como para no alimentarme de sangre de los demás, pero soy lo suficientemente Fomorian como para poseer los vestigios de su sed de sangre.
– He leído que los Fomorians beben sangre unos de los otros.
Lochlan suspiró.
– Eso es cierto. Un Fomorian desea probar la sangre de su pareja, como ella desea la de él. El intercambio de sangre es parte del vínculo que forman juntos. ¿Te parece algo horrible?
Ella miró su boca, sus labios, y las líneas fuertes de su mandíbula.
– No lo sé -susurró. Después, su mirada viajó hasta sus ojos grises. ¿Cómo sería besarlo?
«Pregúntaselo». Aquel pensamiento le cruzó la mente. «Pregúntaselo».
Y para su sorpresa, lo hizo.
– Si me besaras, ¿me cortarías los labios con los colmillos?
– No, no te cortaría -respondió él suavemente.
Él la hipnotizaba. Elphame sentía los latidos del corazón en los oídos.
– Has dicho que todavía tienes vestigios de la sed de sangre. ¿Quieres probar mi sangre?
A través de sus manos, que en algún momento se habían quedado unidas, ella sintió el temblor que atravesó el cuerpo de Lochlan, como si fuera una respuesta instantánea a su pregunta.
– Hay muchas cosas que deseo de ti -dijo él-, pero no tomaré nada que tú no desees dar.
– Yo… Yo no sé lo que quiero. Nunca me han besado -balbuceó.
– Lo sé.
Los ojos de Lochlan pasaron de ser grises a ser tormentosos.
– Creo que te estaba esperando -murmuró Elphame.
– Como yo te he estado esperando a ti -susurró él.
«Ve despacio… no la presiones», le ordenó la parte racional de su mente. «Es muy joven… No tiene experiencia… Se asustará con facilidad».
Pero tenía que probarla.
Lentamente, dándole tiempo para que ella pudiera apartarse si quería, Lochlan se inclinó hacia ella y la besó.
Fue muy diferente a cualquier cosa que Elphame hubiera imaginado. Ella creía que besar sería algo embarazoso, por lo menos al principio. Había sido una ingenua. Los labios de Lochlan eran cálidos y firmes, y también seductores. Sus bocas encajaron a la perfección, y cuando sus lenguas se encontraron, a ella se le detuvo el pensamiento. Su cuerpo tomó las riendas. Elphame cerró los ojos y se empapó de él. Lochlan era el bosque, salvaje, bello e indómito. Y la atraía. Él metió una mano entre su pelo, y con la otra la ciñó contra sí. Elphame se lo permitió, se estrechó contra su cuerpo. Automáticamente, le rodeó el cuello con los brazos.
Incluso perdida en aquel beso, se dio cuenta de que algo le rozaba los antebrazos, y la novedad de aquella sensación hizo que abriera los ojos y separara los labios de los de él.
Sus alas habían empezado a desplegarse y a extenderse sobre él. Ella miró desde sus alas erectas a su rostro. Él tenía la respiración muy profunda, y sus ojos grises se habían oscurecido de deseo.
– Mi pasión se refleja en ellas -le explicó a Elphame-. No puedo controlarlas. Y menos cuando tú estás tan cerca, y te deseo tanto.
– Parece como si no fueran parte de ti.
– Son una parte oscura de mí, una parte contra la que tengo que luchar.
Ella volvió a mirarle las alas. Estaban extendidas por encima de ellos, como si él se la fuera a llevar por los aires. Elphame pensó que la parte inferior era del color de la luna.
– Son muy bonitas -susurró.
Lochlan apartó la cabeza hacia atrás como si lo hubiera abofeteado.
– No lo digas ni siquiera en broma.
– ¿Y por qué iba a bromear? -preguntó ella, y lamentó ver el dolor que había aparecido en sus ojos-. ¿Puedo tocarlas?
Él no podía hablar. Asintió lentamente.
Ella no vaciló. Alzó una mano y tocó la parte del ala que estaba extendida sobre el hombro izquierdo de Lochlan.
– Oh -susurró-. Son suaves. Pensaba que lo serían.
Entonces, abrió la mano y pasó la palma, delicadamente, sobre la superficie esponjosa. Las alas temblaron bajo su caricia, y se expandieron, mientras Lochlan exhalaba el aire de los pulmones con un gemido.
Elphame apartó la mano al instante.
– ¿Te he hecho daño?
Él cerró los ojos.
– ¡No! -exclamó-. No pares. No dejes de acariciarme.
El deseo puro que ella percibió en su voz la intrigó mucho, tanto como su cuerpo exótico. Elphame no quería dejar de acariciarlo, y volvió a alzar la mano hacia la suavidad del ala. Sin embargo, antes de que pudiera tocarlo, él atrapó su mano. Ella lo miró con desconcierto.
– Se acerca alguien -dijo él; ladeó la cabeza y añadió rápidamente-: Es la Cazadora.
– ¡Tienes que irte! No puede verte.
– Tengo que estar contigo de nuevo. Pronto -dijo Lochlan con un deje de frustración.
– Yo encontraré la manera. Por favor, vete. La Cazadora pensaría que me estás atacando -le suplicó Elphame.
– Llámame, corazón mío. Nunca estaré lejos de ti.
Lochlan se inclinó y la besó una vez más, con una desesperación que rayaba en la violencia. Sin embargo, Elphame no se estremeció, ni se apartó de él. Respondió a su pasión con su propia fuerza inhumana.
Él se separó de ella y, con un quejido, se adentró en el bosque. No volvió la cabeza para mirarla. No podía.